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miércoles, 8 de febrero de 2017

Los copetes






Primero fue el perro, la enorme cabeza de un golden retriever apoyada de repente en la bolsa de los mandados que estaba en el banco entre mi amiga y yo. Olfateaba la bandeja de sandwiches con evidente deseo, pero no tuvo éxito. La dueña estaba a unos metros conversando con otra chica y rápidamente vino a salvar nuestro almuerzo de su amistosa mascota, que se llamaba Teo.

Después fueron ellos. 
Dos preciosos cardenales rojos aparecieron como de casualidad frente a nuestras narices. ¡Dos cardenales rojos en Montevideo! Se volaron al menor amague de enfocarlos con el celular, tengo una foto del piso de plaza vacío como prueba. De todos modos ambos volvieron una y otra vez, hasta que me di cuenta de lo que buscaban y les tiré unos trocitos de comida. Se animaron al ver que no hacíamos ademán de perseguirlos; a partir de ahí pasaron diez minutos a un par de metros, dejándome sacarles un par de fotos en las que se adivinan bastante bien entre las sombras de los árboles. 
Es muy raro ver cardenales en medio de la ciudad. Yo había visto uno hace un par de meses en una estación de servicio en La Paloma, que a esa altura del año es una mezcla de urbana y rural. En Montevideo, nunca. Pensé que serían de algún viejo desagradable que los tendría en una jaula pequeñita y odiosa; seguramente la familia al morir el carcelero los habría soltado para que fuesen libres (en el mejor de los casos) o para zafar de pensar qué hacer con ellos (en el peor). Ya no quedan muchas personas que tengan pájaros enjaulados, por suerte, aunque por si acaso recorté las fotos para que no se notara en qué plaza los había encontrado tan felices y mansos. 

La primera vez que vi un cardenal fue en mi casa de la infancia. Desde que tengo memoria había uno en una jaula redonda que mi madre limpiaba y sacaba bajo el ciruelo cada día. Colona, se llamaba, y ahora que pienso no tengo la menor idea de por qué mi vieja afirmaba que era “una cardenala” pero sus razones tendría. Yo era muy chica; muchos de mis parientes de más edad tenían pájaros enjaulados, y pensaba que mi madre se estaba sumando al clan antes de tiempo, pero me equivocaba. La primera vez que pudimos ir a acampar bien lejos de Montevideo, a una estancia en los Cerros de Amaro, llevamos a la Colona con nosotros y la soltamos en medio del campo. Mi madre la había cazado porque la vio en el fondo de casa pero su intención desde siempre fue salvarla de algún otro cazador para poder soltarla a la primera oportunidad. Éramos pobres, la oportunidad demoró un poco pero al fin llegó. La Colona se ve que entendió la intención porque voló pero por un rato se quedó cerca, en un arbolito frente a la carpa. Después se fue, aunque toda la semana que estuvimos acampando venía por las mañanas a cantar un ratito desde el árbol, como saludando. 
Un par de años más tarde la historia se repitió, y la jaulita de la Colona fue por un tiempo el hogar del Arisco, un macho joven y enérgico. También lo soltamos, esta vez a los pocos meses, porque las cosas andaban mejorando y ya nos estábamos yendo a acampar una vez por año, en enero. 

Mis viejos viven ahora en un pueblo a orillas de la Laguna Merín, lugar pródigo en todo tipo de aves, y allí a los cardenales los hemos visto volar en bandadas de cabecitas rojas y ruidosas. Lo colorado de sus copetes no llega a competir con el rojo de los churrinches, pero anda cerca.

A veces me pregunto si las señales existen de verdad o me las invento; ayer estábamos en un momento muy triste, de esos en los que la muerte planta bandera y uno no le encuentra mucho sentido a nada, y de repente esos dos ahí, a nuestros pies… 
Les tiramos unos pedacitos más; el sandwiche era de choclo, se ve que les encantó. Y dejamos la placita. Como decía el Sabalero, “esta puta vieja y fría nos tumba sin avisar”, pero la vida puede más, siempre. Y hay que seguir volando. 

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