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martes, 19 de febrero de 2019

La mañana del juego





La mañana del juego

Fue de pura casualidad (y quizás un poco por buena suerte) que no me terminara cayendo de culo cuando escuché el primer alarido a pocos metros de mis oídos. 
Era un mediodía de martes ardiente, sin nubes y sin viento. El sol estaba picando fuerte, y yo hacía tres horas que caminaba juntando cosas por la orilla del agua en una playa desierta. En cierto momento llegué a una parte en que los caracoles y las cucharetas se amontonaban de manera visible bajo la línea de rompiente, a unos pocos de metros dentro del agua, y me instalé. Dejé las ojotas y la remera en la arena seca, me metí al agua hasta las rodillas y puse manos a la obra. 
Ese día en particular estaba pasando por algo parecido a un amague de brote místico: se me había dado con que si yo salvaba a todos los bichos que encontraba patas para arriba o coleteando en la orilla, el mar me iba a dar lo que le pidiera. Y ahí andaba. Había pasado toda la mañana despegando mariposas de la arena mojada, dando vuelta cucarachas y devolviendo mojarras a las olas. Ni una nube en el cielo; la playa estaba pródiga como nunca. Buscar en la orilla era como recorrer un supermercado: pasar por las góndolas, elegir cosas y guardarlas en la mochila. Primero fue un escudo que apareció intacto sobre la conchilla, traído por una ola verde y sin espuma. Después una farola, una boya pequeña, y hasta un caracol de esos marrones largos y puntiagudos. 
El juego era simple: yo pensaba algo y ese algo aparecía, pero solo podía pedir un ejemplar de cada uno. Solo un escudo, una farola, una boya, un puntiagudo. Cada vez que se materializaba uno de los pedidos el ritual era el mismo: exclamación involuntaria, beso al hallazgo, agradecimiento, apertura de la mochila y formulación de nuevo objetivo.
Esa mañana me estaba resultando perfecta. Había ido sola de vacaciones, y la independencia de horarios y de planes me estaba sumiendo en una especie de feliz olvido de la especie humana. En los ratos de hostel trataba de socializar para no parecer un bichito, intercambiaba frases amables con los compañeros de cuarto o les explicaba cosas del pueblo a los turistas, pero la verdad de mi naturaleza era esta: el mar, la arena, el sol y yo. Nunca había sido tan feliz y nunca me había sentido tan acompañada. La totalidad de mi yo era una célula, un átomo, una piecita feliz del universo. 
Fue en ese momento que escuché el grito.
Pegué un salto y trastabillé entre las olas, pero no llegué a caerme. Aquello había sido inarticulado, salvaje, desgarrador. Levanté la cabeza y vi a dos chicas sentadas en la arena, a pocos metros de mi zona de caracoles. No sé cuándo se habrían instalado ahí; hacía mucho rato que no me cruzaba con nadie. Las dos eran parecidas: muy flacas, medio hippies, capaz que no tenían ni veinte años. El alarido había sido de la más alta, una gurisa linda, de pelo corto rosado con mechones fucsias, a la que recordaba haber cruzado un par de veces en esos días por la calle principal. En ese momento movía las manos como expresando impotencia, pero no parecía estar hablando, ni tampoco lloraba. Me pregunté si sería un tema afectivo, si habría consumido algo que le pegó mal o si ese despliegue de energía y vocalización no sería una especie de terapia, una catarsis sanadora. Me quedé mirándola unos segundos, pero no llegué a ninguna conclusión. Entonces volvió a gritar una vez, y otra, y otra más. Era como un animal en pleno sacrificio, perecía que cada grito la desgarraba y la vaciaba por dentro, pese a que todo el tiempo ella seguía inmóvil sentada en la arena, mirando con ojos inexpresivos las olas verdes y mansas. 
Por unos minutos me mantuve alerta pensando si podría ayudar en algo, pero me pareció que no. Aunque estábamos en la más absoluta soledad y no había otro ser humano en varios kilómetros a la redonda, por alguna razón yo resultaba invisible para las dos. Ni una sola vez me miraron, y ni una sola vez la que no gritaba pareció nerviosa o preocupada. Simplemente estaba ahí, acompañando. Después de unos minutos los gritos cesaron, ambas se metieron al agua, se abrazaron durante unos segundos, recogieron sus ropas y volvieron al pueblo tomadas de la mano. 
El silencio volvió a reinar sobre el agua y la arena. Dejé de mirar las siluetas que se alejaban, salí a la orilla y me dediqué a salvar a un mangangá trancado en la huella de una ola. Aún me quedaba media hora antes de escapar del peor sol, y se me había metido en la cabeza que no podía volver al hostel antes de haber encontrado algo verdaderamente asombroso. Un caballito de mar o una estrella. Quizás una boya de vidrio.
Después de salvar al mangangá me metí de nuevo al agua, y fue en ese momento que dejé de pensar. Me quedé un rato parada, con el agua por las rodillas y las manos llenas de cucharetas rosadas. Miré los kilómetros de playa vacía, el espacio inabarcable del cielo azul y las olas mansas. Miré al mangangá, que ya caminaba feliz por la arena seca. Miré hacia el pueblo, casi invisible a lo lejos. Y empecé a gritar.

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