Presolpina era el nombre de mi bisabuela por el lado de los Barreto. Todavía hoy recuerdo con todo detalle las visitas a su casa en Melo como una instancia formal, aburrida y no exenta de cierto temor porque la vieja tenía muy mal carácter y su posición de Hembra Alfa de la manada la hacía de todo punto indesobedecible.
Pero había que ir.
La casa
quedaba en las afueras de la ciudad y era relativamente modesta, aunque a mí me
parecía enorme y misteriosa con sus estantes inalcanzables, su olor a encierro
y esos silencios incómodos de las visitas por cortesía de los tiempos de antes en los que uno
miraba al piso y tragaba saliva en silencio esperando que el grito lejano de un
heladero o la irrupción intempestiva de un niño o un perro introdujeran una
distracción por fin, por fin, por fin algo, dios mío. Por fin. Algo.
En la
época en que íbamos a visitarla ella vivía con la Santa y la Chiquita.
Había tenido muchos hijos pero ya todos excepto la menor estaban casados y viviendo por su
lado, incluyendo a mi abuelo, el único que había rumbeado para la capital. Una
antigua tradición de Cerro Largo la había llevado a bautizarlos con
nombres que comenzaran por la misma letra. Así fueron naciendo Albino, Adeal,
Aldina, Adelina, Albina, Antenor y Alaídes, aunque hay que señalar que el nombre verdadero de
mi abuelo según la cédula era Juan Elbio, porque al empleado del Registro Civil el nombre de Albino no le pareció lindo y se lo cambió al inscribirlo, sin decirle nada a la familia. La última hija del matrimonio de
Presolpina y Policarpio desde un principio salió medio lenta para pensar, característica
que la familia atribuyó al hecho de haber decidido sus
progenitores a último momento interrumpir la seguidilla de nombres que
empezaran por A y ponerle Santa. Nadie se cuestionó si no sería que los padres ya
estaban más que maduritos para seguir procreando criaturas y tampoco _menos
aún_ se les ocurrió consultar a un médico para ver si su problema tenía
que ver con algo innato, con desnutrición o con vaya a saber uno qué motivos.
La Santa tuvo un nombre que no empezaba por A y les salió lenta; más claro
echale agua.
Volviendo a la dueña de casa, era una mujer
fuerte doña Presolpa. Como regalo de casamiento el viejo Orosmán, su padre, les había dado un lugar para hacerse un rancho en el fondo del campo lejos de todo, donde vivieron apartados del pueblo y de la familia por varios años. Pero Policarpio trabajaba en la esquila y había épocas en que pasaba diez o quince días sin
aparecer. Una noche mi bisabuela se levantó porque escuchó a los teros y se puso a esperar. También ladraron los perros. De pronto sintió
que golpeaban las manos y se quedó quieta. Era muy tarde y ella no estaba
armada. Esperó en silencio, con el corazón en la boca, hasta que vio una mano
aparecer por la rendija tratando de levantar la aldaba. La puerta no tenía
cerradura, solo una maderita que la mantenía cerrada desde adentro por si el
viento y los perros, obstáculo en todo caso fácil de sortear por cualquier
caminante en busca de comida, mujer y techo ajenos. Cuando aquella mano de
dedos grandes y curtidos tanteó la aldaba Presolpina no dudó y le dio flor de
martillazo. Nunca se supo qué fue del intruso.
Al poco
tiempo las cosas mejoraron lo bastante para la pareja como para desembolsar
novecientos pesos uno arriba del otro y comprarse una casa en Melo, donde vivieron hasta el final de sus días. El egoísmo de Presolpina fue proverbial en mi familia, al punto que se decía que tenía los dulces
y otras cosas ricas bajo llave para disfrutarlos sin compartir ni siquiera con sus
hijos y que a la hora del almuerzo ella se comía los churrascos y le daba los
huesos al marido para que mordisqueara las sobras. Conociéndola, no lo dudo.
Las
tareas domésticas del hogar recaían siempre en los hombros de la Chiquita, la criada, una
muchacha apocada y sometida al menor capricho de la patrona. En esa casa había mucho que limpiar, vaya si había. Esta no
era como mi otra bisabuela, doña Eleodora, que no sabía nada del manejo de una casa
de familia, que era torpe, poco habilidosa y perezosa a tal punto que a veces los
chiquilines amanecían meados y así se quedaban hasta el mediodía por no
molestarse en cambiarlos. Presolpina era muy activa; tomó las riendas del poder desde un
principio y ya no las largó más ni hubo quién le disputara el derecho a hacerlo un día siquiera. La pobre Chiquita era la que llevaba la peor parte de las
tareas y los rezongos de cada jornada.
Hace
muy poco tiempo vine a enterarme de dos cosas. Primero, que al parecer la Chiquita
sí era parte de la familia, desde el momento en que era hija natural de uno de
los hermanos de mi abuelo, quien la trajo para que su madre la criara porque
vio que la gurisa estaba pasando hambre. Segundo, que la verdadera bruja de la
vida de la Chiquita no era la vieja Presolpina sino la Santa,
con su apariencia de pobrecita, quien la mandoneaba y le pegaba sin miramientos,
desquitando en la muchachita el vacío de sus días iguales y sin para qué. De todos modos, que mi bisabuela no fuese mala con su nieta no reconocida no
quiere decir que no lo fuese con otras, que el tener criadas era una costumbre
muy arraigada en campaña y por ese hogar pasaron varias. A una, incluso, llamada
Mabel, se la llevó la madre después de que una vecina denunció a Presolpina por
maltratar a la criatura y no darle de comer.
Volviendo
a mi infancia, en esa cuadra siempre había algunos niños. Eran amigos de mis primos lejanos Randol y Raña,
y por ese parentesco me aceptaban para jugar a la escondida o la mancha, aunque a veces cuando yo recién había llegado alguno se me quedaba mirando y me gritaba: “¡yo contigo no juego,
Yanet!”, y cada vez había que explicarles que yo no era la nena mala de la
calle, la tal Yanet a la cual nunca pude sacarme el gusto de conocer ni de
lejos, que yo venía de Montevideo y solo quería jugar sin pelear con nadie.
Las visitas duraban de dos a tres horas. Las señales de que se acercaban a
su fin eran un licorcito con el que era invitado mi viejo y un concierto
de acordeón conque éramos obsequiados todos, y que es lo único realmente bueno
que recuerdo de la vieja Presolpina.
Tocaba como los dioses. Cuando se abrazaba al Paolo Soprani rojo el mapa
de arrugas de su cara parecía alisarse como por arte de magia, lo endeble de
sus huesos desaparecía, se apagaban todas las voces y
escapaban todos los silencios y todas las incomodidades mientras sonaban sus
notas exactas y conmovedoras y todos nos quedábamos mudos y con la boca abierta
de la admiración. Eran siempre las mismas canciones, pero no importaba. Tocaba
como los dioses.
Mi abuelo heredó su oído para la
música.
Mi vieja tiene la misma fuerza de
su carácter indomable.
Yo solo espero no haber ligado
nada del infame egoísmo de la vieja Presolpina.