Vistas de página en total

miércoles, 28 de noviembre de 2018

La vas a ver enseguida





Cuando en la adolescencia empecé a ir a bailar y me preguntaban dónde vivía yo solía declarar cosas diferentes, pero siempre verdaderas. A dos cuadras de 8 de Octubre, por ejemplo, porque una vez había leído que el nombre de la avenida se extendía sobre lo que antes era Camino Maldonado. O que mi casa quedaba cerca de Hipólito Irigoyen, sugiriendo cierta proximidad con Malvín y pasando por alto el hecho de que a la altura de mi barrio hace rato ya que don Irigoyen se había convertido en Veracierto. Lo que no contaba mucho es que mi casa formaba parte de una cooperativa de ayuda mutua, ni que los sábados de mañana vendía ropa de niños en la feria de Smidel, o que por la tarde animaba fiestas infantiles con mi amiga Diana. Para qué darle información a la gente. Tiempo perdido. 
Un día tuve treinta años y me pareció que el barrio de siempre se ponía más improvisado y menos lindo. Las casas remendadas con lo que fuera, los perros sarnosos esperando en la puerta de las carnicerías, los ríos de aguas de colores orillando los cordones de las veredas a la salida de las múltiples curtiembres, las filas de camiones esperando ante las laminadoras de hierro, los cruces sin semáforos, los rostros sin sueños, las plantas tapadas de polvo y los gatos asustados. Todo estaba mal, fuera de lugar o de tiempo. Incluso yo. 
A los cuarenta me mudé para el Puertito del Buceo, y pasé a volver a la Curva solo los sábados por la tarde, a visitar a mi madre e ir con ella hasta lo de la abuela. Fue una época de ver el peligro en cada par de ojos y la desconfianza en cada sonido de pisadas. Los viejos olían a sucio, los niños eran insolentes y en las caras de los jóvenes había una promesa de insulto o arrebato. Cómo podía haber vivido en ese infierno mugriento y sin futuro, cómo podía. 
Hoy hace casi diez años que volví a la vieja casa. Despierto con el canto de los pájaros y camino oliendo los tilos de las veredas. Cada tarde se me incendia de rojos y naranjas la ventana del fondo. A veces tengo suerte, al anochecer pasan por mi casa los tambores de la Roma y salgo a la calle, porque el cuerpo se niega a quedarse quieto y en silencio. Los viejos me paran en la cooperativa para mostrarme fotos de otros tiempos, de cuando eran jóvenes y todos estaban vivos. Un ex alumno me enseña que del árbol de la esquina se pueden comer moras que no son rojas sino blancas, que no hace falta lavarlas y que se te deshacen en la boca. En esta época los niños empiezan a pedir moneditas para sus peluches, las señoras gordas comen bizcochos sentadas en las sillas plegables al atardecer y los muchachos se sientan en los bancos de la placita hasta las diez, en que el sereno les dice que se cierran las rejas y empieza el tiempo del silencio. 
Son pocos los amigos que se animan a venir a mi casa, todos están convencidos de que vivo en una zona rural, me piden mapas detallados y preguntan al disimulo si está bien que caigan después de ponerse el sol, o si pueden dejar tranquilos el auto en la calle. Yo los dejo asustarse. Después de todo, cada uno se arma las aventuras que puede. 
Vivo en la Curva de Maroñas, en la cooperativa, sobre la calle Arbolito. A mi casa la vas a ver enseguida: es la que tiene el gato gris y blanco en la puerta, ronroneando. El timbre no funciona, pero vos golpeá que yo escucho. Siempre escucho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario