Lo primero que pensó Cecilia después
de indagar cómo se presentaba el aspecto del mundo exterior por una rendija abierta
de la cortina de su cuarto fue que no le gustaba el viento. No tenía demasiados
problemas con el frío, la lluvia y hasta la nieve, que en cierto modo podría
llegar a tolerar, pero los días de viento la invitaban siempre a rebelarse, a
decir no, a meterse bajo las cobijas y no asomar la nariz hasta que todo
hubiera terminado y la paz y el silencio reinaran nuevamente sobre el universo
y afines.
No le gustaba el viento pero de
todos modos esa mañana después del desayuno se puso sus mejores championes, un
equipo deportivo, pescó los auriculares del celular de arriba de la mesita de
luz y se fue a caminar por la rambla. Hacía dos horas que recorría una y otra
vez el trayecto entre Malvín y Punta Gorda cuando algo la hizo detenerse de
repente y quedarse un segundo inmóvil, como pensando.
“¿Qué estoy haciendo? A mí no me
gusta caminar, y menos con este viento helado. Parezco Diana.”
Y lentamente emprendió el retorno
a su hogar, extrañada.
Mientras volvía no pudo dejar de
pensar que quién sabe cómo estarían los chiquilines en la escuela y el liceo
con este día tan inhóspito, y que ojalá que a su ex marido no se le diera por utilizar
la excusa del mal tiempo y las posibilidades de vendaval para cancelar el fin de
semana con ellos, que tanta ilusión tenían, y que además con o sin viento iba a
tener que encarar la ida a la terminal de Tres Cruces a sacar el boleto para ir
a dar clases al interior, como todas las semanas, y que…
Y que ella no era ni Valeria ni Nélida, por dios, ¿qué diablos le pasaba ese día?
Retomó la caminata hasta su casa;
le quedaban ya unas pocas cuadras, pero el sonido del viento en sus oídos se
hacía cada vez más apremiante, y apretó el paso, aunque no pudo evitar
detenerse ante la vidriera de una mercería a contemplar las hermosas madejas de
lana recién recibida de Colonia, con los nuevos colores del otoño.
“¡Pero si yo
no tejo! Gabriela se debe estar acordando de mí”. Y siguió caminando.
“Capaz
que a los trillizos les vendrían bien unas bufandas tejidas por mamá para días
como el de hoy” llegó a cruzar por su cabeza mientras la sacudía violentamente,
intentando desalojar de allí a Claudia y todas sus cuarentonas amigas de Montevideo.
El pelo se le metía por los ojos y los rulos no la dejaban ver el camino; trató
de desenredar uno de los auriculares y los dedos se le quedaron metidos en un
mechón, atrapados. Siempre que soplaba fuerte le pasaba lo mismo; iba a tener
que hacerse la planchita de modo definitivo un día de estos. “Mariela tiene
rulos, vos no, vos tenés pelo lacio y dócil, que no te complica los días de
viento” murmuró, mientras espiaba de reojo a una ardilla que trepaba al árbol
más cercano, a unos cinco metros.
Miró a su alrededor como si estuviera despertando de un estado de adormecimiento. Los parques de su ciudad son hermosos
en todas las estaciones, pensó. Y el aire es tan limpio que una siente que la
sangre canta cuando se camina con ganas por un rato, incluso los
días de viento. Es tan maravilloso ser joven y sentirse viva. Estar donde se
quiere estar. Decidir.
Llegó hasta su hogar en Eden Pairie
y se tiró en la cama por unos minutos. Afuera el viento seguía soplando pero
ya no le importaba. Ya no podía helarle el alma ni quitarle las ganas de poner
un disco, comer algo dulce, leer un libro y continuar siendo Cecilia por el resto
del día.
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