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domingo, 28 de junio de 2020

Historias desde la cuarentena: 49. Antonio Banderas



Él no era muy alto, tenía seis años más que yo y una voz extraña y disfónica, pero a mí me gustaba. Cuando nos conocimos usaba el pelo largo, estaba bronceado como quien no tiene trabajo fijo y se pasaba el verano entero garroneando ranchos de amigos en Valizas. Le decíamos Antonio Banderas.

Ese era mi primer verano como dueña del rancho más lindo del pueblo, que funcionó en la temporada como asilo provisorio para cuanto bellasartense anduviera suelto desde fines de diciembre hasta pasado el carnaval.

Antonio Banderas y yo tuvimos una historia linda, que no estuvo destinada a durar pero que tampoco terminaba de terminarse. No había motivos. Yo en ese verano venía de un romance eterno que duró cinco días con un porteño al que le llevaba varios años, y él tenía desde siempre un amor esporádico en Paraná, así que ninguno de los dos andaba en busca de pareja. Nos llevábamos bien, él era divertido, simpático, buen cocinero y mejor amante. En un par de meses ya habíamos conocido a nuestras familias y amigos, pasamos semanas de convivencia en el rancho, adoptamos perros pasajeros, fuimos a recitales en el Cabo y a paseos por el día a Punta del Diablo. Jugamos interminablemente a las cartas, nos ensopamos con diluvios varios, caminamos por la ensenada, juntamos estrellas de mar.

Terminada la semana de turismo volvimos juntos a Montevideo y nos quedamos una noche en mi casa, aprovechando que mis viejos andaban de viaje por Cerro Largo. Al día siguiente remoloneamos hasta que la mañana se hizo tarde. Serían las dos o las tres cuando accedí a levantarme, porque tenía que atender el teléfono, que no era inalámbrico y estaba en el piso de abajo.

Al descolgar hubo un par de segundos de silencio, seguidos de una risa apenas audible. No tuve que preguntar quién era: al amor se lo reconoce antes de que aparezcan las palabras. Digamos que se llamaba Álvaro (solo porque no conozco a ningún Álvaro), y digamos que ante el sonido de su voz se me aflojaron las piernas, me olvidé del tiempo y del espacio. Charlé largo rato tirada en el sillón, sin preocuparme por mi amigo en el piso de arriba, porque los dos habíamos acordado que nuestra historia no admitía exclusividades.

Cuando colgué Antonio Banderas bajaba la escalera, ya vestido y pronto para irse.

_ ¿Por qué te vas? Quedate a comer.

_ No puedo. –me dijo, triste- No sabés: atendiste el teléfono y en un segundo te cambió la voz. Eras otra. Yo no voy a competir; es imposible.

Y se fue.

Después de eso volvimos a salir un par de veces, la verdad, pero ya no fue lo mismo. Algo se había roto. Nuestra amistad con derechos funcionó mientras los otros no eran más que nombres o rostros hipotéticos, abstractos, intangibles, pero Álvaro no tenía nada de hipotético, de abstracto ni (mucho menos) de intangible.

No sé por qué me vino hoy este recuerdo a la cabeza; creo que algo charlé ayer con mis amigas que me llevó a Valizas, al rancho y al verano de los perros fugaces, los recitales en el Cabo y las estrellas de mar.

La vida tiene extraños caminos. Igual que la memoria.

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