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sábado, 7 de septiembre de 2019

Setiembre 2019




El padre y su hijo van conversando en el asiento de atrás en el bus. Charlan sobre lo lindo que es salir de mañana cuando hay sol, del partido de ayer dirigido por Maradona y de lo que hizo el Gordo Fierro en el cumple de la Charo.
Una hermosa escena familiar, pienso. El hombre se ve que no vive con el chico, pero disfruta de compartir con él los intereses y de dejarle una enseñanza de vida a través de sus palabras. El gurí mete de vez en cuando algún bocado, con tono admirativo. Debe tener unos diez o doce años, a juzgar por la voz, que al principio incluso creí que era la de una chica.
_ Ah, yo es lo que tengo- escucho al hombre de pronto y tiemblo, porque nada puede salir bien después de esta frase.
_ Yo puedo ser violento con cualquier hombre. -prosigue con orgullo- Yo me doy contra cualquiera, pero menos con un hijo. Ni contigo ni con el Lolo, ni con tus amigos tampoco. Con ustedes no podría. Pero con los demás, sí: puedo ser violento con cualquier hombre, si hace falta.

En eso llega mi parada, y cuando bajo del ómnibus los miro de reojo: el padre ya cambió de tema, ahora le está mostrando al chico un par de fotos en el celular. Una hermosa escena familiar de transmisión de enseñanzas, donde la semillita de la violencia queda sembrada en tierra fértil, regada con la admiración hacia la figura paterna y calentada al influjo suave del sol de la mañana y el afecto compartido.

Contame qué educación o qué terapia le sacan al gurí este mandato de la cabeza. Y contame cuánto de cierto hay en este “pero menos con un hijo”.


Feliz domingo, mis amores. Saludos a todos, especialmente a los que ya se dieron cuenta de que la violencia no es el camino, bajo ninguna de sus formas. Ninguna de sus formas. Y ya saben a qué me refiero.




Háganme caso: No vayan a Brasil.
Y si van, no recorran puestos de comida.
Y si lo hacen, corran de la zona de dulces.
Y si van a la zona de dulces, no compren cocada cremosa.
Y si compran cocada cremosa, prepárense para iniciar una relación tóxica para el resto de sus vidas.
Y si caen en las garras de la cocada cremosa y van a Brasil avisen, que quiero un par de frascos.


Sábado por la mañana. Centro de Florianópolis. Los mercados de semillas, dulces y galletitas me estaban cercando de manera irreversible, y yo trataba de zafar de ellos perdiéndome en el mar de personas que realizaba las compras del fin de semana, cuando me llamó la atención una cosa blanquita, en el piso. Parecía una piedra pulida. Estaba semienterrada entre las piedras y la tierra de la calle, así que escarbé un par de segundos, y la saqué.
Era una muela.
Era una muela intacta y humana, con sus raíces enteras, relucientes. Por un momento no supe qué hacer con ella, e incluso no estaba segura de que su carácter humano, así que me la guardé en el bolsillo mientras decidía su destino entre mis manos.
Ya en el ómnibus jugué un ratito a decir que me llevaba conmigo el espíritu del muerto; el tipo de juegos que una hace cuando está rodeada de personas y son las dos de la tarde, pero en la siguiente parada opté por la lógica y la tiré a la basura.
La primera noche, ya en mi casa estaba frente a la computadora, distraída, cuando algo me hizo saltar de la silla.
Eran las nueve y media de la noche, mis dos gatos dormían y el barrio estaba tranquilo y silencioso. A mí se me había dado por pensar que aquello de la muela tenía que haber sido asunto de brujería, y ya andaba mirando para todos lados, cuando escuché una voz a mi costado. Y no era cualquier voz: era una voz conocida.
_ ¡Ciencia! ¡Ciencia! ¡Ciencia!- gritó, invisible, mi amiga Cecilia a mi costado.
Miré alrededor: aquello ni tenía pies ni cabeza. ¿Por qué Cecilia (que vive en Minnesota) se me iba a aparecer en forma de sonora e insólita invocación a la ciencia? ¿Es que la muela del muerto había despertado extrañas conexiones energéticas, y mi casa se convertía en un portal de absurdas sobrenaturalidades?
Dos segundos después el dispensador de comida de los gatos empezó a echar pastillitas sobre el plato, y todo volvió a tener sentido.
Algo había quedado trancado en el aparato en la semana que no estuve, y parece que los últimos días Matilda y León se habían quedado sin ración, hasta que revisé el mecanismo y lo volví a la normalidad. Es un buen dispensador, incluso viene con la posibilidad de grabar la voz del dueño llamando tres veces al animal antes de largar la comida. Se ve que cuando Cecilia me explicó su funcionamiento me dijo algo de que “esto no tiene ninguna ciencia”, su última palabra quedó grabada y la activé sin querer mientras destrancaba el aparato, ese mismo día, por la tarde.
Miré a mi alrededor: los dos gatos seguían durmiendo, y el señor de la muela al parecer había decidido no hacer reclamos, así que estábamos en paz, y ya podía volver a mi computadora.
Pero por un momento...



Autoficción de primavera

Yo nunca pensé hacer algo así, señor juez, se lo juro. ¿Cómo iba siquiera a imaginarme que era capaz de llegar a una cosa semejante? Siempre he sido una persona tranquila, que se lleva bien con los adolescentes.

Es verdad que cuando los de la agencia de viajes me dijeron que en el ómnibus a Brasil iban unos gurises temblé, por un momento, pero caí como un chorlito cuando me aseguraron que los de este colegio eran re tranquilos, de la planta.

De la planta de algún alcaloide, les faltó decir.

Cinco horas, señor juez, cinco horas llevaban los veinte promitentes egresados del Colegio Bethesda cantando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones de 17 años. Todo el repertorio cumbioso y regetonero imaginable, señor juez. Con palmas, señor juez. Bailando por el pasillo, señor juez. Con sus dos profesores de veintipoco cantando como otro gurí más, señor juez. Cinco horas, cinco fucking eternas interminables infinitas horas de gritos, cantos, palmas y alaridos, señor juez.

Y todavía faltaban trece horas para llegar a Florianópolis, donde iban a quedarse en el mismo hotel que nosotros. Pared de por medio. Seis días y seis noches, antes de iniciar las dieciocho fucking eternas interminables infinitas horas del regreso, compartiendo otra vez el espacio y el tiempo.

Por eso lo hice, y lo volvería a hacer, señor juez. Sé que estuve mal, pero no pretendo disculparme. Que la justicia dé su veredicto, señor juez. Estoy en sus manos.




La zona del castillo del Parque Rodó era un desierto con puestos de comida cuando llegamos mis dos amigos y yo ayer, a la una y media de la tarde. El sol picaba lindo, y lo primero que pensé fue que el agua del lago estaba podrida y llena de cosas flotantes, aunque después de mirarla de cerca parece (parece) que una isla amarronada que flotaba en su superficie no era un rejunte de hojas secas sino de plantas acuáticas. Uno de mis amigos opinó que aquello eran camalotes, por decir algo que sonaba a genérico, pero no, no eran. De las profundidades del agua verde limo emergían dudosas burbujitas, que no terminamos de definir si eran señal de vida animal o gases producto de la descomposición de hojas y raíces. Y así comenzamos nuestro paseo.
La idea era ver un rato de llamadas al aire libre, y no fue hasta media hora después que googleamos el horario de inicio y vimos que nos habíamos equivocado y empezaban dos horas más tarde, así que comimos, remoloneamos y caminamos por la rambla como gente sin tiempo. Después hubo recorrida por el castillo, encuentro con conocidos y fotos del paisaje natural y humano, hasta que la cosa empezó a moverse, y nos instalamos en el cantero del medio de Herrera y Reissig a ver pasar las comparsas.
A nuestro lado había una familia numerosa, consistente en cuatro adultos y seis gurises que todo el tiempo pedían plata para ir a comprar tortas fritas. La viejita, en particular, era todo un personaje. Pequeña como un duende, de pelo blanco y arrugas milenarias, fumó un cigarro tras otro y se bailó todo, imitando incluso el paso hacia atrás de algunas bailarinas que se habían adelantado mucho en la coreografía y retrocedían al encuentro de sus tambores.
Las llamadas de primavera son distintas a las de carnaval, no solo por el número de integrantes de cada grupo sino por el vestuario, el maquillaje y la distribución de los roles. Hubo pocos bailarines (varones), casi nada de bastoneros, estrellas y lunas, aunque antes del desfile sí se pudo ver un cabezudo (uno solo), un pelado de ojos claros que recorría las veredas con los cuatro dedos de la mano levantados en señal de invitación para fines de octubre.
Casi eran las cinco de la tarde cuando comenzó el movimiento. Pasaron como 15 comparsas, de las que solo vimos las siete primeras. La Rodó era la que organizaba, abrió la marcha y desfiló impecable. Detrás venía Balele, que es una comparsa de ciegos e inclusiva que yo ya había visto en febrero. Algunas bailarinas venían acompañadas por sus guías, vestidas de negro, y entre los tambores había dos o tres ciegos y algún chico con síndrome de Down. Desfilaron con bastones, con muletas, con lentes negros, con alegría, con ganas, con gracia y entusiasmo. No tenían banderas, pero cuando los porta banderas de la Rodó terminaron de recorrer las dos cuadras del desfile volvieron sobre sus pasos y se pusieron al frente de Balele, a la que acompañaron desde la mitad hasta el final su recorrido. Después que terminaron de pasar demoré un rato en mirar a mis amigos, hasta que se me fueron las lágrimas de los ojos. Qué cosa la emoción, che. Una que es tan dura para llorar por lo propio y se desmorona así, de la nada, en mitad de la fiesta ante la grandeza ajena. No miré a los costados, pero no debo haber sido la única.
Las comparsas continuaron apareciendo, pasando, atronando, alejándose. La viejita de al lado siguió bailando y prendiendo un cigarrillo atrás de otro, mientras sus gurises comían tortas fritas. Yo me enamoré de la mitad de los tamborileros y salí encantada con las mujeres de todos los tamaños y de todas las edades que desfilaron orgullosas bajo el sol de la avenida.
Buena manera de comenzar las vacaciones.




Viernes previo a vacaciones de primavera en el CeRP. Mis alumnas de la tarde adelantaron el asueto y volaron en masa este mediodía hacia sus pueblos, aunque lo hicieron con previo aviso.
No hay casi nadie en la vuelta, pero mi trabajo implica cumplir el horario y marcar la salida a la hora del final de la última clase. Mis compañeras de departamento están de congreso en Montevideo, así que soy la dueña de la mesa, el aire acondicionado y todas las tazas de café.
Como quedan aún 50 minutos antes de marcar la salida, en cierto momento me tiro al sol en la soledad del banco del Paseo de Lectura, al fondo del edificio, a ver si por lo menos cazo un lagarto o un pajarito con la cámara pero no, nada. Solo escucho a los niños de jardinera de la escuela de al lado, en el recreo, que dicen cosas como:
_ Tu novia es la más fea.
_ ¡Qué va a ser, la tuya es fea, la mía es linda!
A mis espaldas escucho de vez en cuando algo como pasitos entre los pastos, pero no logro ver al bicho que los produce. Capaz que es una apereá. Algo hay. Me instalo en el banco del frente, por las dudas, y en eso veo que los gurises de la escuela están excitados, llamando a una maestra y agolpados contra el alambre que los separa del CeRP.
_ ¡Se mueve, mirá, se mueve!
_ ¡Está viva, aaaah!
_ ¡Maestraaaaa!
Paro la oreja y me concentro en ellos. Ahora están elaborando hipótesis:
_ Está re gorda, y es negra. ¡Debe ser una mamba negra!
_ ¡No es una mamba, tarado, es una boa!
_ ¡Maestra, la víbora se está moviendo!!
_ ¡Ahí se va, mirá, se está yendo para ese lado!
“Ese lado” era el CeRP, justo justo en el momento en que me acordé que tengo que poner al día la libreta electrónica, así que tuve que salir del patio y volver a la tranquilidad sin ofidios del departamento de Literatura.
Cosas que pasan.
En un rato salgo rumbo a la parada, mirando para abajo, por las dudas. La primavera viene brava por estos lados, pero no esperen fotos, porque mi celular no las saca bien si yo voy corriendo.
Buenas tardes. Que les sea leve el viernes 13 y (para aquellos a los que corresponda) felices vacaciones.




Qué crisis jodida la nuestra. No damos más. Miles de uruguayos huyen del país, la cola de afuera para subir al Colonia Express llega hasta la puerta del medio de Tres Cruces, y la de adentro otro tanto, e incluso pusieron un bus que está embarcando en la vereda de Goes. No se puede creer, a mí no me engañan. Esto es culpa del Frente.




Cuando pasé hoy de mañana por la vía y miré en busca de las amapolas solo vi un mar verde de tallos al viento, pero hace un rato fui por ahí otra vez y vi que no, no eran solo tallos: algunas flores sobrevivían. Pero, ¿por qué habían pasado del casi rojo al casi blanco?
Me metí a sacar fotos entre los yuyos y cuando volví a la vereda había un hombre parado mirando lo que hacía. Robusto, el hombre; una especie de versión levemente rejuvenecida del Colorado de Omar Gutiérrez.
_ Ya murieron todas las amapolas- me dijo, con cara de tristeza.
_ Sí, quedan pocas... - respondí. Lo que no entiendo es por qué se pusieron de este color, ¿qué habrá sido?
El Colorado me miró, volvió a mirar las amapolas y dijo:
_ Es por el mata yuyos.
Claro, eso explicaba las matas de yuyos quemados y ennegrecidos que había pisoteado para llegar a la foto.
_ Pah... Eso es terrible para los bichos... Los perros, los gatos...
_ Sí, es. Pero el vecino de ahí siempre tira mata yuyos y no hay quien lo haga entrar en razón.
_ Horrible. Ta luego.
_ Ta luego.
Y me fui a sacar las fotocopias que necesitaba. Cuando volvía vi que aún quedan dos o tres amapolas de anaranjado furioso, escapadas del matayuyero, en la vereda de enfrente.


Salgo de casa temprano, pero de día. Matilda se queda en la cama grande, ya por iniciar la primera de sus siestas matutinas post atún. Mientras cierro la puerta viene a saludar la gata Juancha, la vecina, desperezándose feliz bajo el sol de las siete. Media cuadra más adelante siento pasos y me doy vuelta: Tamara está cada día más gorda. Su piel se siente fría al tacto, consecuencia de su decisión de dormir en la vereda, porque cuando los vecinos le hicieron una cucha ella ni la miró y nunca quiso meterse. Voy un poco apurada pero acaricio su cabeza, le aseguro que ya va a volver el calorcito y sigo caminando. Ella se queda moviendo la cola. Cuando casi llego al Salón Comunal, sorpresa sorpresa: el gato León, mi viejito, instalado como dueño y señor en la vereda, a una cuadra de casa. Lo saludo como diciendo “¡mirá vos!; él me mira sin moverse, con sus ojos acuosos por la edad, pero digno. Sigo caminando: unos metros más adelante es momento de traicionar a Tamara con Isis, mi otra perra de pasada. Isis tiene los ojos claros y la sonrisa inquieta; corretea y salta a mi alrededor mientras le hago unas fiestas y retomo el rumbo. Ya cerca de la parada me persiguen unos maullidos y me detengo un instante: es la gata nueva, que todavía no sé cómo se llama, pero desde hace varios días me acompaña, saludando a mis piernas y maullando bajito. 
En el interín, me he cruzado con cinco o seis personas de la cooperativa, con algunas de las cuales intercambio un “hola” o un “buen día” distraído. Vivo en el barrio desde el siglo pasado, pero aún no los ubico.
Cada uno tiene sus prioridades.




Gurises uniformados de dos colores tomando vino de caja por la calle. Gurises uniformados de tres colores haciendo la guardia frente a su club. Adultos con uniformes camuflados apostados a las puertas de los bancos. 
Qué querés que te diga. Prefiero a mis gatos de dos colores tomando sol en el fondo.
#PorFuera




Plantas. Bolsas de comida para perros. Espejitos.

_ ¿A ver? ¡Aaaah!- dice una chica, y se zambulle en un libro que miro de reojo: “Manual práctico de normas laborales”.

Comida venezolana. “Brownis”. Quesos.

_ Este es el mejor regalo que le podés hacer a alguien: un libro.- dice un hombre a mi costado.

Música. Piedras. Un enmascarado bailando a la puerta de su tienda.

_ Y el Dani? 
_ ¡El Dani soy yo! 
_ No, yo digo el otro Dani.
_ Ah.

Juguetes. Revistas. Tamboriles.

_ Todo ha cambiado Antes una persona era flaca: “uh, qué horrible, está enferma!”. Y ahora...

Regalamos perritos. Todo a 100. Tiro los buzios.

_ Mi hijo más chico se compró una moto; ¿cómo le va a ir?

Fósiles sobre una mesita. $700 por seis placas unidas de gliptodonte, $500 por tres.


Y así.





Cafecito post almuerzo en el patio. Creo que la última vez que hice una comida al aire libre en mi casa tenía diez o doce años. ¿Será que me cuesta moverme de las rutinas? ¿Qué otras cosas no estaré haciendo, no porque no pueda sino por simple programación inconsciente? 🤔


(Sí, los adictos nos justificamos de múltiples maneras y el café se disfruta en cualquier parte, pero ese no es el tema) 🍮

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