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martes, 7 de abril de 2015

MEDIO KILO DE EQUILIBRIO





Mi humanidad y yo avanzábamos con cierta dosis de cansancio y pereza por las calles del Cordón rumbo a Tres Cruces. Eran las cuatro de la tarde de un martes siete de abril pero ni hora ni fecha coincidían con el calor veraniego de la jornada, que nos llevaba a casi todos los que íbamos por Colonia a amontonarnos en la vereda de la sombra. Yo iba planificando tareas pendientes con una parte de mi cerebro mientras con la otra relojeaba disimuladamente lo que hacía un flaco parado en la esquina sin camisa, de bermudas, gorrito y bicicleta al lado. De pronto, unos metros antes del cruce, de un comercio me llegó el olor inconfundible a raciones de bichos a la vez que una cotorra desde adentro me martilló los oídos con un algo que quiso ser palabra pero murió en parloteo indescifrable. Recordé que Tania y Roldana estaban por quedarse sin comida y entré.
El señor canoso y veterano fue muy amable y me vendió medio kilo de Equilibrio para gatos adultos, el único que consigo, ya que parece que nadie tiene Equilibrio de felinos gerontes en esta bendita ciudad. La venta vino con explicaciones varias sobre la calidad del producto, la conveniencia de no mezclar alimentos de diferente tipo y otros asuntos de dudosa trascendencia a los que escuché con suma atención, no por el tema en sí sino por la voz del vendedor: un sonido de modulación impecable, con una resonancia limpia, impresionante. Parecía de radio. Y se lo dije.
_ ¡Qué buena voz que tenés!
Me miró encantado. Algo de orgullo empezó a perfilarse en lo que antes era pura cortesía.
_ Sí… Gracias. Es que yo antes me dedicaba a otros oficios, pero usted sabe cómo es esto.
_ ¿Trabajabas en la radio o eras cantante?
_ Mire, hice muchas cosas. En alguna época supe ser cantante; últimamente ya no cantaba, pero era acompañante. Con mi guitarra. ¿Ve esa guitarra que tengo ahí atrás?_ y señaló un instrumento prolijamente enfundado, con un cartelito al lado que decía “$2000”.
_ La traje yo mismo de España, en el año 1956, y ahora la tengo para vender porque la artrosis no me deja… _ y me mostró la mano, de movilidad aceptable para vendedor pero restringida para guitarrero_ Seis guitarras tenía; a las otras ya las he vendido. Yo iba al Prado.
_ ¡Ah! ¿Eras payador?_ lo interrumpí, mientras el libro de Bartolomé Hidalgo me empezaba a dar saltitos de contento desde adentro de la mochila, porque justo hoy me tocaba trabajar sobre uno de sus diálogos en el CERP. 
_ Sí, payador y cantor.
_ ¿Fuiste o sos? ¿Se deja de serlo?_ medio que le grité, porque intuí que andaba un poco duro del oído, aunque lo disimulaba bastante mejor que yo.
Y me contó lo que le pasaba: que tenía 79 años y a veces se le olvidaba lo que iba a decir, se quedaba en blanco en mitad de una frase y eso como payador no podía ser. Él necesitaba la palabra precisa, la nota adecuada, no podía andar diciendo cualquier cosa en el escenario. Yo le expliqué que a mí me pasaba lo mismo a los cuarenta y pico en las clases, pero no fue un gran consuelo. 
Si no podía cantar ni tocar la guitarra solo le restaba ser público, y eso no siempre era gratificante. Me dijo de un famoso payador uruguayo, Moreno, que vivió 40 años en Panamá y volvió en estos días a los ochenta años  a dar un recital en la Sala Zitarrosa, un sábado a las ocho de la noche. 
_ Éramos… No sé, seríamos dieciséis. Una vergüenza. 
Traté de explicarle que ahí capaz que fallaba la publicidad, pero para hacer publicidad hay que tener plata y esa barrera no se arregla con buena voluntad. 
_ El único programa de radio que se ocupa de nosotros es a las seis de la mañana y si uno no tiene auto no puede ni ir para una entrevista porque no es prudente salir de  noche a esta edad. Yo por ejemplo ya no me animo a ir vestido de gaucho a un espectáculo porque es peligroso andar con el cinto de plata y oro, no lo puedo llevar a ningún lado y para mí era un orgullo lucir las ropas de la tradición del payador. 
_ Pero en el Prado sí cantan todavía, ¿no?
_ En el Prado a veces tenemos el escenario Molina, que es el más chico de todos, pero no se puede competir con la música estridente de los otros. Le ponen a Luca Sugo al lado, y la payada necesita concentración, porque es un canto espontáneo, no es aprendido de antemano.
_ Igual viste que los gurises capaz que no saben de payadas pero sí de canto espontáneo, porque muchos de ellos improvisan lo que cantan.
_ En este país los jóvenes no saben nada de la tradición porque nadie les enseña. No es culpa de ellos. De Bartolomé Hidalgo, por ejemplo, solo conocen el monumento de cemento, ese, donde los 24 de agosto, el Día del Payador , nos reunimos un puñado de viejos a hacerle un homenaje.
Casi podía sentir cómo desde el libro los cielitos y los diálogos de Hidalgo estiraban sus bracitos para irse con él a homenajear al Cantor de la Patria Vieja. Están tan poco acostumbrados a encontrar amigos… Tenía que decirle.
_ Conozco el monumento y no es muy lindo. ¿Sabés que yo justo hoy iba a dar una clase sobre Bartolomé Hidalgo?
_ ¡Qué bueno! Es el iniciador de la poesía gauchesca. Un simple empleado del Cabildo y que hizo unos versos espléndidos.
_ Y terminó pobre como las ratas, vendiendo sus poemas en hojitas sueltas en Buenos Aires.
_ Es verdad. Tuberculoso, pobre, murió muy joven. Hoy nadie canta los Cielitos de Hidalgo. Cuando yo iba a la escuela la Directora, la doctora Cata (porque era doctora y además maestra, doña Cata) nos los enseñaba. Ahora eso se perdió, como todo lo que tiene que ver con el arte de los payadores.
_ Sí. Igual viste que de Martín Fierro se habla más, al menos. 
_ Bueno, pero, ¿quién era Hernández?
_ Un Senador.
_  Ahí tiene. 
_ ¿Vos tenés los Cielitos de Hidalgo? _ le pregunté, pensando regalarle mi libro si me decía que no, pero sí lo tenía, en la misma edición que yo: una barata, publicada por la Universidad de la República. 
Los poemas de mi libro se quedaron un poco más tranquilos al enterarse de que seguían viviendo en otros ojos más allá de las clases y la historia de la literatura, y yo decidí que ya era hora de ir marchando.
_ Bueno, me voy. Un gusto.
_ Para mí también. Disculpe que le di lata con mis cosas y la demoré.
_ No, al contario.
Y me fui con mi bolsa de Equilibrio en la mano, cantando bajito rumbo a la terminal. 
Ni siquiera me acordé de fijarme si el de la bici seguía al acecho en la esquina. Ya no era importante. 


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