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sábado, 24 de julio de 2021

4 historias invernales


1.

El 103 de la tardecita vino a medio llenar. Yo iba parada junto a la puerta del fondo frente a dos chicas que eran estudiantes de un liceo público, aunque su conversación no trataba de profesores, otras amigas o algún compañero que les gustara. Hablaban de viajes: una de ellas había estado en Brasil hacía poco y la otra expresaba su deseo de conocer Bariloche.

_ Pasa que mi viejo me tiene que firmar el permiso de menor, y como no me hablo...

_Sí, es una transa. Yo al mío no lo veía hacía años. Tuve que irlo a buscar al trabajo, porque ni el número tenía, y resulta que lo habían mandado al seguro de paro y yo no sabía dónde encontrarlo para que me firmara los papeles.

_ Yo al mío además que no me hablo lo tengo en España. Si espero que le llegue una carta y después que me conteste y me firme el permiso me vuelvo vieja. Literalmente: me vuelvo vieja. 

_ Sí... Yo al mío al final lo encontré y me firmó, pero fue re difícil ubicarlo. Bueno, che, me bajo. Ta mañana. 

_ Chau.

Tres paradas escuché su diálogo, solo tres paradas. Después de bajar del 103 caminé mis dos cuadras pensando en esas gurisas tan serias, tan maduras, tan cascoteadas por el desamor y el abandono que ni se daban cuenta de que el problema iba mucho más allá de una firma en un papel. O quizá sí, quizás se daban perfecta cuenta y la ilusa era yo que no captaba sus maniobras de aparente olvido para gambetear una ausencia grande como una frontera.

Llegué a casa y me distraje con la perrita vieja de la cooperativa, que me siguió en silencio como una sombra más entre las sombras. Le di algo de comida y ambas sentimos por un par de minutos algo así como un poquito de calor mientras a nuestro alrededor terminaba de caer la noche. Iba a ser una noche larga, como todas las del medio del invierno.



2.

Eran las cuatro o cinco de la tarde. Yo estaba joggineada y empantuflada, trabajando en la computadora y con vistas a desplomarme de sueño a la primera oportunidad, cuando una persona desconocida me mandó un mensaje. Era una profesora del liceo 58 invitándome a un homenaje de entre casa que le iban a hacer a Vanessa, su ex alumna, de la que fui profesora en tercero en el liceo 19 y con quien me he encontrado y reencontrado a lo largo de todos estos años. 

El motivo era la publicación de una antología de poetas jóvenes en Buenos Aires que la incluye entre sus voces, o tal vez también el fin del ciclo liceal en el Nocturno, o quizá fue simplemente el deseo de celebrar una vida luminosa que se nos cruza en el camino, vaya una a saber. 

La invitación era para hoy, y la premisa básica era la discreción, porque la cosa iba en tren sorpresa. Salí del cansancio, de la pantuflez, de la cara lavada y los pelos atados en lo alto de la cabeza, y fui. Ya al bajar del 103 encontré a Fernando, a quien había convocado (en un rapto de lucidez) porque estuvo en el mismo tercero que Vanessa y sabía que siguen siendo amigos. Él venía con el tiempo justo de sus dos horas puente como profe de Química en el 37. Mirá vos mis alumnos... 

Cuando Vanessa llegó ya los organizadores del encuentro habían decorado la biblioteca del liceo con carteles, libros y globos de colores además de tener pronto el café, una torta con dulce de leche y otra, la especial, que atentaba contra cualquier intento de dieta en una fría noche de julio. El director, sus profesores, sus compañeros y amigos leímos sus poemas, le hicimos preguntas, charlamos, le dimos una placa de bronce y le deseamos la mejor de las suertes ahora y siempre. 

El liceo 58 (como antes el 19) es una gran familia. 

Salí pasadas las diez en medio de la niebla y la soledad difuminada de Camino Maldonado pero no importaba nada, porque esta noche había recibido luz suficiente como para alumbrar un montón de mañanas. 

Cosas que la prensa no te cuenta. 

Qué raro, ¿no?


3.

El señor tiene una hermosa piel casi sin arrugas, pero el cabello totalmente blanco y la expresión de su cara indican que hace rato que pasó los setenta. Viene muy derechito en su asiento junto al mío. Cuando pasa un muchacho vendiendo maní con chocolate le pide un paquete con un mínimo movimiento de la mano. Tiene que pararse para rescatar algunas monedas del fondo de su bolsillo; a continuación vuelve a sentarse y extiende la palma de la mano ofreciendo tres monedas de a cinco relucientes. 

El vendedor espera, confundido.

_ Son veinte pesos, señor. 

El viejo lo mira, contempla las monedas y no dice nada. Toma con la otra mano una de ellas y observa, interrogativo, al vendedor. 

_ Esa es de cinco- aclara el muchacho, y de reojo confirmo que es verdad - Ahí tiene quince. Faltan cinco. 

El hombre sonríe y se queda en silencio hasta que parece comprender y agrega una moneda. 

_ Perfecto. Ahora sí. Muchas gracias, caballero. Que tenga un buen día.-saluda el vendedor antes de bajarse. Esta ha sido su única venta.

Aparentemente vuelvo a zambullirme en el libro que vengo leyendo, pero en realidad quedo atenta a los sonidos que comienzan a llegar desde el asiento de al lado, donde el viejito trata inútilmente de abrir la bolsita de nylon que acaba de comprar. Una de esas bolsas que vienen selladas como si contuvieran un virus: intenta meter las uñas, hacer fuerza con los dedos de las dos manos, pero nada. La bolsita acorazada resiste todo intento de acceder al contenido. Comienzo a pensar si debo ofrecerle ayuda, pero no estoy segura de si lo tomaría bien, y además nadie me asegura que yo sí sea capaz de abrirla. El veterano opta, al final, por lo mismo que haría cualquier persona de bien: le mete un dedo a la fuerza, con lo cual logra vencer la férrea resistencia del nylon y generar un camino hacia el chocolate, que comienza a comer con evidente satisfacción. 

No sé si acabo de ver una escena del presente del Cele o del futuro de Mariela, pero por las dudas elijo deslindarme del tema y volver a mi libro durante el resto del viaje. Igual yo no compro maní con chocolate en el ómnibus porque prefiero los de Tienda Inglesa. Los que vienen en cajita.


4. 

Ayer fue un día largo y productivo; sobre todo largo. Estaba en casa, cercana a la medianoche y a punto de entregarme al sueño reparador implorado por mi organismo desfalleciente, cuando me cayó este mensaje: 

"Un dato importante, Donde sale san josé esq martínez trueba se incendió una librería, hay una volqueta llena de libros". 

Quien lo enviaba, estudiante de uno de mis grupos del IAVA, agregaba que su padre le había llevado de la volqueta solo un libro de Inglés pero había más, MUCHOS más esperando ser adoptados por un alma caritativa con poco sentido del olfato.

Había que hacer algo. Dado que hoy entraba a las ocho menos veinte de la mañana mi cerebro (o lo que quedaba de él) empezó desde que leyó el mensaje a trazar complejos planes que más o menos se resumían en esto:

Visto: que esos libros van a durar poco en la volqueta.

Considerando: que los quiero.

Resuelvo: levantarme media hora antes y pasar por el lugar antes de la primera hora de clase en el IAVA.

Comuníquese, publíquese, etc. 

Pero el inconsciente no sabe de resoluciones tomadas a la medianoche, así que me dormí, llegué en hora a la clase y recién pude pasar por el lugar al mediodía. 

No había una volqueta con libros: había dos. La mayor parte de los libros en ellas estaban húmedos por la acción de los bomberos, tiznados o sucios por el incendio. De todos modos anduve mirando lo que había, junto a dos o tres personas que tímidamente revisaban las estanterías del Shopping On Fire (o más bien Post Fire).

Tres hombres que andaban cartoneando nos dijeron a una chica y a mí que quizá mejor debiéramos preguntar qué había para llevar a los obreros que estaban adentro de la librería, pero no nos animamos, hasta que uno de ellos se asomó y pegó el grito:

_¡Jefe! Acá las muchachas quieren saber si hay alguna cosa que se puedan llevar de la librería, algo que no esté en muy mal estado.

_ Bueno..._ contestó alguien desde adentro_ Si nos hacen una fuercita para la Coca Cola puede ser que haya algo.

_ Si entrás vos yo entro._ susurró la otra chica. Y nos metimos. 

Por la módica suma de $50 de colaboración con el almuerzo de los obreros me terminé trayendo libros tan pero tan útiles como uno de ejercicios de inglés, otro con recetas para hipertensos y tres de cocina, de esos en que no conocés la mitad de los ingredientes pero quizá algún día en una de esas quién te dice.

Después de todo el móvil no era la ganancia sino la aventura, así que cuando volví al liceo para dar el resto de las horas de la jornada iba de lo más contenta mientras los libros rescatados trataban de disimular su olor a humo desde el relativo aislamiento de una bolsa de supermercado.

Y eso fue todo.


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