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sábado, 23 de enero de 2021

Luz verde




Hay personas que se instalan en nuestra vida tan de a poquito que es difícil ubicar el comienzo. Una intenta recordar el momento preciso en que las conoció pero choca con un banco de niebla espesa, que es en lo que se convierte la memoria cuando se niega a entregarnos las claves y los datos. Igual no sé por qué digo esto, porque no fue lo que me sucedió con Marcelo: tengo tan clara en la retina la primera vez que lo vi como la última. Tal vez más aquella que esta. No lo sé.

Fue al inicio de los ochenta. Hacía poco más de un mes que nos habíamos mudado a la cooperativa cuando entre los adolescentes del barrio se instauró el ritual de juntarnos en el salón comunal. Nos reuníamos a eso de las ocho o las nueve, jugábamos a las cartas, charlábamos, compartíamos las impresiones que nos causaban las nuevas familias que aparecían por el barrio. La cooperativa tenía doscientas casas y en las primeras semanas sus calles –aún de tierra- estaban durante todas las horas del día pobladas de camiones de mudanzas. Aquello era un hormiguero de personas que cargaban cajas y muebles. Las noches del SUM también daban para llenar horas de amistad, para iniciar las miradas de un posible romance, para establecer alianzas y oposiciones. La primera vez fui de la mano (en sentido metafórico) de un chico del barrio cuya madre (amiga de la mía) conminó a pasar por mí una noche de febrero para consumar mi presentación en sociedad. Yo tenía 15 años, era más o menos sociable y la tribu del SUM no resultaba especialmente selectiva: pronto me aceptaron como integrante con plenos poderes y no tuve mayores inconvenientes, salvo cuando mi padre se puso firme con aquello de que “no podés llegar todos los días a la medianoche” (que era la hora de cierre del salón comunal). El Cele me dio a elegir entre ir dos veces por semana hasta las doce o todos los días hasta las diez, opción esta última que acepté, no sin las quejas de rigor por su flagrante abuso de autoridad paterna.

Con el paso el tiempo los jóvenes de la cooperativa empezamos a pensar que aquella cofradía daba para mayores emprendimientos que las noches de cartas, canciones y miradas, y empezamos a planear un campamento. Quedaba poco del verano cuando pudimos concretarlo: íbamos a ir por tres días de marzo a La Floresta, con tres matrimonios jóvenes que garantizarían el consentimiento paterno sin complicarnos la vida.

Al llegar la mañana del viaje casi todos estábamos ya subidos en la caja del camión de la cooperativa cuando alguien pasó a saludar a su hermana antes de la partida, y yo quedé conmocionada ante la intensa luz de unos ojos verdes.

_ ¿Por qué no venís con nosotros, Marce? -preguntó alguien, a lo que él respondió con su voz grave de hombre de 18 años:

_ No, no puedo: tengo que laburar. Después me cuentan.

Esa fue la primera vez que lo vi, el día de la partida al campamento. El mismo campamento donde José Luis se tiró un clavado al arroyo en una parte con medio metro de profundidad, donde casi morimos de hambre por imprevisiones y por echarle tres veces sal al arroz, donde una tarde dejamos de hacer pie en la playa y tuvieron que venir los mejores nadadores del grupo a sacarnos uno por uno, donde en la guerrilla de agua terminé llenando de arañazos al flaco Esteban y donde me hice amiga del Cacho, el mismo Cacho que un año después le iba a robar el auto a mi novio Juan de enfrente a casa, a media cuadra de la suya. Fue un muy buen campamento.

Después del paseo la patota del salón comunal no duró mucho: quizás unos seis meses, hasta que la cooperativa empezó a trancarnos los encuentros cerrando temprano el salón o usándolo para las reuniones del Consejo Directivo. Dejamos de ir al SUM pero algunos de nosotros continuamos viéndonos en lo de la vieja Luisa, que vivía en la esquina en una casa de cuatro dormitorios llena de hijos propios y ajenos, tirana de todos en lo que a la limpieza refiere y gran jugadora de conga por plata. En torno a la mesa circular de su cocina nunca faltábamos varios de los gurises del barrio más alguno de sus hijos, con lo que las reuniones nocturnas siempre eran multitudinarias. Allí Marcelo y yo nos hicimos amigos. Nos gustaba jugar a las cartas, resolver crucigramas y reírnos de todo, como todos. “Una vez estuve horas buscando la definición para losa pequeña, horas, ¿y sabés qué era? ¡Losita!”

Con el paso del tiempo la vida nos fue alejando de la casa de la vieja Luisa. Él y yo a veces charlábamos de pasada, pero nuestros caminos iban tomando distintos rumbos, aunque por un tiempo coincidimos fugazmente en el IPA haciendo Literatura. Nunca llegó a terminarla. De Historia cursó algo más, no demasiado. Lo suyo era el dibujo. En la época de las noches en el SUM Marcelo dos por tres nos deslumbraba con sus caricaturas de alguno de nosotros o de los viejos de la cooperativa. Sus dibujos tenían alma. Parecían moverse sobre las hojas de cuadernola que iba regalando a uno o a otro. Ese camino lo llevó a la animación, en los tiempos en que todo se hacía a mano y no en una pantalla. Estuve años sin verlo, hasta que supe que andaba trabajando en otro país. Después volvió y fundó su propia familia. Yo también me había ido del barrio pero a veces coincidíamos en la cooperativa con él y con el flaco Esteban –que nunca se había mudado- y pasábamos un rato charlando de la vida y recordando los tiempos del SUM y los partidos de conga en casa de la vieja Luisa.

Hubo un tiempo en que él volvió a lo de los padres. Por unos meses se instaló en su viejo cuarto del piso de arriba y yo me acostumbré a levantar la mirada cada vez que volvía tarde por la noche, solo para cruzar una sonrisa y un gesto de saludo de ventana a vereda. Marcelo seguía teniendo los ojos más lindos del mundo, aunque entre el cigarro y el correr de los años su rostro comenzaba poco a poco a acusar recibo del paso del tiempo. Después se reconcilió con la mujer y yo dejé de ver encendida la luz de su ventana.

Hace más o menos un año de la última vez que lo vi. Me costó reconocerlo. Estaba gordo y desmejorado, respiraba con dificultad y el tabaco se lo estaba comiendo, pero la mirada seguía siendo fuerte y luminosa.

_ ¿Hubo alguna novedad en el barrio mientras estuve de vacaciones? –le pregunté hace un rato a mi amigo Danilo mientras compartíamos una torta y un agua saborizada en el bar de la cooperativa, y él me contó que hace unos días el coronavirus se había llevado al dibujante, a ese que en un tiempo había vivido enfrente de su casa.

_Parece que él no era muy grande pero tenía EPOC y no pudo defenderse. –agregó mi amigo, que hace solo tres años que vive en el barrio y nada sabe de las historias del campamento, de las noches en el salón comunal o de la casa de la vieja Luisa.

Terminé el último trago del agua con gusto a pomelo, pedimos la cuenta y me despedí de mi amigo sin mirar a la vereda de enfrente, donde en la casa de la esquina la luz del cuarto de arriba acababa de apagarse para siempre.




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