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domingo, 19 de julio de 2020

Historias desde la cuarentena, 50. Somos una familia




El hombre era fuerte, tendría unos treinta años y sus brazos parecían dos columnas de piedra. Era lo único que le podíamos ver. Tenía una remera negra manchada con restos de pintura, guantes de cuero en las manos y lentes de obra protegiéndole los ojos. En cierto momento se quedó mirando por unos segundos el piso y pareció calcular sus fuerzas. Las tres mujeres que lo observábamos en silencio contuvimos la respiración cuando vimos que los golpes estaban a punto de comenzar.
Al primer marronazo la baldosa del centro de la habitación se quebró en diagonal. Era un piso barato de monolítico amarillo; la violencia del impacto hizo que se desprendieran un par de lascas, que volaron como proyectiles. Ninguna me alcanzó, pero ante la posibilidad de que lo hicieran no pude reprimir una exclamación.
_ Señora –dijo en ese momento el albañil con tono de cansancio- va a ser mejor que se aleje un poco. Esto puede ser peligroso, ¿sabe?

Lo miré con una mezcla a partes iguales de desprecio e incredulidad. Qué sabrás vos de peligros, pendejo imbécil, pensé, y lo de señora te lo podés ir metiendo bien en donde más te guste. Estaba por verbalizar una versión suavizada del insulto interior cuando Nancy se adelantó hasta mí, me tocó el brazo y con un gesto pacificador desarmó mi naciente belicosidad. Ella dos por tres tenía esas cosas: era la Madre Teresa de Calcuta, en versión pentecostal. Bajó los ojos y puso una cara que venía a decir que no me complicara con Mr. Músculo, que estamos grandes, y la edad nos pone quisquillosas. Moví la cabeza y levanté los ojos como queriendo culpar al cielo por mi resignación, pero retrocedí un metro, como él quería. Somos una familia pacífica, y no era el momento de sugerir lo contrario.
Quedé recostada a la pared, mientras el reloj marcaba las nueve de la mañana y una tormenta de golpes empezaba a demoler el piso de lo que había sido la cocina de nuestra abuela.
No estábamos todas las primas: solo las dos evangelistas y yo. Las demás eran más chicas, no habían llegado a escuchar las historias y la rotura del piso no las emocionaba. Miré por la ventana: afuera un par de nietos de Gustavo, el actual dueño de la casa, correteaban por el patio entre las plantas, como nosotras lo habíamos hecho hace cuarenta años.
Era el primer día nublado del comienzo del otoño. Un azar del destino nos daba la posibilidad de develar el mayor misterio de nuestra infancia, y la emoción era tal que apenas podíamos respirar. 



El propio Gustavo había puesto en marcha esta locura al contarle a Nancy ayer de noche que iba a demoler la vieja cocina para convertirla en un patio interior. Ellos se veían en el culto religioso, y aunque no eran amigos mantenían una relación cordial. Gustavo había comprado la casa de nuestros abuelos hacía ya un par de años, y recién ahora estaba en condiciones económicas de empezar a planear algunos cambios. La idea del patio interior se le ocurrió cuando vio que resultaba más barato edificar una pieza nueva al fondo que refaccionar las paredes rajadas de la cocina, el techo lleno de hongos y las ventanas verdes que ni él ni mi abuelo habían logrado nunca impermeabilizar del todo.
Apenas supo que la cocina iba a ser demolida, Nancy se comunicó con Marcela y conmigo, que somos las primas mayores, después de ella.
_ Queremos estar. -dijimos, cada una desde su teléfono.
_ Hay que pedirle permiso a Gustavo.
_ Pedile.
_ ¿Y qué le digo?
_ Yo qué sé, inventate algo. ¿No sabés contar historias imaginarias? Hacé de cuenta que es un testimonio.
_ Prima, no te metas con mi religión…
_Bueno, está bien, pero pedile. Decile que queremos ver por última vez el cielo por las ventanas de la cocina o que ahí se conocieron los abuelos, no sé, cualquier cosa. Vos ves.


Esa noche hubo un laberinto de mensajes entrecruzados que desembocó, horas más tarde, en la reunión matutina de Nancy, Marcela y yo en la vieja casa familiar, todas con los ojos muy abiertos y cargando los recuerdos de varias vidas y una muerte.
Poco nos importaban, en verdad, las paredes y ventanas de la cocina: el piso era nuestro objetivo. El piso y lo que pudiera haber debajo, si es que algo había. Las viejas historias del sótano clausurado antes de que los abuelos compraran la casa, del primer dueño obligado a casarse con una chica embarazada que desapareció misteriosamente, del piso de baldosas amarillas armado de apuro días antes de la venta de la casa, de mis tías matándose a golpes por escapar cada noche ante la aparición de una figura rubia y etérea que las miraba en silencio, todo eso y mucho más rondaba en el aire a nuestro alrededor. Si es que alguna vez había habido un cadáver enterrado bajo la cocina de la abuela, como sospechábamos, este era el día para confirmarlo.
Yo por las dudas había tomado un cuarto más de esas pastillitas que desde la jubilación uso (por prescripción médica) antes de acostarme, porque una nunca sabe cuando la puede traicionar el corazón. Marcela confesó haberse preparado un té de tilo en el desayuno, en tanto Nancy retorcía entre sus manos una Biblia que, a juzgar por cómo estaba siendo tratada, corría serios riesgos de ser desmembrada antes de la llegada del Juicio Final.



_ Esto tal vez lleve un rato, señoras. Si quieren pueden ir al patio y yo cuando termine de levantar las baldosas les pego el grito.

No nos miramos siquiera. No hacía falta.

_ Nos quedamos.
El hombre nos echó una mirada que imaginamos de fastidio a través de los lentes de albañil, pero no dijo nada. Mientras Gustavo, el dueño de la casa, se ocupaba de atender a su mujer que estaba en cama con un principio de congestión, mis primas y yo asistimos al lento proceso de romper, retirar materiales e ir limpiando el piso. En cierto momento, bajo los escombros, empezó a perfilarse algo así como una base diferente, que a la postre terminó por ser el borde derecho de una vieja puerta de madera. Al darnos cuenta de lo que era las tres mujeres pegamos un grito que hizo saltar al albañil, ignorante de nuestras intenciones.
Gustavo vino todo lo rápido que pudo, lo cual no es mucho decir. También él ha envejecido; su escaso cabello blanco y sus manos surcadas de manchas y lunares son algunos de los espejos en los que rehusamos mirarnos.
La puerta del sótano, si es que eso era, medía un poco más de sesenta por sesenta, y pronto fue despejada del todo. La madera estaba en muy buen estado, teniendo en cuenta que llevaba más de medio siglo tapada con el piso de baldosas. Ya no tenía picaporte, aunque se adivinaba en uno de sus costados la huella de una cerradura oxidada. El obrero trató de abrirla haciendo palanca con un cincel, pero fue imposible. Hubo que romperla a marronazos, como quien tira abajo la puerta de un calabozo de piedra y de hierro. Los pedazos fueron desprendiéndose con cada acometida de los brazos como piedra del albañil, hasta que un agujero negro y con olor a polvo apareció ante nuestros ojos.



Instintivamente las tres primas nos habíamos tomado de las manos para acercarnos al borde del abismo.
_ ¿Qué hacemos? -preguntó una voz.

_ No sé_ respondimos las demás.

_ Esto es muy raro.- dijo el albañil, agachado y metiendo la cabeza entre las sombras. -Parece que hay una habitación debajo del piso. Pero estas casas viejas a veces venían con bodegas, capaz que es algo de eso.
_ Yo voy a ver qué hay. -dijo Gustavo, manoteando su teléfono para iluminar el agujero, pero Marcela dio un paso al frente y lo tomó del brazo, mirándolo a los ojos como solo ella sabe hacerlo.

_ Gustavo, por favor… Llevamos una vida esperando.
_ Bueno, está bien, bajen primero. Ahí no va a haber nada, pero bajen. 

Y eso hicimos.
Al principio pensamos colocar una escalerita de aluminio, pero en seguida vimos que no iba a hacer falta: aquello no tenía más de metro y medio de profundidad. Bajamos por estricto orden de edades, de mayor a menor. Primero Nancy, luego yo, y por último Marcela. Ella es mucho más joven que nosotras, tanto que aún sigue trabajando, aunque se había pedido la mañana libre para ir en busca del sótano perdido.



Ya abajo, nos quedamos muy juntas e inmóviles, tratando de observar. Las luces de los celulares fueron descubriendo difusamente los contornos de una habitación pequeña, con piso de cemento. Al frente, una pared con estantes donde se acumulaban diarios y papeles estropeados por el tiempo y la humedad. Un montón de prendas femeninas en un rincón, entreveradas con algunas de bebé, de un color que podría o no ser rosado. Botellas vacías, pedazos de loza, algo con forma de tenedor. Un martillo.

El sonido de la respiración entrecortada de Marcela me sacó del estado de hipnótica contemplación; no capté si era ella o Nancy la que lloraba y repetía obsesivamente algo asociado con el nombre de Cristo. Di un paso adelante y ahogué una exclamación: había tropezado con algo. Maldije la presbicia, que me impedía enfocar lo que parecía ser una bolsa de arpillera. Le di una patada: sonaba como un saco de huesos. Me agaché para abrirla, y fue ahí que la vieja operación de la rodilla me jugó una mala pasada. Perdí el equilibrio y caí, mientras trataba de tomarme del brazo de Nancy, quien dio un grito y cayó conmigo. Marcela pegó un salto para evitar que la tiráramos. Se nos fueron de las manos los teléfonos, y por un momento todo fue confusión y griterío. Alguien me tironeaba del pelo, hubo una mano que se crispó sobre mi cara, y solo por la forma del anillo pude identificar que era la de Nancy, tratando de buscar un apoyo para ponerse en pie.



_ ¿Están bien? ¡Señoras! ¿Están bien? -asomó por la parte superior del pozo la cabeza del albañil, iluminándonos con una linternita de bolsillo.

_ Sí, sí, fue un tropezón. Ya salimos.
Una a una fuimos asomando de nuevo por el agujero del piso de la cocina de la abuela. El fortachón treintañero nos ayudó a subir, tironeándonos con tanta fuerza que por un momento nos sentimos volar desde la oscuridad del sótano hacia la superficie. Ninguna de nosotras había sido nunca muy robusta, pero con el paso del tiempo nos habíamos puesto livianas, casi solo piel y huesos.
Una vez arriba, cuando recuperamos el ritmo normal de la respiración, nos sacudimos el polvo sobre los escombros de la cocina, y salimos al exterior. Gustavo y el albañil se quedaron abajo, comenzando una exploración en serio y con mejor iluminación del espacio recién descubierto, pero ese ya no era nuestro tema.



Somos una familia pacífica y levemente egoísta: el silencio siempre sería lo menos riesgoso, y las tres lo teníamos claro. Habíamos querido saber, y supimos. Ya no era tiempo de hacer denuncias ni declaraciones.
A partir de esta mañana la casa había dejado de pertenecernos.

2 comentarios:

  1. Me encantó, Profe!!! Mi mente lo pasó a película de suspenso muy bien lograda, gracias!!!

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    1. Gracias, MIrta, me alegra que te gustara, y lo que decís es tremendo elogio!

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