_ Bueno, mejor te dejo descansar y no hablo más
por un rato.
Recuesta su cabeza en el asiento y se queda
pensando; sé que no demorará dos minutos en arremeter de nuevo con el cuasi
monólogo que lleva ya la mitad del viaje de Montevideo a Jaureguiberry.
La culpa es mía; ¿qué tengo que
andar saludando viejos en las paradas de ómnibus? Demasiado bien sé que si les
doy “un real de charla”, como dice mi madre, se convierten en un pegote a la
segunda palabra amable.
Este de hoy andará por los ochenta y
pico. Derechito, de ojos claros, con un tono de voz agradable y una tendencia
infalible a ver lo peor de cada situación.
_ Acá no se puede plantar porque no hay tierra: puro arenal, nomás. Sí, frutilla y sandía puede ser, pero ni eso
crece: mucho sol y mucha hormiga. Ah, usté dice juntar restos de comida para
hacer un canterito… No, m’hija, eso no sirve porque el yuyo se come toda la
tierra. Los otros días vi un ciervito Axis en la carretera. Precioso. Lo había
matado un coche. Lo que sí se ve seguido es víbora: cruceras, yararás, de
todo. Y no hay médico cerca, ¿eh? Yo en invierno estuve esperando que me parara
un ómnibus como una hora, porque andaba con bronco espasmos y quería ver un
doctor en Piriápolis, y al final terminé con congestión. Es que los choferes a
veces te ven y ni te paran, se hacen los vivos.
Como era inevitable la charla
continuó sin interrupciones. Había tenido una mujer, muerta hace
doce años, varios hijos (“a uno me lo mataron”) y una novia con la que estuvo
siete meses en 2009.
_ Yo la tenía como una reina. Le
compraba dátiles de Tienda Inglesa, nueces, lo que ella quería. Y ropa. De la
barata, eso sí, pero ella con su jubilación solo compraba el pan, nada más. Era
bien derechita y delgada. Una vecina después me dijo que parece que al segundo
marido lo había matado; yo no sé… Siempre me decía que yo era su ángel de la
guarda y que cuando me muriera me iba a tener de la manito hasta el final, pero un buen día se fue. Ni avisó: se fue. Ochenta años, tenía ella. No sé qué le
pasó.
Pobre viejo. Me entra a jugar la
tristeza, que se va de a poco haciendo culposa cuando me invita a pasar por su
casa a tomar un té o un café en estos días en que estaremos de vecinos. Trato
de decirle que no, se lo insinúo con toda la fuerza que puedo sin llegar a ser
maleducada pero él no me escucha y repite que pase por ahí, que tiene un gato
y tres perros malcriados, que le voy a dar una alegría al pobre viejo (se
nombra así, en tercera persona), que vive solo al Norte del balneario y no ve a
otras personas más que cuando va a cobrar la jubilación a Montevideo.
Me bajo del ómnibus y sé que no
pasaré por su casa para no crear un lazo de afecto y dependencia que pudiera
hacerse difícil de cortar. La adicción a la culpa no es lo mío. Pero no me siento bien con esa
decisión. Quién me manda andar saludando viejos en las
paradas.
Ya instalada en Jaureguiberry, a la caída de la
tarde salimos de recorrida por el balneario Julio, Roxana y yo. Nos mueve más
que el deseo de ejercicio la curiosidad de saber si esto es todo, si el pueblo
es solo este manojo de predios gremiales con unas pocas casitas abandonadas en medio de un bosque gigantesco lleno de aves y viento. Hace tres
días que estamos aquí y no hemos encontrado más comercio que el almacén de
Maurente, pero unos chicos nos dijeron que tal vez sobre el puente hubiese algo
abierto, aunque no estaban seguros.
A un par de kilómetros de la colonia de
vacaciones encontramos, al fin, un sitio parecido a una urbanización. Había calles, otro almacén, alguna persona caminando, perros, juguetes y bicis en los
porches de las casas que no estaban tapadas por la maleza. Salimos al arroyo para descubrir un paisaje soberbio de agua, arena, barrancas y luna. De todos
modos el amor por el pueblo se nos enfrió un tanto a las dos cuadras, cuando un
cimarrón nos cortó el paso por un camino angosto y solitario y casi pegamos la
vuelta, aunque con gritos y actitud firme neutralizamos el ataque
y conseguimos llegar hasta el bar de la ruta.
Esa era una noche de clásico, de manera que nos instalamos
afuera frente a una ventana para, bebida y pizzas mediante, esperar que comenzara, no el evento deportivo (que poco nos interesaba) sino la afluencia de
público para verlo en el Yacht Club de Jaureguiberry.
El primero con el que charlamos fue un veterano
de más de setenta años que paseaba con correa a una cachorra Yorkshire simpática y demandante.
_ Yo tenía a otro, hasta hace unos meses, pero
me lo robaron. Lo dejé solo unos minutos frente a la Colonia de FENAPES y
me lo llevaron. No sé quién pudo ser porque había un simposio con 160
estudiantes, pero tuvo que ser uno de ellos. No tengo consuelo: lo busqué por
cielo y tierra. Hasta puse papeles pidiendo que me lo devuelvan, que hay diez
mil pesos de recompensa. Y los tengo aquí mismo, ¿eh? No es un invento._
aclaró, sacando del bolsillo del short su gorda billetera de cuero marrón.
Mi cabeza ya estaba comenzando a evaluar la posibilidad
de pegar papeles en el IPA que ofrecieran una recompensa de $3000 por el
perro cuando cambiamos el ángulo de sociabilidad y nos pusimos a charlar con
un pelado y una pareja que llegó con bebé y perro policía. El pelado, Jorge,
venía a Jaure desde hacía 55 años (su edad), en tanto los del bebé eran
advenedizos, una arquitecta cuarentona y su barbudo y gordo marido, con rancho
de reciente construcción.
_ Lo que pasa en este pueblo es que el
Intendente solo se ocupa de darle predios a los gremios, sin exigirles
contraprestaciones. Cuatro gremios hay, cuatro, que no pusieron nada por el
terreno, que pagan cero peso de impuestos y lo único que se les pide a cambio
es una bajada a la playa a construir de acá a treinta años… Ahora con toda esa
gente la napa freática está contaminada; ya no hay pozo que no esté
contaminado hasta los dieciocho metros de profundidad. Ojo que no es contra
ustedes, ¿eh?, sino contra el que decide todo eso.
_ Jaureguiberry ahora tiene un boom de la
construcción_ terció el del perro, dejándonos con la boca abierta ante
semejante revelación, tan en pugna con nuestras apreciaciones visuales del
balneario_ Se está haciendo pila de casas y no se planifica nada.
_ Ah... ¿Y hay víboras por acá?
Adivinen quién salió del tema.
_ Sí, haber hay pero no tantas, ¿eh? Yo la
última que vi fue cuando mi hijo era así_ aclaró el pelado, poniendo la mano a
un metro del piso_ y hoy tiene 17. Se estaba dando una ducha en la canilla de
afuera y cuando quiero ver había una rama al lado del botija. ¿Y esta rama? Y
cuando vi lo que era le clavé una pala en la cabeza. Una crucera.
_ ¿Y esto de acá enfrente de quién es?_
preguntó el barbudo de la pareja, aludiendo al terreno frente al arroyo
_ Ah, ¿esto? Parece que es de una de las
descendientes del viejo Jaureguiberry, que hizo una prescripción con testigos
truchos y se quedó con un montón de terrenos frente a la costa. Igual no todos
son para construir, porque se inundan, pero algunos sí.
La noche avanzaba. En las mesas de afuera nadie
miraba el partido y la charla daba para todo. Yo por mi parte estaba concentrada
a medias en la conversación, en tanto la otra mitad de mi atención se centraba
hacía rato en un cincuentón de bigotes y ojos claros que entre cigarro y
cigarro me miraba con insistencia. Tenía cierto aire de Suboficial Bermúdez, aunque mi
amiga opinaba que milico con zapatillas de jean no tenía visto…
Al final del primer tiempo nos vino un poco de
cansancio, y pegamos la vuelta. Saludé al Suboficial, que me hizo un gesto simpático
al pasar junto a su mesa, y comenzamos la caminata de un par de kilómetros
hasta la cabaña, alumbrados con linternas por si las cruceras.
No sé si encontramos alguna, porque
la viboreja que nos cruzó a la media cuadra era oscura pero no le vi los
dibujos. Lo que sí vi fue la camioneta del bigotón, que se acercó a nosotros y
propuso llevarnos hasta la colonia. Qué momento. Fue como retroceder diez
casilleros en el túnel del tiempo y encontrarse en la década del ochenta. Evalué la situación por un microsegundo. A la tercera imagen de mi
cuerpo descuartizado en las blancas arenas de la playa con las cámaras de
Teledoce alrededor, ya había tomado una decisión: no. Yo qué sé si además de
lindo era buena gente. Charlamos un rato, de
todos modos. Muy serio, de voz grave, bien diferente de los guarangos que en
general conozco (que por otra parte son los que me gustan). Terminamos el camino a pie, riendo y mirando al piso, por si acaso.
Al cincuentón y sus hermosos ojos claros
no los volví a ver, y ese fue el final de nuestra noche de clásico. Muy linda la playa y el paisaje de Jaureguiberry. Primera y última vez que vamos.
Qué se te dio por Jaureguiberry?
ResponderEliminarColonia de vacaciones de FENAPES... te suena?
EliminarSí, pero no te veía por esos lares fenapescos...
ResponderEliminarNi me volverás a ver, je...
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