Era casi mediodía cuando la Chola
escuchó ladrar los perros y asomó la cabeza por el ventanuco del rancho. El
desconocido se la quedó mirando y ella parpadeó.
_ ¿Qué pasa, m’hija? ¿Qué estás
mirando?_ le llegó desde el fondo la voz de la Nila, que estaba lavando ropa
en el latón azul al lado del pozo.
_ No sé… Un hombre._ contestó la
Chola mientras se despegaba de la ventana y corría a refugiarse detrás de las
polleras de la hermana mayor.
La Nila suspendió el lavado, se
secó las manos en el delantal floreado y asomó por el costado de las casas,
donde el desconocido aguardaba de pie con el sombrero en la mano. Viejo, el
sombrero. El hombre no tanto. Unos treinta o poco más. La cara le quedaba escondida detrás de unas matas de pelo rubio y mugriento porque era un
linyera, pero se veían detrás de las greñas unos ojos claros de mirada inquieta.
_ Buenas, doña. ¿Está su marido?
_ No, no está. Está en la chacra,
ahora viene. ¿Qué se le ofrece?_ preguntó la muchacha, sacando fuerzas de no
sabía dónde para que el susto no se le delatase demasiado en la mirada ni en la actitud. Por un momento pensó que se iba a hacer pichí pero por suerte la cosa
no pasó de un amague. Juntó bien las piernas, por las dudas, y se quedó mirando
al desconocido como si el miedo no le estuviera aflojando hasta el último hueso del cuerpo.
El hombre traía la ropa sujeta al
flaco cuerpo por unas piolas y en la mano un bastón, que no era más que un palo
con unos alambres en la punta para pegarle a los perros. Pareció dudar por un
momento cuando vio la cara de la chiquita, que al no saber disimular su sorpresa
ante la respuesta de la otra abrió la boca y se quedó mirándola con sus enormes ojos verdes. ¿Cómo podía su hermana inventar tan rápido una
historia semejante, si tenía recién catorce años y no había conocido
novio? Pero la Nila era vivaza, y ni loca que estuviera iba a dejar traslucir
que los viejos se habían ido hasta el pueblo a anotar a la Esther, y que como esas cosas son largas lo más probable era que hasta la noche no volvieran. El hombre dio un paso hacia ellas y
espantó con el bastón al Negrito, que se le acercaba demasiado a los talones.
_ ¿Me da un poco de agua?
_ Sirvasé usté; ahí está el pozo._ dijo la Nila, y se lo quedó mirando con los brazos en
jarra y actitud segura hasta que el hombre tomó unos tragos, se tiró el resto
en la cara y pegó la retirada despacito, como decidiendo.
Los perros no habían parado de
ladrar en todo el rato, y lo siguieron de lejos hasta la portera.
Cuando el viejo volvió a la noche
y se enteró se puso furioso porque las gurisas lo habían atendido. La vieja se
pasó todo el día rezongando que qué tenían que hacer ahí en la ventana mirando, qué cómo no cerraron la puerta, que esos linyeras a veces roban niños o les hacen cosas peores, que cómo Albino iba a dejar a las criaturas solas de ahora en
adelante, que ya no iban a poder alejarse de la casa nunca más, que esos perros no servían
para nada, que Jesús, María y José Santísimos y un montón de otros desatinos producto
del miedo y de la impotencia. El viejo la escuchaba en silencio, tratando de
pensar por debajo de la tormenta de palabras de su mujer y mirando todo el
tiempo para el lado del camino.
Otro día a la mañana temprano oyeron ladrar a los perros y sin necesidad de mirar supieron que el hombre había vuelto. El mismo bastón, las
mismas ropas hechas jirones, los mismos pelos sucios y largos. La Nila y la
Chola se trancaron enseguida en la cocina y la vieja se quedó temblando junto a
la puerta del lado de adentro, mientras rezaba en silencio un Padrenuestro atrás de otro. Igual no hizo falta porque el viejo, que estaba sembrando en una chacra cercana, oyó el barullo y se volvió
al rancho con la yegua a toda carrera y el infaltable 38 en la cintura. El
rubio lo vio venir de lejos y escapó hacia los montes donde pareció esfumarse.
Por unos días su paradero fue un
misterio. El Tico Moreira, siempre amigo de atacar a mi abuelo en el truco, en
los bailes o donde fuera, empezó a correr la voz de que Albino estaba mal de
la cabeza y veía fantasmas rubios de ojos azules porque tenía miedo de que su
mujer se le fuera con otro y eso le había entreverado las ideas, pero al final
la policía encontró en la parte más sucia del monte de la laguna Ferreira un
camastro hecho de pajas y trapos, y dedujeron que ese había sido el paradero
del intruso por quién sabe cuánto tiempo.
Nunca averiguaron quién había
sido ese hombre, aunque si hubieran sabido leer en una de esas capaz que
habrían visto que por ese tiempo los pueblos cercanos tenían carteles buscando
a un tal Assis Moraes, brasilero, acusado de robo, violación y asesinato
cerca de la frontera.
Sucedió en la década del 40, en
Cerro Largo, y no hay reunión familiar donde la historia no se cuente de nuevo,
en esa especie de ritual hipnótico del pasado recreado vez tras vez con las
mismas palabras y los mismos detalles, cosa que si uno de los nietos algún día
se encarga de escribirlo no tenga manera de errarle a los hechos ni excusas que
lo disculpen si agrega algo que no va en la historia.
Y en eso estamos.