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miércoles, 17 de mayo de 2023

De anillos y rosas




Yo no sé qué podría contar de la dictadura. 

A mí no me pasó nada.


Cuando tenía 6 años era 1973. La tele duraba pocas horas y nos íbamos a dormir temprano. Por la noche dos por tres había corridas al costado de mi casa de la calle Barros Arana: los pasos atravesaban nuestra quinta, pasaban por otro fondo que daba a Osvaldo Cruz y seguían hacia quién sabe dónde, corriendo entre árboles y sombras. Por la mañana mamá y la tía de al lado comentaban que era una suerte que los que venían a desalojar las fábricas no conocieran bien el barrio. 

_ Ellos no tienen idea de cómo son los fondos ni oyeron hablar nunca del pasillo.

_ El pasillo salvó a unos cuantos...

Cuando los desalojos de las curtiembres eran a la luz del día los obreros sabían desaparecer metiéndose por un pasaje de no más de un metro de ancho entre dos calles, un atajo que solo los del barrio conocíamos, disimulado entre rosales y ramas de transparente. Las rosas eran blancas, pequeñitas. A veces tenían espinas. 


A mis 9 hubo una tarde en que los mayores de la familia no dejaban de susurrar, pero yo tenía buen oído y sabía poner cara de no estar oyendo nada. 

_ Fue ayer. Por lo menos ahora saben dónde está y cuánto le dieron. 

_ ¡Pero qué macana! ¿Cuánto?

_ Dicen que le tocan ocho. Por lo menos ocho.

Mi abuela hablaba bajito; yo, acostumbrada a ver películas de cowboys en las tardes de sábado con mi viejo, en vez de “ocho” escuché “horca” y durante el resto de la tarde me esmeré para pescar más conversaciones poniendo cara de nada, hasta que alguien pronunció un poco más claro. Al tío le habían dado ocho años en un lugar misterioso pero con nombre lindo: “Libertad”.


No sé qué edad tendría, digamos que andaba por los 10 u 11. Caminaba una tarde con mi madre para hacer mandados cuando nos cruzó una camioneta verde donde dos o tres hombres iban a las risas. Cuando se fueron vimos que al pasar habían tirado un papel arrugado: era una carta. Un señor que estaba preso le escribía a su compañera, contaba cuánto la extrañaba y explicaba cómo había hecho el anillito que enviaba junto a la carta. 

_ Hijos de puta. –murmuró mi vieja. Y seguimos hacia al almacén de la otra cuadra.


Desfiles, muchos desfiles. En casa los pesos estaban contados, pero mi madre me compró guantes blancos cuando tuve que ir a la inauguración del monumento a la bandera. Nunca más escuchamos Los Olimareños. El subdirector de mi escuela, que era muy bueno y siempre sonreía, dejó de ir de un día para el otro. La maestra me quería decir cosas, pero no sabía bien cómo. Después entré al liceo y en segundo año la profesora de Educación Moral y Cívica dedicó una clase entera a explicarnos por qué nuestros padres tenían que votar por el Sí en el plebiscito del 80´. Mis viejos no me dejaron juntarme con los compañeros de la clase para despedir el año con una merienda compartida en el Parque de los Aliados. Tenían miedo. 


A los 17 estaba en sexto. 

_ Va a ser en el patio, el recreo que viene- me dijeron.

El acto no duró mucho; ni siquiera faltamos a la siguiente clase. Hicimos un minuto de silencio por los mártires estudiantiles, depositamos un ramo de rosas al pie del busto a Artigas y cantamos el himno con un nudo en la garganta, un 14 de agosto de 1984. 

Éramos cuarenta estudiantes y cinco o seis docentes, observados en silencio por los dos porteros que controlaban todo desde la puerta de Eduardo Acevedo. A los pocos días el IAVA era sacudido por la noticia: cuatro de nuestros profesores acababan de ser sumariados y retirados de sus cargos por entonar el himno con nosotros. 

La de Literatura y los dos de Física eran del gremio de profesores. La de Italiano no, y ni siquiera había cantado.

_ La vida me trajo muchos disgustos, y la verdad es que ya no tengo ganas de cantar, nunca- dijo en la última clase al despedirse. 

Unos meses después hubo elecciones.


Yo no sé qué podría contar de la dictadura. 

A mí no me pasó nada.


Tres años más tarde, ya en democracia y como estudiante del IPA, iba a una marcha por los desaparecidos cuando una señora que venía en el 103 me tocó el brazo y dijo: 

_ Disculpame, ¿te puedo hacer una pregunta? Ese muchacho de la foto en tu carpeta, ¿no es Líber Arce?

Miré el viejo pegotín del CEIPA y dije: 

_ Sí. 

_ Yo fui una de las enfermeras que lo recibió cuando lo lastimaron, ¿sabés? Fue horrible. Hicimos todo lo posible pero no pudimos. No pudimos.

Y se le llenaron los ojos de lágrimas. 

A nuestro alrededor todas las voces se habían apagado de repente; el 103 se volvió él mismo una Marcha del Silencio. 

El pasado no era tal. 

El dolor seguía intacto.


Igual que la memoria.


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