Vistas de página en total

jueves, 22 de enero de 2015

FLORIANÓPOLIS: ILHA DA MAGIA (ENTRE OTRAS COSAS)

        




         Enero no es el mejor mes para ir a Florianópolis, el ómnibus en el que viajé no fue la mejor decisión que pude tomar, y el hostel en el que pasé ocho días no es una opción que volvería a repetir.
Dicho esto, dejo constancia de que fue una semana preciosa. Sol todos los días, playa verde, rica comida, muy buena compañía, variedad de paseos, todo perfecto, salvo por los tres ítems del principio. 
        Enero nunca más. Hay demasiada gente en todas partes, y yo tiendo a buscar y disfrutar los paisajes solitarios. En este sentido la peor playa a la que fui es Ingleses, porque en toda su enorme extensión está absolutamente llena de sombrillas y personas, incluyendo un diez por ciento de humanos no veraneantes que pasean continuamente su mercadería frente a los ojos, oídos y narices del resto, en una labor de sacrificio que les ocupa todo el día y no sé qué tanta ganancia pueda dejarles. Ropas (en armatostes con caballetes, por si se detienen a mostrar algo a una potencial compradora, y digo “una” porque solo vi a la venta prendas femeninas), sombreros, quesos calientes, helados, jugos, brochettes de camarones, algodón de dulce, choclos, tatuajes de henna,  “palos para selfies”, radios con forma de autos de juguete, lo que quieras, todo, se vende en ese shopping sin aire acondicionado y de pisos ardientes. Los puestos de bebidas tienen la mejor decoración, con frutas típicas colgando de redes a los costados del techo, y a veces compiten por los vendedores más sexies, que hasta bailan y hacen pequeñas coreografías al son de la música a todo volumen que acompaña su carromato. La contaminación acústica es inaguantable. En las otras playas también se da esta situación, pero moderada; Ingleses parece ser el mejor mercado para los vendedores ambulantes. Barra da Lagoa, en tanto, tiene tres cuadras de apiñamiento de turistas a niveles increíbles, literalmente una sombrilla pegada a la otra, pero una vez superado este tramo hormiguero la cosa se pone más potable y vivible. 




      En cuanto al viaje en bus, las 17 ya de por sí maratónicas horas anunciadas al comienzo del viaje se hicieron, en ambos casos, más de veinte. Demoras en la Aduana, algún atasco ocasional, una tarada que se demoró en El Japonés y no había forma de encontrarla, cosas que pasan. La comida, no poca pero sí mala. Como para rellenar chanchos: papas chips muy saladas, palitos, un insípido arroz con pollo a la ida y un no menos insípido puré con pollo a la vuelta, sándwich de queso microscópico y sin gusto, alfajores de postre y ni la más mínima previsión de un menú vegetariano, por lo cual fuimos varios los que a la cena ni la probamos. Los choferes de la ida debían ser esquimales, porque nos tuvieron toda la noche a 18 y 19 grados. Temblábamos, nos quejábamos (cero bola), hasta los más emprendedores trataban de tapar la salida del aire acondicionado con papeles prendidos al ducto con cinta adhesiva (diez minutos de duración, promedio), pero nada. Régimen polar hasta la mañana. 




      Por último, el hostel. Precioso, con una vista panorámica de la laguna que nos daba paz en todos los desayunos y algunas meriendas, muy bien decorado, con varios baños extra, una cocina cómoda, gente espectacular (empleados y visitantes), todo bien, pero el aire acondicionado proclamado en su propaganda solo existía de 23 a 9 horas. O sea, si en vez de torrarte en la playa querías achicar en la habitación por unas horas al mediodía, suerte en pila. Además (y en esto el mea culpa es ineludible) quedaba no solo lejos de la playa (la Lagoa está en medio de la isla, hay que tomar ómnibus o encarar la caminata de una hora y pico a Joaquina, la más cercana) sino lejos de la zona de boliches (a orillas del agua) y en lo alto de un morro, lo que nos costaba una puteada y media cada vez que volviendo del centro terminábamos sin aliento en ese repecho de 45 grados.




      Por otro lado, la magia sigue existiendo, cómo no. 
      Pequeño catálogo de playas recorridas:
Mole: la más bella, por lejos. También la más gay. Agua turquesa, nivel de gente soportable, arena muy limpia, preciosa.
Galheta: la playa nudista de la isla. No llegué a ir, solo caminé la mitad del trilho desde Mole, y tiene una vista impresionante. También es predominantemente gay, aunque una de mis amigas contó que en un viaje anterior la policía le advirtió que tuviera cuidado, que en ese camino había habido violaciones, y hasta la acompañaron hasta Mole, por las dudas. Una brasilera del hostel me dijo que a esa playa van muchos pirados, pero capaz que eran prejuicios de ella, no lo sé. 
Ingleses: debe ser hermosa en otros meses.
Joaquina: la playa de los surfers, las mejores olas, con unas rocas enormes en el extremo, donde uno puede subirse y apreciar el panorama rodeado de morros, a lo lejos. Una belleza. Esta y todas tienen una intensa presencia de animales, que van desde cangrejos de ojos saltones y negros hasta halcones, garzas, peces, medusas, etc. Menos caracoles para que yo pudiera juntar, todo.

Morro das Pedras: una de las playas abiertas del sur. Poca gente, arena blanca, agua transparente pero con pinta de peligrosa. Sin vendedores. Me encantó. 
Barra da Lagoa: muy poblada al principio, perfecta después. El canal donde desagua la Lagoa es de lo más pintoresco; hay un puente colgante desde donde divisar el continuo tráfico de barquitos por sus aguas, la gente se baña tanto en el mar como en la parte de agua dulce y hay una intensa vida social, que incluye teatro callejero y mesas de dominó, damas, etc, a la orilla.
Lagoa da Conceipçao: “nuestra” playa. Aguas quietas y bajas, tibias, con poca arena y mucho pasto en las orillas, rodeada de árboles, ideal para familias con niños pequeños o para deportes sin riesgo. Una tarde me tomé (sola) un barco de los que hacen paseos por la laguna, y estuvo bueno, con el componente de la tormenta impresionante que se levantó en diez minutos pero tuvo a bien esperar para descargarse a que yo hubiera llegado al hostel dulce hostel.





      Por todos lados se advierte la fuerte presencia de la religión es este país. Iglesias, carteles, altares de Iemanjá, velas prendidas. Una tarde en que volvimos temprano de la playa me fui a recorrer el morro donde estábamos y llegué a la Iglesia de la Lagoa. Blanca y amarilla, cerrada, rodeada de jardines, impresionante. El dueño del hostel (un italiano, bastante personaje) me contó algo de su historia: fue inaugurada por el emperador Pedro II, y los esclavos hicieron una callecita que es como una escalera de piedras para que el emperador pudiera llegar hasta ella. El Papa Juan Pablo II estuvo allí y desde entonces pasó a ser el Santuario de Inmaculada Concepción. Parece que cerca de ahí, al nivel de la laguna, hay también un sitio histórico al que no llegué a ir, que se llama Ponto das Almas. Era el lugar sagrado (“sambaquí”) donde los esclavos llevaban a su muertos, los cubrían con una capa de conchilla, madera por arriba, y los cremaban, a orillas del agua. De todos modos no sé si me impresionó más la Iglesia o el vértigo de esas callecitas del morro, donde los autos pasan de a uno y a todo vapor y donde algunas subidas y bajadas son dignas formas brasileras de deportes extremos. Más adelante fui también a la Iglesia principal del centro de la isla, y al Museo Histórico, al que pude recorrer tras pagar cinco reales y embutirme los pies con unos zapatos de papel, cosa que es la primera vez que veo. Lindo, parecido al palacio Taranco.




      Otra cosa que llama la atención es el arte. Toda la isla está tapada de murales de vivos colores, aparentemente recientes, con variadas temáticas y estilos. Hay también una forma de decoración que se reitera, y es hecha con pedazos de baldositas y espejos, ya sea en columnas, muros, hasta tachos de basura. No tienen palabras, y predominan los corazones. En la Lagoa hay además un enorme pesebre que ocupa toda una plazoleta, hecho con desechos plásticos, metales, nylon y otras cosas extraídas del agua y convertidas por un grupo de artistas plásticos en figuras humanas y animales. 




      Ni que hablar de la música y la danza, que también abundan. El día que llegamos había un bloco de samba en la plaza principal, y una multitud de gente bailando a su ritmo, y yo vi en el Centro un grupo de personas que hacían Capoeira de modo impecable, aunque algunos de sus bailarines no llegaban siquiera a la edad escolar. 





      Lo que brilló por su ausencia es el Brasil tentador para el consumo. Si bien comer era bastante barato (buffet vegetariano a cien pesos, por ejemplo), las salidas eran caras. Una noche tomé una coca en lata y una caipirinha y me costó 330 pesos, por ejemplo. Por otro lado la ropa que se vendía esta temporada es, para mi gusto, espantosa, de manera que no repetí mi ataque consumista de USA, y solo me compré unas havaianas y un sombrero, amén de chucherías y dulces varios, de esos que uno ineludiblemente debe comprar apenas entra a este calórico y caluroso país. 
      Muy caluroso. 
      Infumablemente caluroso. 
      Especialmente cuando, volviendo de tardecita de la playa, uno entraba en atascos interminables. Aunque en realidad exagero, porque eso solo nos sucedió un día, el primer domingo. Volvíamos de la Barra da Lagoa y de pronto nos vimos en el medio de un embotellamiento digno de un cuento de Cortázar. Al principio no nos preocupamos, supusimos que en diez o quince minutos pasaría, pero no. Avanzábamos unos metros, stop, un metro, stop. Stop, stop, stop. Un veterano nos contó que siempre pasaba igual, y que alguna vez llegaron a esperar cuatro horas. Cuando llevábamos media hora, al atasco y el calor y el olor a transpiración y la visión de la sangre que chorreaba de la rodilla de uno que se había lastimado en la playa se sumó un intento de levante de un veinteañero hacia un grupo de pendejas que iban sentaditas en la parte de atrás del ómnibus. Ellas cantaron quince años; estoy segura de que no llegaban a trece. El veinteañero era un regordete, pelado, que hablaba a los gritos, desde un metro y pico de distancia, con nosotras en el medio, iupi. Las nenas le retrucaban y se ejercitaban en la seducción, de lo más divertidas, y él se hacía el macho alfa en medio de la manada cautiva de ese viaje que debió durar quince minutos y ya se acercaba a la hora. Otros amigos de él y de ellas participaban en la gritada conversación, y por momentos se ponían a cantar a los gritos. Era la peor pesadilla imaginable, hasta que en uno de esos diez metros de avance cada cinco minutos vimos el perfil de la laguna, preferimos caminar 40 minutos  y nos bajamos.
                                  -----------------------------

      La primera vez que fui a Florianópolis, en 1992, decidí que ese era mi lugar en el mundo y que me iba a quedar a vivir ahí.
     
      La última vez que fui, en 2015, decidí que hay demasiado mundo nuevo para conocer, y que no vuelvo más a la Ilha da Magia, por muy buenas playas que tenga. 



      Creo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario