Ella era rubia de pelo corto y muy bonita. Él, un morocho
flaco de voz ahogada, con el infaltable bolsito del laburante al hombro pese a
que no pasaba de dieciocho años, tal vez menos. El 100 venía moderadamente lleno. Yo iba distraída mirando cosas en el celular cuando se vació el asiento a mi
lado y él se lo ofreció. Ella aceptó en seguida y el diálogo no demoró un
segundo en iniciarse.
_ Gracias.
_Es lo menos que puedo hacer por vos, después que me
devolviste el boleto que me había dejado en la máquina.
_Ah, sí. No fue nada.
_Además, yo siempre soy amable con las chicas bonitas. Me
presento: yo soy Adrián. ¿De casualidad vos vivís por Villa Farré?
_No.
_Ah. Me pareció que te conocía de algún lado.
_No vivo ahí, pero tengo familiares.
_Te debo haber visto por ahí, entonces. ¿Venís del liceo?
¿En qué clase estás?
_En quinto.
_¡Ojalá pudiera yo volver al liceo! ¿Y vos vivís muy lejos
de Villa Farré?
_Sí. Me bajo ahora nomás. Pero voy seguido por ahí.
_ ¿Ah, sí? ¿Vas? Capaz que nos vemos por ahí algún día, ¿no?
¿Tus viejos viven ahí?
_ No, mi abuela y una tía.
_Si querés nos vemos un día por ahí y te invito a tomar una
Coca.
_Sí, puede ser.
_¿Me das tu número?
_098…
_ ¿Y vos cómo te llamás?
_Alexandra.
_Alexandra. Qué lindo nombre. Te paso mi número, ¿te parece?
Y ahí me bajé. Había sido testigo del levante más rápido del mundo: de
Habana a Rubén Darío, cinco paradas de ómnibus. Cuando uno tiene
las cosas claras no hay por qué andar perdiendo el tiempo, pensaba al volver a
casa, y también pensaba que está bueno eso de poder demostrarse el mutuo
interés sin vueltas. Peligroso pero bueno, como todo lo que tiene que ver con
el amor en nuestras vidas.