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lunes, 26 de febrero de 2024

El naufragio de la Leopoldina






Sos un hombre, una mujer, un niño; probablemente un vasco que huía de la guerra y del hambre. Saliste de Bayona hacia Montevideo en plena primavera, el 2 abril de 1842. La partida debió ser mucho antes (la fecha prevista era el 20 de enero), por lo cual tuviste que sobrevivir en el pueblo durante semanas como mejor pudieras, cuidándote de los delincuentes y malgastando en alojamiento y comida una plata que creías destinada a solventar los primeras necesidades en tu lugar de destino. 

Fue bravo ese tiempo pero al fin pasó y pudiste subir a tu barco, con el alivio y los sueños pintados en la mirada. La Leopoldina Rosa era un bergantín de tres mástiles y 345 toneladas, de 32 metros de eslora y 9 de manga. Declaraba 265 pasajeros que al final resultaron pasar de los 300, aunque el número nunca dejará de ser impreciso. El capitán había hecho once viajes entre Uruguay y Francia, y los propietarios vivían en Montevideo. 

 

Vos te compraste el pasaje, en parte, porque era más barato que los de la competencia: 280 francos contra 300 o 325 de los otros. El capitán, de apellido Frappaz, era un hombre avezado en cuestiones de navegación, pese a sus jóvenes 37 años. También había un médico, un enfermero y dos ayudantes, sin contar con el resto de la tripulación. Es probable que la promesa de comer carne vacuna fresca dos veces por semana fuera lo que terminó de decidirte. 

El viaje hacia la América idealizada que te iba a traer paz y riquezas comenzó con un percance que entristeció a todo el mundo: cierto día, mientras esperaban condiciones favorables para la partida, algunos creyentes tomaron un bote para ir hasta tierra a escuchar una misa, pero a último momento (aunque la capacidad estaba colmada) se sumaron tres personas, con lo que la pequeña embarcación se terminó hundiendo y se cobró varias vidas. Pocos días después hubo cuatro jornadas bravísimas de tormenta en las que la Leopoldina demostró ser un buen barco, sorteando el mal momento sin mayores dificultades. Y se adentró (por fin) en el océano.

El viaje te resultó eterno, como todos los viajes en barco. Una ondulación infinita, un horizonte siempre igual y la misma gente transitando por los mismos pocos metros de los espacios comunes. Un par de meses después, cuando vos y los otros pasajeros hacía rato que habían empezado a sentir el rigor de los inviernos del Sur, vieron a lo lejos la costa uruguaya y se pusieron contentos. Fue en medio de esa alegría que llegó la sudestada. Estaban en la ensenada de Castillos, cerca de lo que hoy es la Barra de Valizas, cuando en mitad de la oscuridad sintieron un impacto y trataron de escudriñar entre las sombras para entender qué pasaba. Era una noche sin luna. A las cinco de la mañana, cuando por fin aclaró, no quedaba nadie durmiendo en la Leopoldina: como producto de los fuerte vientos el barco había encallado a 250 metros de la costa, en medio de una sucesión interminable de olas amenazantes. 

Miraste a tu alrededor: los pasajeros estaban aterrados, casi ninguno sabía nadar y los gritos empezaban a paralizar la sangre, pero no estaban tan lejos. El capitán Frappaz decidió enviar un bote con algunos hombres de la tripulación para llevar un cable hasta la playa que ayudara al rescate de los pasajeros: a los pocos minutos el bote zozobró, y los marineros apenas si pudieron volver a alcanzar la Leopoldina. Entonces hubo un cambio de estrategia y un hombre solo, un nadador, recibió la orden de ir a nado hasta la costa con una cuerda a la cintura, pero se rehusó. Y luego otro. Y un tercero. Algunos dicen que los que se negaron fueron cinco. Cuando consideraron que no iba a haber salida el segundo capitán y casi todos los tripulantes se tiraron al agua, abandonando infamemente al barco y los pasajeros a su suerte: “todos se salvaron, dejando a bordo al capitán, al teniente, al médico, al contramaestre, un aprendiz y un grumete, que permanecieron valerosamente en su puesto”, dice uno de los sobrevivientes en nota que publica el diario El Espectador, de Madrid, el 4 de octubre de 1842.

Los pasajeros que no sabían nadar, sin animarse a enfrentar el mar, se amontonaron en la popa, desde donde Frappaz trataba inútilmente de infundirles ánimo invocando una posible mejoría del tiempo y desactivación de la tormenta. Todavía les quedaba la chalupa, que difícilmente hubiera podido enfrentar la sudestada, pero hasta esta mínima sombra de esperanza se deshizo en mil pedazos cuando un golpe de viento la hizo trizas contra el barco. La situación era caótica, y sé que pensaste en tu familia allá lejos, en la amable primavera de Francia con aroma a estufa y pan casero. Ibas a morir entre las aguas de un mar que no era el tuyo, rodeado de desconocidos, gritando por tu vida. 
Mientras las escenas de dolor aumentaban en el barco, no era mucho mejor la situación de los que llegaban a la playa. Allí los que zafaban de las olas eran interceptados por un grupo de malandros (“gauchos”, dicen las viejas crónicas, agregando que eran una “raza inmunda y sanguinaria que recorre las costas, se apodera de los naufragios y comete los mayores excesos con los que caen entre sus manos”), que no vacilaban en mutilar un cadáver para robar anillos o caravanas, que arrasaban con todo y no tenían interés en salvar vidas. Salvo dos. Hubo un par de hombres que lograron detener el pillaje y ahuyentar a los ladrones, y todos los sobrevivientes les demostraron a partir de ese día su eterno agradecimiento: se llamaban Vicente Acosta y Natalio Molina.





 En el barco los pasajeros se abrazaban, no sabiendo si quedarse y confiar en la providencia, si arrojarse a las olas o enfrentar a los ladrones de la playa. A las cinco de la tarde un gran crujido fue el anuncio de lo peor: la popa comenzaba a  desfondarse. Y fue el desastre. Ya no había esperanza alguna: ni ayuda de tierra, ni barco que los rescatara. Solo esperar y (tal vez) rezar. Cada golpe de ola se llevaba a varios pasajeros, todos gritaban, pedían por sus hijos, sus esposos, alguien. Pero nada. Para entonces vos ya no los escuchabas, porque fuiste de los primeros arrebatados por las olas. 
Eras un hombre, una mujer, un niño. Nunca llegaste a la playa.
Era noche cerrada cuando el capitán se lanzó al agua, seguido al poco rato por el médico de a bordo, el doctor Duchesnois. Eran casi los últimos en lo que quedaba de la Leopoldina. Frappaz llegó a tocar tierra, y expiró. El médico logró salvarse gracias a la acción de un hombre de bien que lo enlazó como a un novillo y lo arrastró hasta la costa. Estaba desnudo, todo machucado y casi sin conocimiento, pero enseguida lo pusieron junto al fuego y empezó poco a poco a recobrarse. 
Los muertos de esa noche fueron 231. Los sobrevivientes siempre remarcaron la cobardía de los que los habían abandonado, porque de haber prestado su ayuda muchas vidas podrían haberse salvado.
Con el paso del tiempo los que se sobrevivieron fueron alojados en la casa de uno de los rescatistas hasta que pudieron retornar a Francia o ubicarse en la nueva tierra, cosa que algunos decidieron. Después se hizo un remate con las pocas cosas salvadas de la Leopoldina, se llevó a cabo una colecta y hasta un baile de beneficencia. Hubo infinitas discusiones sobre el buen o mal estado del barco, sobre la cantidad de pasajeros, sobre las malas decisiones de los tripulantes. En cuanto a los “gauchos” salteadores de la playa, nunca se inició una investigación ni hubo ningún acusado, al menos por la vía de las leyes (que de la conciencia de los otros uno nunca sabe). 





Fuentes: 
“Leopoldina Rosa”, de Arturo Lezama (descendiente de sobrevivientes).
“Leopoldina Rosa: una historia de hoy”, Museo Zumalacarregi
“El naufragio del Leopoldina Rosa y los gauchos sotretas”, de Alberto Moroy

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