7.15: Despierto con la
garganta ardiendo: esta alternancia de invierno y primavera no me hace bien.
7:16: Descubro horrorizada
que le estoy echando la culpa de mis nanas al tiempo al mejor estilo vieja. Tomo
nota de no andar repitiéndolo mucho, por si mis conocidos se avivan de que este
año entré de lleno a dicha categoría, o al menos al nivel sub-vieja, una
especie de precalentamiento en quejas y enfermedades varias cuya promoción al
siguiente peldaño del escalafón puede durar meses, años o décadas, según el
caso.
9.30: Ya desayuné. Ya limpié
el baño de las gatas. Ya tomé un café. Ya lavé un par de tazas. Ya me hice un
Capucchino. Ya le di atún a Roldana. Voy a tener que ponerme a hacer algo,
después de todo. Se me acabaron las excusas.
10:45: No, no se habían
acabado, y a esta hora aún no corregí nada, porque me enganché en la relectura
de un novelón del siglo XIX de 900 páginas y no hay quien me haga dejar la
pantalla y tomar la lapicera.
11.30: Me tengo que ir a
trabajar. Qué lástima, justo cuando iba a empezar a mirar los escritos fuera de
fecha que tengo arriba de la mesa.
11.50: Llego al liceo
cargando con una bolsa enorme de ropa usada, porque hoy hay un festival y venta
económica a beneficio de un chico que necesita una nueva prótesis. El Benedetti
está arreglado con carteles y hay un escenario y sillas dispuestas enfrente;
los conductores del evento serán alumnos de sexto y en el medio se rifará
una canasta de alimentos.
14:00: Llevo dos horas de
corregir, charlar y comer, refugiada en un salón con algunos compañeros que tampoco
quieren asistir en su totalidad al evento del festival..
14:30: Abandono los sociales
y me voy al patio del frente, donde escucho con los compañeros de Matemática un
par de canciones melódicas y hiphoperas. Mi garganta sigue doliendo y me
voy a las tres y poco. Dejo constancia de que si justo entonces fue anunciado
un grupo de salsa el hecho no pasa de ser mera coincidencia.
15.25: Mientras recorro las
góndolas del supermercado descubro a un morochito que me está mirando. Es re
dulce y sé que basta con que yo le haga un mínimo gesto para que se venga
conmigo hasta casa, y lo hago. Siempre lo he dicho: el brownie de chocolate es
lo único realmente tentador del Multiahorro.
15.35: Voy a comprar algo para
mi garganta en la farmacia pegada al super, y la encuentro cerrada. “La
muchacha debe estar haciendo mandados” me dice el guardia de seguridad, con la
serenidad de las afirmaciones cotidianas. Camino hasta otra farmacia, que
también se presenta cerrada y vacía, pero esta vez tiene un timbre en la reja
que limita la entrada de clientes. Lo toco e ipso facto se materializan tres
personas. “¿Te pongo una bolsita?” “No, gracias”. Y me voy con el paquete de
Di Neumobrón, prolijamente metido en una bolsa de
nylon.
15.50: A una cuadra de mi
casa siento una frenética carrera a mis espaldas y me doy vuelta justo a tiempo
para enfrentar el vendaval de mimos que me hace Isis cada vez que nos cruzamos
en la cooperativa.
16:50: Hace una hora que
estoy en casa, y esta crónica es la última excusa que pongo para no ponerme a
corregir otra vez, en este interminable ciclo de leer, releer, corregir,
pensar, desesperarme, volver a leer, etc. Habrá que poner manos a la obra.
Aunque Cumbres Borrascosas me está esperando, y después de todo, quién soy yo
para desairar a Miss Brontë?
¡Qué ganas de no hacer nada que me han entrado! Y eso que la protagonista de la crónica se pasó el día trabajando. Es lo malo de la mala conciencia, esa traidora.
ResponderEliminarUn abrazo.