Tarde de domingo
_ “En trámite de habilitación”.
_ ¿No está habilitado?
_ En trámite. Eso dice el cartel ahí abajo, con letra chiquita.
Padre e hija cruzamos el amplio y descuidado jardín de la
entrada y tocamos el timbre junto a una reja cerrada con fuerte candado.
Pasaron dos de minutos. Una mujer asomó por la puerta del costado.
_ ¿Sí?
_ Venimos a ver a una interna.
_ Adelante.
Ingresamos a la residencial de ancianos por la habitación
delantera, que suponíamos sería el living, pero resultó ser
dormitorio. Cuatro viejitos acostados en camas que ocupaban casi todo el
espacio elevaron hasta nosotros sus miradas vidriosas y ausentes, pero no nos
detuvimos. Musitamos un saludo general con cierta culpa de intruso involuntario
y seguimos a la mujer, que avanzaba en silencio. Al final de la casa (que supo
ser en su tiempo orgullosa mansión y ahora es a la vez residencial en el frente
e iglesia carismática en el fondo) encontramos la sala de estar, presidida por
una enorme mesa y un televisor plasma colgando de una de las paredes. Cuatro
ancianos en diversos grados de decadencia se encontraban sentados ante la mesa,
otros dos en sendas sillas contra la pared opuesta, al costado, y tres en un
enorme sillón, el más cercano al televisor y la película épica que nadie miraba. Dos más, dos mujeres, ocupaban un par de
sillas que oficiaban de prolongación visual del sillón, contra la pared que lindaba
con la cocina.
Los miré uno por uno. No encontré una expresión levemente lúcida. Ni
una. Los más estaban con la mirada perdida, uno repetía sin cesar una frase
ininteligible y mi tía canturreaba bajito una tonada sin palabras. La miré. En
dos años que hace que no la veía pareció haber envejecido veinte, y debió haberse
caído, a juzgar por una herida vendada en el costado de la cabeza, justo en el
mismo lugar donde mi abuela se lastimó, trabajando en su jardín, un fin de año
de hace tanto tiempo, el día antes de morir.
Mientras mi padre se le acercó, le tomó la mano y le habló
un rato largo, yo decidí que había llegado a mi límite y me retiré a un costado
tratando de ser invisible. Pero no lo logré. Primero fue la mujer de la casa,
una de las dos empleadas que andaban de acá para allá trajinando con sábanas y
cacharros de cocina:
_ ¿Es el hermano?
_ Sí.
_ Me pareció. Es igualito.
Sí, y no sabés cuánto, pensé, mientras trataba de no
enumerar en mi cabeza las señales de que mi viejo se iba de a poquito y no tan
lentamente enderezando hacia el camino que varios de sus hermanos ya habían
recorrido. En ese momento una de las viejas pareció salir de su letargo y de
pronto me dirigió la palabra.
_ ¿Ese niño es suyo?
Supuse que se referiría a un chiquilín que estaba jugando en
el jardín, y que debía ser hijo de las cuidadoras.
_ No. No es.
_ Ah, ¿no es hijo suyo?
_ No.
_ Dios se lo conserve. La felicito, es precioso.
Y se embarcó en una compleja historia de familias, delitos y
enfermedades, de la que pude sacar muy poco en limpio. Mientras me la contaba
de vez en cuando miraba a la viejita que tenía al lado y me hacía gestos de que
estaba loca y la tenía cansada, mientras la aludida permanecía viendo el vacío
sin expresión alguna. Comencé a preguntarme si estarían todos medicados. Yo he
visto miles de viejitos al aire libre. Enojones, frustrados, malhumorados o
alegres y dicharacheros, pero era raro que justo diez o doce locos se hubieran
dado cita en esa habitación, como esperando la muerte o el remedio. Lo que llegara
primero.
_ Ahora no te me vayas a caer vos- Fue lo primero que le
dije a mi padre cuando volvimos a respirar el aire puro de la tarde bajo el sol
de agosto, camino a casa.
_ No. Yo soy más fuerte de lo que parece.
_ Yo la verdad es que antes de llegar a esto preferiría
juntarme un montón de pastillas e irme de una vez- No pude evitar pensar en voz
alta.
_ Sí, pero lo malo es que para cuando quieras ya no va a
poder.-sentenció mi viejo, que a veces me asombra con su lucidez.
A veces.
A veces.
Seguimos caminando, charlando de temas inofensivos, mientras
una parte de mi cerebro se obstinaba en recordarme el momento en que vimos a la
tía sentada en el sillón y mi padre trató de hablar con ella.
_ Hola, ¿sabés quién soy? Soy tu hermano. Y ella – dijo,
señalándome- es Inés.
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