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jueves, 15 de diciembre de 2022

Historias sin por qué




6. La habitación del frente

_ La verdad es que en los diez años que viví en la laguna nunca me gustó esa casa. -dice mi vieja entre mate y mate, olvidándose de que no fueron diez los años, sino doce. – Y te voy a decir una cosa que antes no te había querido contar: la habitación del frente, esa en la que vos dormías, estaba asombrada.
_ ¿Eh? 
_ Estaba asombrada, sí. Yo dormía ahí algunas noches, cuando la de al lado alquilaba la casa y los vecinos eran muy ruidosos, y ahí había algo raro. En el resto de la casa no, pero ahí sí. Una vez a la hora de la siesta abrí los ojos y vi una mano que venía como a agarrarme. Una mano grande, que desapareció cuando pegué un grito. 
_ Capaz que estabas soñando… -digo, para disipar las sombras.
_ Puede ser. –acepta ella. 

Seguimos charlando de otros temas y acariciando cada una a un gato, pero una parte de mi cerebro estaba ocupada recobrando un par de imágenes que hacía un tiempo había bloqueado en el olvido. Ocurrieron en viajes diferentes, en ambos casos mientras estaba tirada en la cama del dormitorio en cuestión. Una vez, de la nada, me rodeó de repente un frío helado y se me pararon todos los pelos de la nuca. Cuando prendí la luz y puse un video de youtube la sensación se disipó en un segundo, y la habitación volvió al sofocante calor habitual del verano en la laguna. Otro día estaba remoloneando en la cama (pero ya totalmente despierta) cuando escuché claramente una voz de hombre a mi costado:
_ Hola.
Salté de la cama y descorrí las cortinas, por si había alguien tratando de asustarme en el jardín, pero nada. La cuadra entera estaba solitaria y callada a las siete de la mañana. 
Ese día no había dicho nada para no traumar a mi vieja, tal como ella se guardó la historia de la mano para no asustarme, pero en el correr de esta tarde todo fue aflorando.

_ ¿Se puede saber de qué hablan? –pregunta mi viejo, que de vez en cuando sale de su mundo personal y quiere integrarse a la charla.
_ Nada, Cele: historias de aparecidos. –dice mi madre sin dar mucho detalle.
_ Cosas que a los Rodríguez no les pasan. –acoto yo, porque todas las historias de fantasmas siempre han venido del lado de la familia de mi vieja. 
En ese momento escucho un ruido desde la cocina y casi pego un salto, pero solo era la tercera gata, la barcina, que empezaba a masticar ruidosamente su comida. 
Mi vieja siguió un rato con el tema, tomando mate y enhebrando una tras otra las historias de fantasmas familiares que vengo oyendo desde que tengo memoria. Algún día deberé escribirlas. En el caso de ella, a diferencia del mío, todos los cuentos vienen del lado de su padre.
Mi viejo, entretanto, se ocupaba de robarle pedacitos de queso al refuerzo de ella para dárselo a la barcina.
Cada uno con sus intereses, pienso. Todos importan lo mismo. 
Y en eso estamos. 







7. Allá en Cerro Largo hace un siglo

MI vieja toma mate y cuenta historias, mientras el Cele escucha (o no) y nos mira en silencio desde su sitio en el sillón.
_ La casa en que vivíamos cuando yo era chica era de la vieja Presolpina. –dice, aludiendo a mi bisabuela, la mamá de su padre- Nosotros ahí nunca vimos nada pero antes, cuando papá era chico, dicen que todas las tardecitas se escuchaba llorar un bebé. Era en el medio del campo; no había vecinos cerca. Hasta que una vez la Presolpa mandó traer un cura y le dijo clarito dónde tenía que bendecir la tierra: desde ahí nunca más se escuchó el llanto. Dicen que era el hijo de alguna criada (la vieja siempre tenía sirvientas que los padres le daban y vivían en la casa) con uno de sus hijos, pero nunca supimos bien la historia. Probablemente la muchacha (o alguien más) lo mató al nacer para evitar el qué dirán y lo enterró a un costado de la casa: por algo mi abuela sabía exactamente dónde había que bendecir. Pero toda esa gente es muerta, y nunca lo vamos a descubrir.
_ ¡Esa vieja! Siempre con esclavitas… -comento mientras trato de sacarle una foto al Gatón, que nos mira tranquilo desde la mecedora de mi abuelo.
El Cele, que ya hace rato se desentendió de la charla, se concentra en comer un refuerzo de pan dulce, fiambre y queso. Hace mucho ruido con los dientes; nunca entiendo cómo come. 
_ Y eso no es nada. –toma carrera mi madre- La que sí estaba asombrada era la casa de la tía Albina. Ellos tenían un aljibe, y dos por tres se escuchaban unos gritos espantosos que venían del pozo: “¡mamá, mamá, socorro!”. La tía iba corriendo, pensando en sus hijos, pero cuando llegaba estaba todo tranquilo y los gurises jugando en el campo. A veces ella iba a entrar a la casa y se topaba con un negro grandote sentado al lado de la puerta, mirándola. Yo me quedé una noche en esa casa; dormí con la tía Adelina, que era muy creyente, rezó mucho antes de acostarnos y por suerte no sentí nada. La otra que veía cosas ahí era la tía Alaídes: dicen que una vez estaba lavando los platos, se empezó a reír como loca y los hijos, que eran unos niñitos, vieron que el pelo de golpe se le venía todo para adelante como si tuviera un gran viento en la espalda, pero estaba en la cocina. Ella después contó que vio a dos personas que se le vinieron encima y se pusieron de repente a despeinarla. Era una especie de broma, por eso empezó a reírse. No tuvo miedo.
_ ¿Y nunca supieron qué pasaba ahí? –pregunto para que siga la historia.
_ Al principio no… Pero una vez el abuelo Orosmán viajó a Bagé y fue a un centro espiritista. Ellos hicieron unos rituales y el brujo le dijo que tenía que escarbar a un metro de profundidad exactamente frente a la puerta de la casa, que eso era un trabajo de magia negra. El abuelo Orosmán hizo punto por punto lo que le dijeron, y cuando iba a un metro de hondo encontró una cruz de cementerio atada con una cinta negra. 
_ ¿Y qué hizo con eso? ¿Lo quemó?
_ No: a la cruz y la cinta las tiró en el cementerio del pueblo, pero igual la mujer y los gurises no quisieron seguir viviendo en la casa, así que hizo otro rancho y a ese lo dejó como galpón. Nunca más vieron nada. 
Termina el cuento y mi madre se queda un rato con el mate en la mano. Los tres gatos de la casa andan rondando entre los humanos, no se sabe si en busca de comida o mimos.
El tiempo de las historias por hoy había terminado. Es hora de salir del Cerro Largo rural de mis orígenes y de las familias con hijos cuyos nombres empezaban todos con la misma letra. Albino era mi abuelo y los hermanos se llamaban Albina, Aldina, Adelina, Alaídes, Antenor y Adeal. La menor fue Santa, y nació con un leve retraso que la familia siempre atribuyó a la decisión de ponerle un nombre que no empezara por la misma letra que el de los hermanos (sin tener en cuenta que la vieja Presolpina ya la tuvo de grande, porque en aquel tiempo esas cosas no se tenían muy claras). Capaz que alguno de esos viejos debe vivir todavía: eran fuertes como robles y hubo quien llegó a pasar el siglo. 
Me despedí de mis padres y sus gatos y arranqué para mi casa, una casa joven, donde nunca murió nadie salvo nuestras mascotas (que se fueron en paz y no nos van a asustar). Ellos dejaron el mate a un costado y prendieron la tele para ver el informativo. Era tiempo de empezar con otro tipo de cuentos.


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