MAÑANA DE DOMINGO
Una vez tuve que trabajar en un censo, y no fue fácil.
Yo tenía veintipico de años y me tocó cubrir una zona
bastante pauperizada de mi barrio: media cuadra por una calle hasta el comienzo
de un cantegril pequeñito, de una cuadra, que no me tocaba, y luego un trayecto
similar por la paralela a la primera.
Comencé el censo con una incursión por la clase alta, porque
los primeros encuestados eran los dueños de una curtiembre, que vivían en una
hermosa casa al costado de la misma, donde mi tía Esther hacía limpiezas y
donde había vivido un chiquilín de nuestra edad por el que se le iban los ojos
a una de mis primas durante años y años, hasta que dejamos de verlo. Debe
haberse mudado.
Hasta ahí, todo bien. Una amena charla con los integrantes
de la familia, que me invitaron con refresco y se compadecieron de mi labor,
aunque a mí recorrer unas cuantas
viviendas y hacer algunas preguntas no me parecía una tarea muy difícil que
digamos.
La media cuadra desde la curtiembre hasta el inicio del
cantegril tenía pocas casitas habitadas; todos fueron amables y de respuesta
fácil a las muchas hojas del cuestionario de marras. Luego crucé el cantegril
(que no sé a quién le había tocado) y empecé mi labor encuestadora por la otra
calle.
Ahí se me complicaron un poco las cosas. No porque nadie me
agrediera ni me mirara mal, al contrario. Es que el alma se me empezó a caer a
pedacitos y no había forma de juntarlos y tapar los agujeros.
La primera casa en la que entré era un rejunte de
habitaciones ensambladas con cualquier material y amontonadas seguramente a
fuerza de ir agrandando la familia y meterse cada uno donde pudo y como fuera.
Todos (incluyendo los perros) se reunieron alrededor de una mesa y con una gran
dignidad me fueron respondiendo a cada pregunta, hasta un viejito de camisilla blanca
y pantalones subidos hasta las axilas que a juzgar por la pinta debería pasar
los cien años, aunque tenía muchos menos. Lo que me mató en esa ocasión fue que
todos coincidieron en que menos mal que no me había tocado trabajar en el
cantegril sino en una zona buena, porque allí había mucha pobreza y quién sabe
si no me pasaba algo… El cantegril que quedaba a escasos cuatro metros de su
puerta, con casitas iguales a las de ellos y también con viejitos centenarios,
perros pulguientos y personas subsistiendo como mejor se pudiera, pero es que
ellos estaban sobre la calle y sobre la calle ya es otra cosa, ¿viste?
En fin.
En la siguiente vivienda, en una habitación del fondo, vivía
una chica con un enjambre de hijos, diría Martín Fierro. Me impresionó que
cuando le pregunté (como parte de la rutina del censo) si había tenido alguno
que hubiese muerto me dijo que sí, uno. Salimos de la zona de dolor a otra más
neutra, la parte laboral:
_ ¿Trabajás?
_ Nooo… Antes, cuando era joven, sí, trabajaba, pero ahora
ya no.
23 años, tenía la gurisa. Era menor que yo, que andaba por
los 25, pero ya no era joven, según ella. Lo había sido.
Salí de ahí con un nudo en el estómago, pero me aguanté las
ganas de llorar, porque el censo debía continuar.
Fui a otra casa. Una familia con aire triste: viejos, niños,
mujer y un hombre de treinta y pico de años. La desolación en las caras de los
adultos era palpable. Traté de ser lo más amable y rápida posible, para no ser
otro problema más en un presente a todas luces complicado.
Le tocó el turno de ser preguntado al jefe de familia:
_ ¿Usted trabaja?
_ No. Es decir, trabajaba, pero esta semana me quedé sin
laburo. Estaba como albañil en la empresa de Fulano, pero redujeron personal y
terminé en la calle.
Yo no dije nada, pero tragué saliva y me aguanté la rabia: Fulano,
el dueño de la empresa, estaba justo en esa semana saliendo con una de mis
amigas, haciendo alarde de sus autos caros y su dinero a raudales, y aunque
nunca llegué a conocerlo, desde ese momento, viendo los ojos bajos de ese padre
de familia, me dieron ganas de esperarlo en la puerta de la casa de mi amiga un
día que hubieran salido y cagarlo a trompadas por agrandado, por insensible y
por un largo etc, en nombre de todas las familias destrozadas porque él
prefería gastar la guita impresionando minitas y no alimentando niños con
hambre y personas sin futuro.
Pero ese domingo mi rol era otro. Y seguí con el censo.
Caí en el hogar de dos viejitos que parecían estar a punto
de desmayarse si una los soplaba. El señor demoró horas en abrirme, de tantos
candados herrumbrados que tenía en el portón del frente. Él y su mujer vivían
como en campaña, de espaldas a la ciudad, con sus canteros de verduras, en
medio de la mayor austeridad y rodeados de montones de perros y gatos mimosos.
Adorables.
Por último me tocaba el local enorme y vacío de la textil del
barrio, una fábrica gigantesca que había cesado de producir en los años setenta
y que yo suponía absolutamente desierta, pero no, porque allí vivían una mujer
joven y su pequeña hija. Vivían en los espacios monstruosos y llenos de ecos de
la fábrica, no en una casita al costado, sino en las instalaciones mismas donde
otrora cientos de obreros se ganaban el jornal diario entre algodones y tintas
de tejidos. La mujer estaba aterrada ante la posibilidad de que alguien del
barrio llegara a enterarse de que vivía ahí, sola, y me hizo jurarle que nunca
diría nada a nadie. Hoy la fábrica es un depósito de no sé qué empresa, lo que
me exime de preocupaciones a la hora de escribir esto, pero durante décadas
mantuve mi palabra y no abrí la boca, tal como lo ordenaba la ley y el don de
gentes, la decencia, la prudencia y la solidaridad entre pares, que en este
barrio todos comprendemos lo que es el peligro y todos (y especialmente todas) sabemos
lo que es el miedo.
Terminé la jornada pasado el mediodía de ese domingo, llegué
a casa y me acosté sin almorzar: tenía el estómago revuelto de dolor y de
rabia. De impotencia.
Con el tiempo algunos de esos recuerdos se fueron
borroneando, pero a veces las imágenes me asaltan en patota y solo puedo
conjurar un poco la angustia pensando que desde entonces he hecho lo mejor que
puedo desde mi rol de docente para ayudar a los que necesitan desesperadamente
de la educación para no ser arrastrados por la corriente, para no ahogarse,
para vivir, además de existir.
Pero es una tristeza difícil de conjurar. Solo un poco, a
veces, de a ratos.
Y en eso estamos.
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