Esta
mañana decidí que apenas pueda le pego una llamada al Cholo y le propongo que
formemos una banda para secuestrar mujeres.
No a todas, ni tampoco cualquiera, no. Nuestra víctima ideal tiene entre treinta y sesenta años. Acostumbra
llevar de arrastro su humanidad embutida en ropas que pugnan por pasar inadvertidas,
con un marco capilar ajado y sin brillo y un rostro que solo conoce de pasada
el rouge que se le aplica a toda velocidad y el lápiz negro que no siempre
acierta el camino a la delineación de unos ojos eternamente bajos.
_ Yo no soy de perder tiempo
con esas cosas._ dice.
Y también:
_ El que no le guste, que no
me mire. _Y trata de
esconder sus uñas sin color y con cutículas deshilachadas mientras nos observa
de reojo a ver si su mentira ha dado con oídos receptivos.
El Cholo y yo planeamos para
ella un rapto sin violencia, eso sí, nada de golpes ni amenazas. Un pañuelo
embebido en somnífero aplicado por sorpresa mientras espera el ómnibus en la
parada o intenta corregir escritos durante sus horas puente en la sala de
profesores de algún liceo, un corto viaje trastabillando sin demasiada
conciencia de la situación y el asiento trasero del coche que la espera con la
puerta ya entreabierta serán más que suficientes para ponerla por entero en
nuestras manos. Ambos confiamos en que podemos realizar esta operación en un
par de minutos sin tropiezos.
Una vez en la guarida será
el turno de la Mimí. Madame Mimí, como a ella le gusta que le digamos, aunque
nació en la Unión y lo más cerca que estuvo de París fue una noche que se la
pasó cantando La Marsellesa con un par
de marineros polacos en el Bosquecito de la Francesa, allá por Lezica. Madame Mimí, decía, tiene a su cargo la parte
técnica del asunto, porque es la que sabe de peluquería, maquillaje y estética en general
como si hubiera hecho el curso de Belleza de la UTU que siempre pensó y nunca pudo.
Nuestra tropelía será aprovechar
el tiempo en que la víctima esté sedada para convertirla en la mejor versión de
sí misma que jamás pudo soñar, incluyendo corte y tintura de pelo, maquillaje,
bijouterie, maniquiur (como le gusta decir a la experta), limpieza general de
sarro (porque la Mimí trabajó como dos meses una vez de ayudante de dentista y
conoce la técnica), extirpado antinflamatorio de barritos y un vestuario tan moderno como sentador, donde quizá por
vez primera los colores armonicen sin gritarse y los anillos adornen sin
abrumar. Como toques finales un buen perfume, carterita elegante al hombro, y
listo el pollo. El Cholo me toma el pelo y me carga con eso de que le estoy
copiando las ideas a un programa de cable, pero yo le porfío que la idea me
viene de más atrás, de las reuniones familiares de mi infancia rodeada de
señoronas marrones y sepias aventurando monosílabos inexpresivos en medio de
incómodos silencios y miradas disimuladas al reloj cucú de la sala de mi tía
Coca.
Una vez liquidado el asunto
de la mejor versión de sí misma y bla bla bla vamos a devolver a la víctima a
su hábitat natural para estudiar tanto sus reacciones como las del entorno
inmediato, lo que haremos disfrazándonos de usuarios del sistema de
transporte capitalino en la parada en la cual la dejaremos, o de padres del
alumno Rodríguez de 4º4 (siempre hay un alumno Rodríguez en 4º4 y siempre tiene
algún problema de conducta para ser notificado a sus progenitores) en el liceo
donde la encontramos en primer lugar.
Lo único que me preocupa y
que no hemos podido resolver es la pequeña cuestión de qué haremos cuando tras
cuatro o cinco secuestros la cosa cobre estado público y empiecen a aparecer en
las paradas señoras esperando un hipotético ómnibus por horas y horas o
eternizando los recreos para lograr quedarse solas en las salas de profesores
de todo el país como diciendo “aquí estoy”. Y no sé. El Cholo
dice que para entonces podríamos empezar a cobrar por secuestro, y la Mimí
incluso quiere ir armando desde ya una lista de espera para sus forzados
milagros estéticos, pero yo no sé.
Por ahora no voy a tomar una
decisión, porque después de todo no es tan urgente, pienso mientras levanto los ojos y miro a mi
alrededor en busca de posibles futuras víctimas de mi banda de delincuentes del
asfalto. Hay a mi derecha una en particular, una cuarentona castaña cuyo perfil
se recorta contra el gris del muro de la Caminera en la vereda de enfrente, que…
¿La Caminera?
En una fracción de segundo me
enderezo en el asiento del 103 y me abro paso hasta el fondo, donde no hay
Cholo ni Madame Mimí que me apliquen somnífero alguno, pese a que yo integraría
con mucho gusto su lista de espera para el milagro.
_ ¡Guarda! ¡Bajo en esta!
_ Podrías avisar con más
tiempo, ¿no?
_ Sí. ¿Y tu mujer cómo anda?
Decile de mi parte que el Cholo la anda buscando, decile…_ mascullo para mis adentros (no vaya a ser que el señor se enoje y mi banda se quede sin ideóloga antes
del primer secuestro), y me voy a mi casa, a darle de comer a las gatas.