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viernes, 10 de agosto de 2018

El cuadro



¿Te acordás de la noche en que te conté la historia del cuadro? Fue en un febrero de hace cuatro años, en medio de la tormenta eléctrica más fuerte de todo el verano. Veníamos del cumpleaños de una de mis amigas, vos me habías pasado a buscar en un taxi en medio del diluvio y los dos terminamos empapados en la vereda mientras buscabas tus llaves en todos los bolsillos de la mochila, hasta encontrarlas en el último que revisabas. Era bueno mojarse contigo. Era muy bueno. 

_ Me hacés acordar a la tía Irma- recuerdo que te dije-.  Era muy despistada. Siempre andaba perdiendo las cosas, pero lo hacía con tanta gracia que nadie se molestaba en hacérselo notar. 
_ Contame algo de ella-. me pediste- No quiero pensar en nada mientras dure la tormenta.
_ No jodas que le tenés miedo a los truenos.
_ No, no. Miedo no. Pero mi vieja siempre nos contaba historias en las noches de tormenta. 
_ Oíme, Edipo…
_ No seas mala. 
_ Bueno.

Compitiendo a duras penas con el ruido de la lluvia en el techo de tu casa, te conté la historia del cuadro desflecado. Era enorme; tenía uno de esos marcos de madera trabajada y pintada de negro que se usaron hasta mediados del siglo pasado. Creo recordar que en la pintura predominaban los tonos oscuros, aunque debo decir que en ese entonces apenas si le habré echado una que otra mirada distraída. Desde niña lo había visto colgado en casa de mi tía, y uno se acostumbra a dejar de ver lo que siempre está a la vista. 
El cuadro era un retrato de cuerpo entero del que había sido su marido, Camilo. Camilo Montero, ese era el nombre. Un médico pintón y seductor que se vino de España durante la guerra, se enamoró de la jovencita que le presentaron en la fiesta de bodas de un conocido y se terminó casando a los pocos meses, de una vez y para siempre, como se casaban las gentes en otros tiempos. 
La tía Irma lo había adorado durante los veinte años que duró su matrimonio, y continuó adorando la memoria del ausente tras su muerte, al menos hasta que le llegaron los papeles de la otra familia del difunto reclamando una parte de la herencia. 
Parece que don Camilo no había jugado limpio con la tía Irma; había tenido una primera mujer y tres hijos en Colombia, dos varones y una señorita, de los que ella jamás había recibido ni la menor noticia. No sabía ni una palabra. A partir de allí la familia siempre pensó que capaz que de algo se tendría que haber dado cuenta, que debe haber habido señales, pero la tía siempre fue muy despistada y no sospechó que detrás de la apariencia honorable del marido se escondiera un entramado de mentiras. 
Con el traidor ya finado, la pobre no encontraba manera de desahogarse. ¡Le hubiera gustado decirle tantas cosas a ese desgraciado, mentiroso, hijo de puta, infeliz y malnacido! Pero ya era tarde… o quizás no del todo. 
Por un par de semanas estuvo como en suspenso, hasta que un jueves de lluvia, medio como el de hoy, de repente se le iluminó la mirada. La idea del cuadro le vino como inspiración divina, y eso debe de haber sido. A partir de ahí y hasta el día de su muerte se ocupó cada noche de sacarle un pedazo de tela al retrato del traidor. Solo un centímetro por vez, un cuadradito cortado con la tijera más afilada de la casa. Era una labor de pocos segundos. Por lo que me cuentan la tía Irma la llevaba a cabo cada noche exactamente de la misma manera: tomaba con el pulgar y el índice de la mano izquierda el borde de la tela por donde la había cortado el día anterior y miraba a los ojos al retrato, mientras una sonrisa de triunfo se le empezaba a dibujar. Ahí intervenía la mano derecha, implacable, quitando en forma metódica un cuadradito más, siempre de igual tamaño, siguiendo un patrón obsesivo y ordenado. Primero una línea de cuadraditos hasta que desaparecía toda una franja, luego la siguiente. La tarea de borrar el retrato a pura ausencia se fue convirtiendo con el tiempo en un trabajo de experta, realizado casi como un ritual entre la cena y la copita de licor de cada noche, justo antes de orar y encomendarse a dios para el descanso del cuerpo y del alma. 

_ ¿Y que hizo cuando lo terminó de cortar? – escuché entonces tu voz, trayéndome de nuevo a la noche de lluvia y la tormenta.
_ No hizo nada, porque no le alcanzó la vida. Iba por la cintura del traidor cuando la encontró el infarto y se fue sin decir una palabra. Habrá ido a pedirle cuentas a otros lados, lejos de tijeras y de cuadros. El retrato debe haber sido rematado con el resto de los muebles de la casa; el dinero fue a parar a la familia colombiana de Camilo. Un cuadro viejo, con la imagen de un muerto cortada por la mitad, ¿quién lo iba a querer? Supongo que lo habrán tirado.
_ Pobre. 
_ Pobres todos. 
_ Me gustan tus historias, nena. ¿Me contás otra?
_ No. Esa fue la última, por hoy no hay más cuentos-. dije, mirando por la ventana cómo se ahogaban los helechos en tu patio- Vamos a dormir; estoy cansada. 

Yo no sé si todavía te acordarás del cuadro, de la tía Irma o de esa noche en tu casa. La lluvia y los truenos siguieron un rato más pero ya no hubo más historias. Solo un retrato de soledades y desencuentros, que comenzaba a destejerse sin tiempo y sin palabras entre tu piel y la mía. Acaso por entonces yo también había empezado a tratar de recortarte de a poquito cada día, y en eso sigo. Especialmente en las noches de tormenta, cuando trato de imaginar que alguna vez voy a amanecer mirando un marco vacío donde una vez estuvo tu mirada. 
Algún día, quizás. Algún día. 


6 comentarios:

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  2. Me encantó. Destaco la inclusión de la oralidad en la textura del cuento y ese final... que continuará con otras historias....

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  3. MA RA VI LLO SO!!!!!Marielita: relato redondo por donde lo mire!Me atrapó de principio a fin, de un tirón, vio!. Gracias por compartir tanto y tan lindo!

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    1. Gracias, Claudia, me alegra que te gustara!! Un abrazo (por ahora virtual).

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