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lunes, 19 de agosto de 2019

NO HABÍA NADIE




 
NO HABÍA NADIE


Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


Éramos tres personas sentadas alrededor de una mesa en el taller literario, tratando de recordar cuándo había sido la última vez que un libro o una película nos había llevado hasta el borde o el desborde del llanto. Llevábamos cinco minutos casi en absoluto silencio, cada uno de los tres perdido en sus recuerdos.
_ Es que llorar, lo que se dice llorar…- empezó a decir Victoria, antes de dejar la frase para siempre en suspenso.
_ Yo creo que hace tiempo se me cayeron unas lágrimas con una película… ¿Cuál era? No me puedo acordar.- murmuró Pablo, casi para sí mismo.
Nos miramos, frustrados. Los otros subgrupos a nuestro alrededor charlaban animadamente y hasta se sacaban unos a otros la palabra, coincidían con gozosas exclamaciones, se miraban radiantes. Nosotros, de pura casualidad, éramos los tres acorazados sin ventanas del taller, blindados, a prueba de balas.


Maldije para mis adentros la consigna que dejaba tan en evidencia mi incapacidad, mientras miraba las marcas de los vasos sobre la mesa y me preguntaba si demoraría mucho en aparecer Paula con el té y los scones que le había pedido. Llorar no es para todos. Algunos no podemos.


Yo no pude derramar ni media lágrima cuando murieron mis abuelos, por ejemplo, y eso que a tres de ellos los quería. No lloré cuando supe que el mar se había llevado mi rancho de Valizas, ni siquiera cuando fui a visitarlo y solo vi el marco rojo de la puerta del fondo de la cocina, resistiendo el viento, clavado en la arena donde antes estaba mi casa. No me salen las lágrimas, no me salen. En algún rincón debo tener un océano profundo y antiguo como mi propia existencia, esperando una fisura para derramarse y tapar todo. Mi gata Roldana murió en mis brazos cuando el veterinario le aplicó una inyección para matarla; yo sentí cómo se aflojó y se dejó ir en un segundo. Después él me ayudó a enterrarla en el jardín. Fue muy amable. Yo disimulé como que no pasaba nada: tenía 17 años, la pobre, ya era tiempo de descansar, es lo normal. Pasé unos días muy triste, cada vez que abría la puerta de casa me parecía ver una manchita amarilla escurriéndose entre las sillas que venía corriendo a mi encuentro, escuchaba sus maullidos en mi imaginación cada mañana, pero no se me cayó ni una lágrima.


_ Capaz que alguna vez cuando era chica, con esas películas espantosas tipo Bambi… - murmuro, por decir algo, mientras los minutos siguen avanzando y los tres blindados, silenciosos, no llegamos a abrir ni media puerta.


La imagen de la puerta me lleva de repente muy atrás en el tiempo (la memoria sigue extraños caminos), y se me viene a la cabeza la mañana del censo. Yo tenía 22 años, y ya era empleada pública. Participar en ese censo no había sido opcional: me había tocado entrevistar quince casas en una zona de fábricas abandonadas a dos cuadras de mi cooperativa, y no había posibilidad de renunciar a la tarea.


La primera encuesta fue la más fácil, porque aunque no conocía personalmente a sus habitantes sabía muy bien que eran los dueños de la fábrica de baldosas. Me había pasado media infancia en el terreno baldío de al lado juntando cuadraditos esmaltados de cerámica para hacer proyectos de mosaicos con mis primas. Los de la fábrica desechaban cosas que para nosotras eran perfectas: pequeñas baldosas marrones con arabescos en los bordes, otras verdes con el centro más claro, algunas (las mejores) de un azul intenso, con cuatro líneas delgadísimas y negras que las atravesaban en diagonal. De vez en cuando aparecían tiradas en el baldío montañas de zócalos y cenefas rectangulares, de esas que tienen relieve, y nosotras corríamos a atesorarlas, sin mayor criterio de selección.


Mi tía Coca había sido por años la limpiadora en esa casa; yo sabía que se trataba de gente amable y educada. Mientras los entrevistaba me ofrecieron café con galletitas pero les dije que no, que mejor me concentraba en las preguntas. Fui planteando todas las interrogantes y rellenando los formularios con la impecabilidad y la indiferencia de alguien preparado para eventos formales, hasta que al terminar saludé y salí a la calle, carpeta en mano, rumbo a mi siguiente parada.


Esto del censo era muy fácil, lleno de preguntas y respuestas concretas. Datos de las personas, de sus cosas, nivel educativo, trabajo, hijos. Una papa.


Al salir de la primera casa tuve que atravesar un callejón que nunca antes había visto, al lado mismo de la fábrica. Era un pasillo largo que conectaba las dos calles paralelas que me tocaban, y en ese pasillo se amontonaban varias casitas sin jardines ni muros, una moto desarmada, un carro viejo, despintado, y varios perros felices tomando sol sobre la tierra. Había olor a bosta de caballo y se escuchaban los gritos de dos o tres niños jugando a la pelota. Voces de gente adulta que charlaba en voz muy alta. Una nube de moscas atacando un pellejo que hasta los perros habían despreciado. Cumbias a todo volumen. Risas.


_ ¡Qué suerte tuviste que no te tocó censar en el cantegril!- me dijeron una madre y su hijo al recibirme en la segunda casa. Estábamos en la cuadra paralela a la de los dueños de la fábrica de baldosas, y por alguna razón mi padrón se había salteado el callejón. Tal vez por ser de contexto crítico se lo habrían adjudicado a alguien ducho en esas lides, o quizás nadie los tenía registrados.

Miré a mi alrededor: la casa en la que me dijeron que había tenido suerte era tan parte del cantegril como todas las del pasillo pero ellos no se daban cuenta, porque estaban sobre la calle.
Me empecé a entristecer, y ya no pude volver a la alegre indiferencia del principio.



_ ¿Trabajás?- pregunté tres casas más tarde a una mujer que ya me había contestado que era soltera, que había tenido tres hijos y que solo dos estaban vivos.
_ No, no.- respondió, enfatizando la negativa con la mano derecha.- Cuando era joven sí, trabajaba, pero ahora no.
La miré sin parpadear, y tragué saliva antes de continuar: su edad había sido la segunda pregunta de la encuesta. Ella tenía 23.


Salí de nuevo a la calle y continué recorriendo viviendas, formulando preguntas y rellenando planillas, mientras avanzaba la mañana del domingo. No veía la hora de ir a almorzar a casa y descansar con la cabeza libre de problemas.


_ Buen día, m´hijita.- saludaron a coro los dos viejos. Vivían con tres perros esqueléticos y un gato gordo, en una casa tan escondida y llena de vegetación que al golpear las manos pensé que nadie iba a atender y que el lugar solo era un entrevero de yuyos y árboles. El hombre demoró cinco minutos en caminar hasta el frente y abrir los cuatro candados del portón para permitirme la entrada. Entre tanto la mujer, encorvada y con pañuelo de flores en la cabeza, espantaba a los perros y limpiaba una silla plegable con almohadón para que yo me instalara cómodamente a preguntarles si tenían cocina a supergás y televisión en colores. Al terminar la entrevista me despidieron con un beso y los dos se quedaron haciéndome adiós con la mano, mientras se aseguraban de volver a cerrar los cuatro candados.


Hubo una casa en particular que estaba repleta de gente. Salían como hormigas; cada vez que pensaba que había terminado de preguntar aparecía un tío o una sobrina que llegaban desde el fondo, y la cosa se hacía interminable. El último fue un hombre cuarentón, flaco y desgarbado. Estaba prolijo, como si se hubiera bañado para el censo. Llegó caminando con los ojos bajos, me dijo el nombre, la edad y nivel educativo.
_ ¿Trabajás?
_ Eh… No. Me echaron el mes pasado. Yo soy albañil; trabajaba con Di Palma, estuve dos años, pero después redujeron el personal.
Bajé los ojos y pretendí concentrarme en los papeles. En la planilla no había lugar para aclaraciones. Puse una cruz en “desempleado” y dije algo amable; no soy buena para estas cosas, pero nadie habría podido sacarle a ese hombre la tristeza.
_ A ellos qué les importan los pobres- acotó en ese momento una de las hermanas, y supe que la frase iba dirigida a mí, como hipotética representante de un gobierno que no los defendía de los patrones.
_ Ya vas a conseguir algo, Héctor, algo va a salir.- dio una vieja que creo que era la madre, a mis espaldas.
El hombre agradeció con la mirada pero no se enderezó, y siguió mirando el piso.
Salí de la casa puteando por dentro al tal Di Palma. Yo no lo conocía, como no conozco a ningún rico, pero justo en ese mes había oído ese nombre, porque una de mis amigas había salido un par de veces con él. Di Palma (ella lo mencionaba así, por el apellido), la llevaba a comer a sitios caros y aparecía a buscarla cada vez en un auto diferente, reverendo hijo de mil putas, cogiéndose a una piba de barrio que no le iba a complicar la existencia, mientras a este otro pobre se le iba la vida porque le habían sacado el sueldito de mierda de la construcción.


Maldito censo. Quién me mandó ser empleada pública. Y todavía me faltaba una casa.


Miré dos veces el papel con las indicaciones que me había dado el coordinador: la última dirección que me quedaba era la de la vieja fábrica textil, abandonada desde que tengo memoria. Un edificio de tres pisos y media cuadra de largo, eternamente despintado y vacío. Golpeé la enorme puerta, por las dudas, y ya me estaba por ir cuando sentí que se abría y escuché una voz:
_ Pasá rápido, por favor.
Obedecí sin pensarlo dos veces. Quien había hablado era una mujer de unos veinte años, que apenas entré miró a ambos lados antes de volver a cerrar la pesada puerta.
Mientras lo hacía, miré a mi alrededor: eso no era una casa.
_ Seguime.- dijo la chica.
Fuimos hasta el final del enorme hall de entrada, que medía más de veinte metros de largo. El piso había sido de monolítico; ahora estaba saltado en algunas partes, y con manchas de humedad. Recién cuando la muchacha se sentó y me ofreció un lugar ante su mesa percibí que también había allí una nena, totalmente absorta en pintar un paisaje marino con crayolas en una hoja de garbanzo. Solo había un par de camas, una cocinilla, algunos enseres domésticos, y más allá del rincón habitado comenzaban los tres pisos vacíos de la fábrica. Cada palabra del censo retumbaba como si estuviéramos en una cárcel pero no había ninguna puerta cerrada, salvo la de la entrada.
_ Hace seis meses vinimos para acá porque nos quedamos sin lugar y el cuidador no dice nada y nos deja quedarnos, pero por favor, por favor, por favor no le vayas a decir a nadie que estamos solas. Si alguien se entera, si algún hombre sabe… ¡Por favor, no le digas a nadie!- imploró la muchacha, tomándome fuerte de brazo y mirándome a los ojos muy de cerca. La nena levantó la cabeza y se la quedó mirando, pero no dijo nada, y continuó coloreando su lámina. Estaba haciendo un pulpo rojo; no era fácil dibujar los tentáculos.
_ Quedate tranquila. ¿Cómo voy a decir? Además está estrictamente prohibido revelar datos del censo, no te preocupes, olvidate, soy una tumba.
_ Por favor- repitió- No digas nada.


Hice las preguntas de rigor y rellené los casilleros correspondientes, hasta que cerré por fin la carpeta y di el censo por terminado. Llegué derecho a tirarme en la cama. Tenía un nudo en el estómago, no pude almorzar. A las cuatro me levanté para ir hasta lo del coordinador a llevarle los papeles con datos, números y cruces. Había cumplido con mi deber. Me sentía viscosa, sucia, sin salida. Después de bañarme vomité un rato abrazada al inodoro, pero no fue suficiente. Demoré varios días en salir del censo, y nunca más quise participar en una encuesta, pero no lloré. No pude.


_ ¡Ah, me acordé!- exclamo de pronto Victoria, cuando ya se nos acababa el tiempo para elaborar una propuesta- Coco. Con Coco lloré, un poquito.
_ Yo no la vi.- respondió Pablo.
_ Ni yo.


Cuando se hicieron las nueve y salimos del taller cada uno se fue caminando por su lado. La noche estaba helada y oscura, nadie tuvo ganas de quedarse de charla en la vereda.


Una hora después abrí la puerta de mi casa y creí ver una manchita amarilla escurriéndose entre las sillas, pero no: no había nadie, estaba sola. Prendí la computadora y puse un programa de radio. Hoy tampoco iba a llorar.





1 comentario:

  1. Te comezé a leer, y por la mitad lloré...lloro por vos. Sos crack mija...crá crà

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