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martes, 7 de octubre de 2025

La tarde de los dedos lastimados


Tres de la tarde: me asomo a la puerta y veo la silueta de mi madre esperándome al borde de la vereda. Es una preciosa tarde de primavera, pero ella anda con buzo de lana, campera de invierno y gorrita en la cabeza. Como siempre, lleva puesto un viejo pantalón deportivo negro lleno de pelos de gato de diferentes largos y colores, predominando los tonos grises y negros. Manoteo del jardín un ramo de hojas caídas de palmera con la intención de tirarlas en el contenedor de la esquina; mi gato cree que es un juego y trata de perseguirlas, hasta que bajo la vereda y empiezo a salir de la cooperativa con mi madre.
Caminamos lento. Ella no puede apurarse. Cuando llegamos a la esquina le digo que siga, que me desvío unos metros para tirar las hojas, pero igual se detiene y me espera. A este paso no llegamos más al residencial donde tenemos internado a mi viejo hace medio año.
_ Vamos a ver cómo anda hoy don Celestino… -dice, como todas las veces cuando llegamos a la misma altura de la calle Roma, pero esta vez agrega:
_ Te voy a decir una cosa: no vayas a preguntarle a María si tenemos que comprar pañales, que si preguntás te va a decir que sí y después hay que andar gastando. 
_ Mirá, primero quiero recordarte que tengo 58 años y vos ya no me das órdenes. Segundo, a los pañales los pago yo, así que no te preocupes por el tema.
_ Sí, pero el mes pasado le compraste un montón, y la última vez que fuimos ya le andabas preguntando si se le habían acabado. 
Sigo caminando y trato de contar mentalmente hasta diez, pero me detengo en dos. 
_ No, señora. Yo a María no le pregunté nada.
_ Sí, le dijiste.
_ No le pregunté nada, y me preocupa que empieces a estar como el Cele, perdiendo la noción de lo que pasó y lo que te imaginaste que podía pasar.
Es raro discutir con mi vieja porque en general la dejo divagar sin responderle, pero hoy ando de pocas pulgas y no le dejo pasar una. En plena madrugada tuve un incidente con el gato cuyas consecuencias aún siento, cuando el muy vivito empezó a maullar arriba de la cómoda para que le abriera la ventana del dormitorio, pero al ir a hacerlo trató de escabullirse debajo de la cama, porque su objetivo verdadero no era salir sino lograr que yo baje la escalera y le ponga comida en su platito, en la cocina. Hace días que me viene haciendo el mismo juego: maullido lastimero, escondida bajo la cama, maullido, escondida, hasta que a veces me canso y bajo. Hoy la función empezó a las tres de la mañana. Cuando vi que se iba bajando de la cómoda estiré el brazo derecho y lo agarré, pero en el movimiento me reventé dos dedos contra el canto del segundo cajón. Me dolió mucho.
Primero lo primero: saqué al gato por la ventana (casi le agarro la cola al cerrarla). Segundo, puse la mano bajo el agua fría de la pileta del baño. El dolor era intenso. Empecé a ver lucecitas y pensé que iba a desmayarme, pero logré llegar hasta la cama, donde no sé si me dormí o qué hice. Después la mañana transcurrió normal: desayuné, di clases, hice mandados, me vine. A la tarde, mientras caminábamos hasta el residencial de ancianos, el anular y el meñique me dolían más que al despertar y empezaban a parecerme un poco hinchados. 
_ Eso no es nada. –dice mi madre cuando le comento- A mí el gato negro me hace lo mismo cada noche.-y se pone a devanar historias en las que, como siempre, yo resulto una exagerada que probablemente no tenga nada en esos dedos, que están quedando levemente morados en la base contra la palma.
Llegamos a la casa verde. Medio segundo después de tocar timbre se abre la puerta del patio porque estaba junto a ella el viejito portero (que en verdad es uno de los residentes, uno que jamás habla, no mira a nadie ni se mueve de su silla, pero le gusta la función de abrir la puerta).
Mi padre está sentado en el patio bajo la parra que comienza a llenarse de hojas, con la cabeza y parte del cuerpo al sol. Lo saludamos sin que medie un mínimo gesto de reconocimiento, como siempre. Él es amable, pero no sabe quiénes somos (ni quién es). 
_ Hoy Celestino se anduvo portando mal…-dice, socarrona, la empleada que lo tiene a su cargo. 
_ No tengo dudas… -respondo sonriendo, mientras mi madre se las arregla para cambiarlo de lugar y pasarlo para la sombra. Hay tres sillas libres, una al lado de la otra. Lo sentamos en el medio, y cuando voy a ponerme a su derecha aparece una viejita que siempre está pegada a su cartera y dice:
_ ¡Ahí estoy yo!
El tema de los lugares es muy importante en el hogar de ancianos. Saco otra silla para mí, una de plástico, y con mis padres nos sentamos formando un triángulo. La viejita de la cartera me mira en silencio. Junto a ella está otra anciana del residencial, una a la que el marido va a visitar todos los días. “Estaba lo más bien y de golpe se le fueron los recuerdos”, nos dijo una vez, cuando lo conocimos. Tiene pinta de buen hombre, el marido. Mi madre y él conversan sobre residenciales, sobre los precios y servicios que brindan, mientras yo observo mis dedos lastimados y trato de ver si en verdad van empeorando. Puedo doblarlos pero apenas, y me duelen todo el tiempo. La empleada que atiende a mi viejo pasa otra vez, cargada con una montaña de ropa para colgar, y repite lo de que hoy él se anduvo portando mal. Mi madre sale con un domingo siete que yo no pude prever (ni mucho menos frenar):
_ Mirá, no me traigas más quejas de cómo se porta Celestino, porque le voy a decir a tu jefa. 
La mujer queda unos segundos aturdida: nunca se esperó semejante reacción ante una frase dicha con inocencia y simpatía. 
_ Olvídalo. –alcanzo a decir antes de que ella se marche sin responder, con el tendal de ropas en los brazos. 
_ Estoy harta de que siempre me venga con críticas, críticas, ¿al final para qué pago? Ellas tienen la obligación de atenderlo, yo no tengo nada que ver.
_ Estás haciendo una exageración: te lo dijo simpática, no entiendo por qué reaccionaste así. 
_ ¡Lo voy a cambiar de residencial!
_ No lo vas a cambiar. Nadie te está pidiendo nada, fue un comentario al pasar.
_ Vos porque no ves más allá de tus narices.
Bueno, bueno. Se picó. Y mis dedos me seguían doliendo.
_ Te ruego que no me tomes por idiota.
Se queda callada, y después sigue rumiando reproches, hasta que le digo que no cuente conmigo para apoyarla en esto. Ahí medio que reacciona, va a buscar a la empleada y hacen las paces con un abrazo. Mi viejo se estaba portando mal, de verdad. Hacía un rato se había bajado los pantalones y se puso a cagar en el pasto, por ejemplo. En fin. 
Ella le da una compota de frutas que él devora en dos segundos y unas galletitas que comparte con la perra obesa, amorosa e interesada del residencial. Después lo convence de ir a caminar hasta el fondo y los dos se alejan a pasitos aún más cortos que los normales de ella. Me los quedo mirando: él avanza diez centímetros por vez. Cuando dejo de verlos me asomo a la cocina y pregunto a las muchachas que trabajan ahí si les parece que me puedo haber quebrado el dedo, pero dicen que no, que se me va a ir pasando. Una de las residentes me aconseja levantar los dedos y poner después la mano en vinagre o en salmuera, o quizás acercarle algo de hielo.
_ Hacele caso porque ella sabe lo que dice: toda la vida fue enfermera.
Agradezco los consejos y me instalo en el patio a esperar el regreso de los caminantes. A la enfermera la conozco desde que era niña, porque vivía al lado de mi casa. Por unos segundos se me cruzan imágenes de las escenas de celos de mi madre, siempre desconfiando de cualquier mujer que se cruzara con el Cele. Él nunca fue celoso. Yo tampoco. Tengo mucho más de la familia paterna que de la otra, y por eso choco tanto con mi vieja. A veces parecemos de planetas diferentes. 
A la hora y pico emprendemos el retorno a nuestras casas. En general me voy antes, pero no quise dejarla sola, porque cuando íbamos por Camino Maldonado nos cruzamos con unos pibitos en moto que sabemos que son chorros. Vaya defensa la que puedo representar con mis (muchos) años y mis (lastimados) dedos, pero bueno. 
_ Qué mal que está el Cele… -dice ella.
_ Cada vez peor. –le contesto. Es el mismo diálogo de cada vez que salimos, pero esta vez aparece un condimento inesperado:
_ Cuando íbamos caminando por el patio y te vio se le iluminó la cara y dijo “¡ahí está Mariela!”
_ Son chispazos de memoria. 
_ Sí. Después empezó a decir cosas sin sentido, como siempre.
Llegamos a la esquina donde bifurcamos nuestros caminos y nos despedimos bien. A esta altura de la vida no da para seguir peleando. Al rato me llama, que no me olvide de mirar la luna anaranjada, que esta noche va a estar mejor que nunca. Dice que va a salir al patio para verla pero le recuerdo que en la cooperativa estamos rodeados de árboles. 
A la noche, sin embargo, cuando voy a trabajar en la Comisión de Fomento, subo la escalera del salón comunal y la veo, asomar sobre los árboles de Camino Maldonado, majestuosa. 
La foto es una desilusión, como siempre. Hay cosas que nunca cambian. 
Y en eso estamos.

 

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