Llego quince minutos antes de la hora
coordinada para la operación y quince después de la hora en que debía
presentarme en el Hospital Evangélico. Tras los trámites de admisión una
especie de azafata nos conduce a mí y a otros cuatro pacientes al segundo piso. Los preoperados vamos pasando de a uno a otro sector mientras los
acompañantes esperan; empiezo a
preguntarme si sería necesario haber ido acompañada, teniendo en cuenta que lo
mío es solo una cirugía de rutina, pequeña, ambulatoria, mínima, intrascendente (o eso espero).
En la zona de operaciones nos sacamos zapatos, ropa,
relojes, caravanas e ainda mais para ataviarnos con esos sexys conjuntitos
azules de blusa y pantalón que vaya a saber quién vistió antes y si los habrán
lavado bien. Los pies van
enfundados en unos coquetos zapatones celestes de papel atados con moña o nudo a gusto del paciente y el cabello debe desaparecer embutido en un frágil
gorrito, con el que hago malabares para que los rulos no se escapen, cosa que
logro a medias. Como debo dejar mochila y ropa en la sala común y no fui con
nadie me dan un gorro extra para que guarde allí mis cosas de valor, si lo
deseo.
Ya munida con mi historia clínica espero en
otra sala, donde hay tres hombres ya disfrazados de pacientes azules, dos de ellos
con suero. El más veterano es al que llevan primero. Se va deseándole suerte
a los otros dos, que charlan animadamente. Uno de los que queda en la sala, el
señor Ferro, parece un osito; sus brazos son un felpudo marrón tirando a rojo. El otro tiene 29 años y sufre de
la columna; me entero de toda su historia porque es de lo único que sabe
hablar, pobre. La viejita sentada a mi derecha, la misma que no le dejó la
cartera a su marido “porque acá está el peine, por si lo preciso”, mira mis
zapatones de papel y me copia el modelo de atado con moño en la parte de atrás,
que le parece más chic. Al fin me llaman y parto acompañada por un enfermero
que parece que está en su primer día porque las compañeras le explican cada etapa del protocolo para el ingreso de las víctimas
propiciatorias a la sala de operaciones.
Soy la primera paciente de la tarde; el doctor Areosa
se lava los brazos durante hora y media, más o menos, mientras me acuestan en
la camilla y el enfermero novato pregunta si es necesario atarme las piernas,
con lo que mi nivel de estrés sufre un salto importante, que desciende ante la
pronta negativa de la nurse. Me ponen un pegotín en la pantorrilla que
servirá para identificarme como fiambre en caso de necesidad, me imagino. Mueven
acercándolo a mi cabeza el aparato cuadrado de las luces que hasta ahora
solo había visto en las películas y me inunda el resplandor. ¿Será así la subida
al cielo?
_ Ahora cierre fuerte los ojos, que le vamos a
pasar alcohol por la cara. A ver… Un poco más. Siga cerrando. Avise si le arden
los ojos.
_ Me arden.
_ Enfermera, una gasita con suero para los ojos
de la señora.
La señora casi se emborracha con el olor a
alcohol, pero sobrevive:
_ Vo’, Areosha, ¿somo’ amigo o no shomo’ amigo?
Un algo se apoya en mi frente. Había llegado el
terrible momento del pinchazo o cortazo inicial.
_ Mire que esto es solo un lápiz, ¿eh?_ aclara Areosa,
que capta mi preocupación.
Preocupación inútil, porque al fin y
al cabo no sentí nada de nada: ni el pinchazo de la anestesia, ni el corte, ni
la costura, nada de dolor ni sensación, salvo un poquito de asco escuchar
sus deliciosas charlas sobre un accidentado del día anterior cuya pierna parecía
un libro abierto de anatomía por lo escalpada que estaba desde la ingle al talón
y otras delicatessen ideales para el que está siendo tajeado y cosido. En
cierto momento sentí que me ponían una curita en la frente, y listo.
El lunar de toda la vida, cuyo crecimiento me estaba empezando a preocupar, no estaba más.
El lunar de toda la vida, cuyo crecimiento me estaba empezando a preocupar, no estaba más.
_ Ya se puede incorporar, despacio. No haga
fuerza ni se agache, en lo posible, y en una semana venga a verme.
La enfermera me guió hasta el baño,
donde al abrir la puerta casi sorprendo en paños más que menores a otro
paciente, hasta que quedó libre el espacio, me vestí y salí.
Un extravío cualquiera tiene en la vida, y más
en este Evangélico en obras, con albañiles por todos lados. Tras probar
tres o cuatro puertas y preguntarle por la salida al muchacho de la espalda
dolorida, al fin logro reencontrarme con el ascensor y salir a la vereda, al
aire libre, a la tarde de sol.
Por la calle me parece que todos me miran la
frente y se preguntan si será que me lastimó un chorro, si me habrá golpeado mi
pareja o si me caí por ahí, aunque capaz que son solo ideas mías y nadie nota
la prolija mancha blanca encima de mi ojo derecho. El 404 viene pronto y en veinte
minutos llego a casa. Roldana y Tania no entienden que no debo agacharme y me
ladillean hasta que al final con mil precauciones les doy el atún que reclaman
y acceden a dejarme en paz por un ratito.
He sobrevivido a mi primera operación.
Ojalá que sea la última, así me queda un buen
recuerdo de estas lides.
Toco madera.