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jueves, 21 de noviembre de 2019

Movimiento





Mi canción es dispersa y accidentada. Tiene maullidos de gatos por las mañanas y reclamos de madre día por medio. Como sonido de fondo, el ronroneo bajito de la computadora. Mi canción cambia todo el tiempo; no tiene continuidad de entonaciones. Me cuesta seguirla, es difícil, pero si dejo de oírla siento que pierdo el ritmo y me silencio, resbalo hacia un pozo oscuro sin orillas, muy abajo y muy negro. En algún momento aparece una nota conocida. Me aferro a ella, vuelvo a subir y me relajo. En mi canción a veces hay palabras de amor, casi nunca llantos. Verso por medio los acordes estallan y tienen ganas de gritar hasta el límite del tiempo y más allá. Hay puños cerrados y ojos heridos, las palabras enrojecen, se agrandan, se estampan en el cielo y en la tierra, se hacen pared, libro, huella. Otros días, en cambio, voy por la vida tarareando al compás del romper de las olas por la mañana y de la crepitación de la leña por las noches. Son los días felices, los de entre tormentas, los de pájaros y abejas, los del café recién hecho y las hojas de los libros sin apuro. Mi canción también tiene lugar para las voces. Roncas, agudas, estridentes. Algunas no se escuchan, pero están. Otras suenan fuerte, aunque nadie las entienda. Los motivos van y vienen, pero nada se repite, nunca. Mi canción es bocina, guitarra, viento, sangre, latido. En un momento signo de exclamación y al segundo puntos suspensivos. Un acorde ondulante, indefinido, que me lleva al silencio final, agazapado.

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