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sábado, 25 de julio de 2020

Historias desde la cuarentena, 51. En la barra




Este país tiene de todo, pensaba yo mientras el auto avanzaba por las calles desiertas de Sarasota. Tiene playas, montañas, desiertos. Todos los matices habidos y por haber entre riqueza y miseria, entre grandeza y mezquindad, entre cultura e ignorancia. Este país tiene de todo, excepto gente. 
Hacía casi una semana que había llegado a Estados Unidos en un viaje de turismo y desde el primer día quedé desconcertada por el escaso número de personas que se veían por calles, parques y plazas. Incluso en las playas, casi nadie, en relación al tamaño de la ciudad y al turquesa de las aguas. Algunos deportistas corriendo por las vías peatonales. Mucho cemento, mucho plástico. Lagartijas pequeñas, un par de bandas de cuervos y algunas garzas solitarias. Seres humanos solo de pasada, dentro de los autos. 
Miré a la única persona que tenía a mano en esa mañana de nervios y definiciones. Mi amiga Cecilia manejaba segura y distendida, moviéndose como pez en el agua por las avenidas vacías y los cruces plagados de semáforos. 
_ Che, son diez menos diez, ¿estás segura de que es por acá? - pregunté tratando de no sonar preocupada. 
_ Sí, dice que a unas cinco cuadras. La señora del GPS no se equivoca. 
_ ¿Cómo era el bar? 
_ Shamrock, Shamrock Pub. Igual abre a las diez, pero calculo que hoy por el partido capaz que lo adelantan unos minutos. 
_ Esperemos. ¡Ah, ahí está! Y hay espacio para estacionar. Bien. 
Abrimos la valija del auto y nos preparamos para entrar: Cecilia sacó la remera de Suárez y yo me colgué a la espalda la bandera uruguaya que había comprado en Tristán Narvaja apenas le ganamos a Portugal (porque antes no me había animado). 
_ Mirá para la esquina-. murmuró mi amiga. 
Un par de muchachos estaban bajando a la vez de su auto, uno de ellos con la remera de Francia. Coincidimos los cuatro en la puerta al entrar, emitiendo un sonido colectivo que sonó más o menos como un “ups” sin hostilidad. “Vamos a ver cuánto les dura la alegría” pensamos todos, al tiempo que nos íbamos ubicando sobre la barra: ellos en un extremo, Cecilia y yo en el otro. 
El partido estaba en la parte de los himnos; era un viernes laborable y no había más personas que nosotros y el barman, un rubiote musculoso de ojos claros y voz un poco ronca. El Shamrock era el único soccer bar que encontramos en Sarasota, sin contar el de los brasileros de la esquina de casa, que abría solo por la tarde y donde nadie se acordaba de la contraseña del wifi, salvo que empezaba por “Jesús”. En los otros bares los televisores pasaban béisbol, tenis o fútbol americano, pero ni noticias del mundial. 
_ ¿Do you have wifi for guests? - pregunté apenas nos instalamos, haciéndome la anglófona. 
_ Yes: Weloveyou- respondió el barman, que parecía sonreír con la mirada. 
Las cervezas llegaron junto al pitazo inicial y a partir de ahí y por un rato el mundo se concentró en un par de pantallas y un relato en inglés indiferente, donde los nombres de los jugadores sonaban casi irreconocibles. Conforme pasaban los minutos otras personas fueron apareciendo. Una veterana se sentó al lado de nosotras y pidió un whisky que vino con manicitos, cuatro o cinco hombres ocuparon una mesa del costado y se ve que a mis espaldas había un rival, porque de vez en cuando escuchaba una voz que repetía como en trance una sola palabra: 
_ ¡Allez, allez, allez! 
Todos estábamos pendientes del partido, incluso el barman, que demoraba las bebidas hasta que alguna interrupción del juego le permitiera entregarlas. Aquello era emocionante, aunque poco duraron mis nervios. Cuando vi que jugaban mucho mejor que nosotros empecé a hacer el duelo y ya con el primer gol asumí que la cosa no iba a tener remedio. 
Nunca me importó el fútbol, esa es la verdad: los primeros tres partidos de Uruguay en el mundial ni los había mirado. Como hincha soy de los que solo aparecen cuando pasamos la primera fase. Si hubiera estado en Uruguay capaz que veía el partido, pero ni hablar de comprar una bandera ni -mucho menos- ir a un bar de fanáticos, como ahora. 

Las personas empezaban a comentar lo que pasaba en la cancha, intercalando frases a propósito del calor, la playa y la cerveza, mientras que la veterana del costado aprovechaba a darle charla al barman cada vez que se le ponía a tiro. Él contó que su familia venía de Croacia y cuando la mujer le dijo que seguramente no habría nacido cuando fue el mundial de Francia 98 el muchacho aclaró que sí, porque tenía 33 años. 
Vivaza, la veterana. Mentalmente empecé a hinchar por ella, aunque de lejos se veía que tenía menos chance con el croata que nosotros con los franceses. Tendría unos sesenta años pero se mantenía bien, y nadie me saca de la cabeza que el fútbol también a ella le importaba tres pitos, o en todo caso mucho menos que las ocasionales presas que se le pudieran poner a tiro en un sitio frecuentado por hombres jóvenes y solteros. El croata también la captó al vuelo, porque sin que viniera a cuento de nada aclaró como de pasada que estaba casado y que a veces las mujeres que iban al bar no se daban cuenta y se lo trataban de levantar, pero la sexagenaria no acusó recibo del golpe. 
_ El croata está que se parte- murmuró de repente mi amiga, y me di cuenta de que yo no era la única que empezaba a distraerse del partido. Las cosas por Rusia parecían no tener mucha vuelta, estábamos haciendo todo mal y solo cabía rezar para que no nos golearan. 
_ ¿Do you need another beer, ladies? - preguntó el muchacho sonriendo en el entretiempo, y le dijimos que no, que las uruguayas preferíamos sufrir la derrota con lucidez. Por suerte para entonces la barra se había llenado de gente y ya no divisábamos a los franceses de la otra punta. Nada peor que ser testigos de la felicidad ajena cuando va en contra de la propia. 
_ Me gusta que no te pongas triste por ir perdiendo, sweetie- me dijo en inglés la veterana, creyendo que yo de verdad era una hincha comprometida. - La vida va y viene, y al final lo único que nos queda es lo que logramos por nosotros mismos. Cuanto más difícil, mejor. -agregó, llevándose el vaso de cerveza a los labios con la mirada fija en la espalda del barman, que le alcanzaba unas cervezas a los franceses. –El resto solo son triunfos ajenos. 
_ ¡Allez, allez, allez… gooool! -explotaron los gritos a nuestras espaldas. 
Dos a cero. Dos a cero en el segundo tiempo, y todos sabemos que los milagros no existen. Los franceses de la barra habían bajado de sus taburetes y saltaban abrazados, gritando cosas que por suerte no entendíamos. 
_ Voy al baño- informó Cecilia con resignación y se fue, mientras yo me quedaba charlando con la veterana, indiferente a la pantalla y a las ilusiones ajenas. 
_ Another beer, now? - apareció de pronto frente a mis ojos el croata compasivo. 
_ No, gracias. - respondí, tratando de no errarle al inglés. - Ya estamos por irnos. 
_ Cuéntame más de tu familia.- aprovechó la veterana, que no se daba por vencida- ¿Por qué se vinieron de Croacia? 
Me dio cierta curiosidad saber si sería capaz de remontar un partido que a simple vista le estaba resultando adverso, pero la cosa iba para largo y nuestro ánimo no estaba en su mejor momento. Ni bien sonó el pitazo del final dejamos la barra y enfilamos hacia el auto, tratando de no escuchar los festejos de los que nos habían ganado. 
_ Mirá lo que había encontrado a la entrada- comentó Cecilia en la vereda, mostrándome un colgante plateado y pequeñito con forma de trébol de cuatro hojas. – Pensé que nos iba a dar suerte pero no sirvió. -dijo, mientras lo tiraba en un cantero lleno de tréboles verdaderos.- ¿Qué querés hacer ahora? 
_ Vamos a almorzar a otro lado. -propuse, al tiempo que guardaba la bandera en la valija del auto –Tengo ganas de hacer barra en un lugar sin televisores. 
_ ¿Vas a buscar tu propio croata? - sonrió mi amiga. 
_ Mejor un latino -dije.- Me tengo más fe en mi idioma y además ya me tienen harta los hinchas de fútbol. 
_ A mí también. – murmuró ella, tirando la remera de Suárez sobre el asiento trasero. 

Pusimos el GPS y emprendimos la marcha bajo el sol inclemente del mediodía de verano, a ver si de una vez por todas empezábamos a encontrar a la gente de verdad en medio de las palmeras de plástico y el cemento tropical de Sarasota.

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