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viernes, 20 de febrero de 2015

Oh Oh




Llegó a la casa saturada del cruel calor de ese mediodía de febrero.
Lo primero fue desprenderse de la cartera y el calzado, lavarse la cara y atarse el cabello; recién ahí pudo empezar a pensar qué hacer primero. El celular estaba muriendo por falta de batería, la gata más clarita maullaba junto al plato vacío, una pila de ropa sucia esperaba dentro del lavarropas, había que preparar comida, que avisarle a una amiga que llegaría media hora más tarde de lo previsto a su casa, que escribir un par de hojas para un taller literario, que preparar una charla para la semana que viene, que...
Calma. Vamos por partes.
Se quitó la ropa puesta, la metió en el lavarropas, puso el lavado en marcha y se deslizó suavemente en un enorme vestido hindú que aún no sabe bien para qué compró el año pasado en el Chuy, porque le queda espantoso.
Acallada la gata vocalizadora con una generosa porción de atún, la otra apareció a los pocos minutos con cara de siestus interruptus. Todo anda bien en el mundo mascoteril, parece.
Un ruido proveniente del piso de arriba llamó su atención en medio del almuerzo. "Habré dejado un cinturón puesto en alguna prenda", pensó, y fue hasta el lavarropas a hacer una pausa y revisar, pero no halló nada digno de atención y retornó al piso de abajo, a escuchar su programa radial favorito bajado de internet.
"Gracias a dios que este tipo no se toma vacaciones de Carnaval" fue lo primero que pensó, y en seguida: "me olvidé de cargar el celular... ¿Dónde lo puse? ¿Venía con él en la cartera? No...".
La corrida por la escalera fue tan digna de verse como inútil.
El pobre Alkatel ya hacía 45 minutos que nadaba en un medio acuoso lleno de polleras, shorts, remeras e ainda mais.
Ahora está debajo del frío del aire acondicionado, despachurrado, sin su batería ni su microchip y metido en un taper con arroz integral (porque blanco no tenía la muchacha en cuestión).
Ahí está.
Sin señales de vida, pero con un algo de esperanza en la mirada (
de ella).

lunes, 16 de febrero de 2015

Retazos presentes







Hace dos días que mi hogar, antes un remanso de paz y armonía, se ha convertido en territorio del crimen organizado. 
Cada tarde a eso de las cuatro tienen lugar violentas escenas de persecución que culminan con alguien tras las rejas: Tania, que tiene una herida en el mentón y debe ir al veterinario a curarse, por lo cual tengo que encerrarla en el pet carrier a como dé lugar. Más tarde, ya de vuelta en casa, se suceden bonitas instancias cuasi fratricidas cuando Roldana descubre que el alimento para convalecientes que le doy a su hermana es una delicia (parece), y trata de arrebatárselo apelando a la fuerza o el patetismo más infame.  Tania pide por esa comida TODO el tiempo, sin obtener más que la tercera parte de lata que le corresponde por jornada, porque no sé si darle más no le hará mal y porque (fundamentalmente) esa latita microscópica me costó un ojo de la cara y las pestañas del otro. 
No sé si demoraremos mucho tiempo en reencontrarnos con la convivencia pacífica y saludable del pasado. Las fuerzas me abandonan; ignoro cuánto resistiré este estado de sitio.






Buena Vista Social Club versión murga ya es una cosa un tanto deleznable. Con chistes a dúo la cosa se complica, especialmente cuando los dos cantores de bus le meten un tufillo filosófico a su acto dando mensajes sobre la felicidad. 
Pero esto no es lo peor. 
Lo peor es que el ómnibus va casi vacío y eso nos pone a todos en el brete de aplaudir o asistir a una escena patética. 
Por suerte no cantan mal, y hay pasajeros entusiastas que me eximen de toda responsabilidad moral. Pocos, pero aplaudidores.





Es cuestión de un momento: confluyen la atención, la repetición inconsciente, cierta saludable dosis de no darse cuenta y automatizar las conductas. Arranco a cantar una frase de un tema que esté en la vuelta y no paro por un par de días. Solo una frase. En el mismo tono. Una vez cada dos minutos. 
No parece tan grave, ¿no? Eso les dije a mis amigas en medio del viaje a tierras del Imperio cuando empecé con "¡Because I'm happy!" apenas terminado el año, porque los días anteriores la cosa era con "You don't have to try, try, try...". Me amenazaron con el más absluto destierro, me gritaron y miraron con odio infinito, logrando que al menos a partir de ahí me detuviera en "Because I'm...". Ups. 
Hoy arranqué oyendo al señor Williams en el COPSA de las seis de la mañana y lo volví a escuchar en el 405 de las once de la noche, razón por la cual aviso a quien me cruce de aquí al final de Carnaval que estos días probablemente voy a andar por la vida becauseimhappyando a diestra y siniestra, a no ser que en medio de la noche muera de indigestión por la empanada de queso común y roquefort que acabo de comer, cuyo gusto a plástico no presagia nada bueno. 
De todos modos ni la empanada ni el tener que madrugar en mis supuestas vacaciones ni el calor ni la lluvia que no vino ni nada de nada de nada me preocupa.
Ya saben por qué.



Mi teléfono pretende darme lecciones de comportamiento digital; cada vez que intento entrar a un enlace me dice que tenga cuidado, y me pregunta si ese es un sitio confiable.
Hasta ahí se la llevo.
Lo que no entiendo es por qué cada vez que le doy bola y quiero volver me cambia de personalidad y me lleva a Mariela de Literatura.
¿Me está guiando hacia la parte más sería de mi persona? ¿Qué tanto sabe de mi doble vida? ¿Eh?
Menos mal que la clave del cajero nunca se la he dado, ni se la voy a dar. Creo.



Despertarse por la mañana entre los gritos de una gata ante la puerta cerrada del dormitorio en el piso de arriba y los aullidos furiosos de la otra en el patio del fondo, sacar en medio de bostezos a la computadora de su estado de hibernación de la noche, despejarse de los jirones del sueño lleno de imágenes y colores de los últimos minutos, todo para encontrar un aviso de Avast Antivirus promocionando algo por el Día de San Valentín con corazoncito y todo, junto a la leyenda de "para proteger a tus seres queridos", no tiene precio.




"Marielita, por favor, haz click en el botón de abajo para confirmar que esta es tu dirección de correo", me dice el mail del señor Twoo, sin reparar en que nunca le he dado permiso para buscarme ni mucho menos para tutearme y darme órdenes. 
Habráse visto. Confianzudo.
Tuve que buscar qué diablos era Twoo, aunque no saqué en claro más que el hecho de que es una red social, y yo no tengo tiempo para perder navegando en redes socia... ups.


_HOLA... ¿DOCTOR FREUD?
Estaba en algún lugar indeterminado cuando de pronto se me abalanza Max y comienza a lametearme y hacerme fiestas. Alegría mutua y gran misterio: ¿cómo llegó solo desde Minnesota? Bueno, de alguna forma habrá hecho. Como iba hasta el almacén él me acompañó, pero mientras yo pedía algo saltó hacia atrás del mostrador y se quedó mirándome muy contento, como diciéndome que pasara. La chica que atendía el comercio no le dio corte, y Max volvió conmigo. En eso vemos que una pared del almacén, la que da a la calle, tiembla y está por derrumbarse. Me asomo por una grieta que se armó al costado y veo la causa: hay un enorme alce encerrado, y está empujando la puerta para salir. Otra empleada se pone a hacer presión en sentido contrario, para salvar el almacén; yo la ayudo unos segundos y después no, primero porque veo que ella se fue y me dejó a mí sola en esa tarea, segundo porque el alce se merece ser libre, y que ellos se manejen. Me fui a visitar a Nélida, que quedaba cerca, y a partir de ahí no vi más a Max. Nélida iba entrando a su casa, que quedaba en un primer piso, y abajo había algo como un espacio libre que era de la propiedad pero estaba abierto a la calle. Ahí había unos muebles y adornos, como decoración sutil, espaciados. Me encantó un armario con pequeños cajoncitos de madera medio patinados de blanco. Le dije a mi amiga que era una suerte que ese mueble les estorbara, y que yo podía hacerme cargo de él pero no picó. Fue a abrir la puerta de acceso a la escalera, y se detuvo un rato inspeccionando dos escalones de madera que tenían restos de tabaco y otras cosas, invisibles para mí. No sé cómo me iba yo a su fondo, que era tan gigante como una quinta. Había zonas de flores, pastos, pastizales, bosques, y yo sabía que eso quedaba cerca de la calle Besares, lo que es como decir que era el fondo de mi escuela primaria. Allí aparecía un muchacho que era amigo de la familia, nos poníamos a charlar y nos sentábamos en un sillón muy juntos, porque era un sillón de un cuerpo. Él tomaba vino y yo grappamiel. En un momento confundimos los vasos y pusimos cara de asco. Si bien no había nada romántico entre nosotros flotaba en el aire que podía llegar a haberlo. Por alguna razón nos levantamos del sillón y nos fuimos hacia el fondo mismo donde pululaban muchas personas. En eso veo a alguien que me sonríe a lo lejos. Era Aldo, mi ex practicante de hace como veinte años. Venía con un amigo, me abrazó y nos fuimos los tres charlando sobre un cuento suyo que se iba a llevar al cine porque había ganado un concurso. Me separé de ellos y terminé sentada en unas gradas, al lado de una chica que dirigía la filmación de una escena en el marco de ese concurso literario. Ella al principio era un poco pesada, me corrió el pelo porque le impedía ver quién llegaba, me miraba mal, pero después pedía mi opinión para todo, mientras en el escenario se sucedía una escena tras otra, el público aplaudía ante cada una y yo en particular no captaba ni media línea de los argumentos. Todo el ambiente tenía una onda hípster, enmarcado en un baldío de la Curva de Maroñas. Las mujeres que estaban a mi lado comenzaron a integrarme en su grupo, sonriendo ante cada cosa cómica que sucedía en la filmación, y vi que una de ellas era Laura, una ex compañera del IPA. Estaban por irse, yo no sabía si irme con ellas o quedarme. Y desperté. O al menos dejé de recordar, si es que hubo algo más en este sueño variopinto que -muy excepcionalmente- recuerdo con tantos detalles, y del cual me quedó como nota predominante al despertar la sensación de alegría del reencuentro con Max.
Extraño a Max.



"Si me querés, si soy tu flor, tirame agua para demostrar tu amor"
Es para zafar de cosas como esta que dejé de escuchar radio, aunque a veces igual irrumpen, entreveradas con algún programa que una se baja de internet confiada en que estará a salvo de semejantes muestras del arte contemporáneo, y en esos casos hay que ser muy veloz, tanto como para bajar volando la escalera y cerrar el enlace antes de quedar enganchado y salir a la calle tarareando "Si me querés, si soy tu flor, tirame agua para demostrar tu aaamoooor!".
Ups.




Hace como treinta páginas que me preparo para que encuentren el cuerpo de la muchachita asesinada en el parque, pese a que no estoy segura de si ha muerto o si estará herida pero viva. El narrador me da largas, me cuenta historias de la vida de los policías encargados del caso, juega con mis nervios como diciendo "vos te metiste en mi mundo, estas son mis reglas, chiquita...". De pronto un policía comunica que han hallado algo terrible, termina el capítulo y en el siguiente la esposa del asesino (que no sabe del crimen, pero lo sospecha) reflexiona sobre la poca duración de los artefactos eléctricos modernos en comparación con los de antes, y si no será que en estos días la vida de uno también "estaba programada, de hecho, para que se estropeara a la primera oportunidad que se presentara, a fin de que cualquier otra persona pudiera reciclar las pocas piezas buenas que sobrasen, mientras el resto de ella desaparecería.". Se anuncia algo espantoso en el noticiero y la mujer se acerca al televisor para subir el volumen, pero en ese momento el presentador avisa que el informe del hecho (junto con las noticias meteorológicas) vendrá después de unos minutos de publicidad.
Qué hijo de puta, este Dennis Lehane.
Venir a irrumpir así en medio de mi primer domingo de febrero, como para que me dé cuenta de entrada y sin sombra de duda de que todos mis planes de estudio, trabajo serio, preparación de clases y pintura de casa quedarán postergados hasta que agote los nueve libros de él que tengo en la computadora, siempre y cuando no haya más en la vuelta y alguna alma caritativa se digne a prestármelos...eh... no, nada.




viernes, 13 de febrero de 2015

DIGAMOS QUE.





Digamos que eran las tres de la tarde y que las dos mujeres charlaban animadamente hacía media hora. La veterana había llegado pasada por el calor, acarreando en una bolsa negra  la urna con los huesitos de su madre a la espera de que su sobrina los pudiera llevar hasta su tierra natal para juntarlos con los de quien fuera su amante esposo por más de tres cuartos de siglo. 
Con todo cuidado depositaron la urna en un estante del galpón y cerraron la puerta. Una estadía transitoria, eso era, y ni el viaje de la tía en 195 desde el Cementerio del Norte ni el que haría la sobrina en un ómnibus de Núñez con la urna dentro de un bolso les producía demasiada impresión. Son cosas de la vida y de la muerte, que a todos nos van a tocar más tarde o más temprano.
De cremaciones, de reducciones, de cuerpos envueltos en bolsas negras y de cajones tapados de cucarachas estaban conversando cuando la más joven, para cambiar de tema, le preguntó a su tía cómo se estaba sintiendo en su nueva casa.
_ ¡Ah, bárbaro! Estoy muy cómoda, es al frente, tengo pila de espacio, es preciosa. La dueña vive al fondo, así que siempre hay gente, la casa está cuidada.
_ Me alegro.
_ Sí. El único problema es que siento cosas. Hay cosas raras, ¿sabés?
_ ¿Eh? ¿Qué te pasa?
_ De noche escucho estrallos todo el tiempo, y dos por tres me despierto por un par de golpes en mi mesa de luz, del lado izquierdo de la cama. Así._ dijo, golpeando un mueble para ilustrar lo que contaba. _Además ahí hay algo, una presencia. Yo la siento, te juro. Hay alguien en esa casa, especialmente en el baño.
_ Pará, pará, pará..._ pide la mujer, mientras se incorpora en el sillón en el que hasta hace un segundo estaba cómodamente tirada.
_ Te juro que hay alguien. Los otros días me estaba bañando y sentí un golpe en el pecho, como que alguien me daba un empujón, y apenas tuve tiempo de decir “¡Jehová!” y agarrarme de la canilla, o me caía para atrás. Otro día fue peor: llegué de la calle y encontré un rastro de gotas de sangre desde el baño hasta la cama, unas gotas enormes, que tuve que limpiar con detergente.
_ ¿Qué? ¡Eso es espantoso! Si soy yo me muero de miedo. Oíme, capaz que te entró un bicho, un gato lastimado, una rata.
_ Eso pensé yo, pero no. No tengo nada abierto, todas las aberturas tienen rejas y hasta mosquitero. Incluso me asusté porque pensé que se me habría metido una víbora por los caños, pero revisé por todos lados y no había ningún bicho.
_ Che, ¿y vos no te estarás volviendo loca?
La pregunta era una broma; la mujer sabía perfectamente que su tía a los sesenta años estaba en pleno uso de sus facultades mentales y que pese a usar lentes desde chica era incapaz de confundir un rastro de sangre con una mancha de, digamos, comida, salsa, u otra cosa. Pero había que racionalizar urgentemente, o iba a terminar entrando de nuevo en esa zona borrosa de los miedos que ella tan bien conocía desde su más tierna infancia, atravesada por historias de fantasmas y de almas en pena enterradas en sótanos improbables.
Tal vez los ruidos que la tía escuchaba en la noche eran los normales en una construcción vieja, con muebles también añosos. Quizá los supuestos golpes en la mesa de luz provenían de la dueña de casa, una octogenaria que pese a su aparente lucidez podía presentar momentos de escasa cordura, vaya uno a saber. Pero la tía estaba embalada y no había racionalización posible.
_ Otro día entré a casa y una cigüeña de madera enorme, así de alta, que tengo contra una pared, estaba tirada y degollada.
_ ¡No me digas que la vieja de mierda te rompió un adorno!
_ No sé si fue ella.
_ ¿Pero tiene llave de tu casa?
_ Vos sabés que no sé si tiene; yo tendría que haber cambiado la llave. La de la inmobiliaria, que es pariente de la dueña, me dijo que cambiara la cerradura, pero no lo hice…
_ ¡Ah, pero estás regalada! Tenés que cambiar ya esa cerradura. Y otra cosa que podés hacer _dijo entusiasmada la sobrina, gran lectora de novelitas policiales de cuarta_ es dejar un hilo metido en la puerta, algo que delate si te la abrieron cuando estuviste fuera. ¡Ya sé! Y tirás disimuladamente harina en la entrada, a ver si quedan huellas. Es una pavada; mirá.
Y uniendo la acción a la palabra se levantó, buscó el frasco de la harina y esparció un poco por el piso. Quedó una fina capa blanca que poco se destacaba en el monolito de base clara, y por allí hicieron caminar a la gata de la casa, no sin cierta decepción, porque pisada de gato en harina es difícil de percibir, aunque cuando ella misma dio un par de pasos por la zona marcada las huellas quedaron bien visibles. Tal vez demasiado visibles; habría que tener cuidado de no volcar mucha harina, porque la octogenaria tiene una vista de lince y se puede avivar.
_ ¿Y quién puede ser ese fantasma del baño? ¿Murió alguien en esa casa?
_ Por lo que sé sí, debe ser la madre de la vieja, que murió ahí antes de que yo me mudara, con 105 años.
_ Mmmh… No, no. Alguien más joven, y que muriera violentamente, por lo de la sangre. La viejita no me sirve. ¿Algún marido? ¿La dueña estuvo alguna vez casada?
_ Sí, tres veces. Y los otros días la peluquera, que no la banca, me dijo “Ah, esa vieja que ya mató tres maridos…”
_ Ta. Listo. Es un marido que la vieja asesinó ahí, en la bañera.
_ ¿Te parece?
_ ¡Y, sí! Lo de los ruidos y las cosas rotas, vaya y pase, incluso lo de la sangre, porque puede ser que la dueña esté entrando en tu casa de puro loca y haciendo cualquier cosa, pero… ¿Qué hacemos con tu sensación de que hay una presencia, y con el empujón de la ducha?
_ No sé. Menos mal que yo soy creyente y rezo todos los días. Incluso le pedí a Sandra que me ayudara, como es pastora y eso. Me enseñó unas oraciones y me dio unas piedras bendecidas; desde que las puse en la casa las cosas están mejorando, pero igual hay ruidos y eso.
_ Así que capaz que la vieja mató a tres maridos. _ murmuraba la sobrina, como hablando consigo misma._ ¿Qué apellido tiene, sabés? Así la busco en internet, por la calle, a ver si aparece algo._ Y se dirigió a la mesa de la cocina, donde estuvo revolviendo páginas en la pantalla por un rato, antes de volver al sillón con el fracaso pintado en los ojos.
_ Por la dirección no aparece nada relacionado con un crimen…
_ Le dicen Beba, pero el apellido no lo sé. Era enfermera.
_ ¿Era enfermera? ¡M’hija, entonces sabía bien cómo matarlos, está clarito!
_ Sí. Además una cosa rara es que hace años que cerró el sótano que había bajo la casa del frente, donde estoy yo.
_ ¿Un sótano? ¿Te tocó otra casa con sótano? ¡Pero no se puede creer! ¿Otra?
_ Sí. No sé qué hacer; no me quiero ir, pero en junio se me vence el contrato y en una de esas mejor si me busco otro lado para vivir.
_ Mirá, en principio, cambiá la cerradura y tirá harina a ver si alguien te está entrando en tu ausencia. Y con el fantasma… No sé. ¿Y si llamás a alguien que se dedique a esto?
_ Yo qué sé.
_ La verdad es que yo tampoco sé.
_ ¿Qué hora es? Uy, ya me tengo que ir; mi nieta está por salir de la clase de patín y tengo que ir a buscarla._ aclaró mientras se ponía de pie.
La sobrina la acompañó hasta la puerta.
_ Bueno, suerte, che. Después contame, y averiguame el apellido de la vieja, a ver si encontramos algo en las policiales, aunque sea una historia de hace muchos años. Ah, y sacale algo más a esa peluquera, a ver qué sabe.
_ Sí, voy a ver.
Y se fue, al tiempo que la sobrina llamaba en el acto a su propia madre para contarle, aparte de las historias de fantasmas a que tan aficionada es la familia entera, que los huesitos de la abuela estaban prontos para ir a juntarse con los del viejo, apenas se concretara el viaje en unos días.
_ Pero no te vayas a quedar con miedo._ pidió la madre_ Mirá que la de la urna es mamá y mamá no va a asustarte.
_ No, ya sé. La vieja más bien me protege, cero miedo, no te preocupes.
_ Sabés que cuando llevé los restos de papá para allá los tuve en casa un par de días y me parecía verlo siempre sentado a la mesa de la cocina. Ni comer pude, en esos días.
Mi madre pintada de cuerpo entero, pensó la mujer. No sé cómo se las arregla para decir justo lo más inoportuno, especialmente en estos temas. Pero disimuló al teléfono y continuó hablando con la voz más tranquila que pudo.
_ Esto es diferente. Todo bien. Te aviso cuando saque el pasaje para ahí. _ Dijo, antes de cortar y quedarse pensando que la suya es una familia un tanto particular y decidiendo que igual esa noche no se iba a quedar sola en la casa, por las dudas.
Digamos que por las dudas.
Digamos que.

martes, 3 de febrero de 2015

CRÓNICA NO ROJA DE MARTES DE MADRUGADA






Recién cuando hube salido a la hora normal para llegar al Shopping 21.30 como había acordado con mi amiga me di cuenta de que la fiesta de Iemanjá podía complicarme un poquito el traslado, y así fue. Como demoraba en venir el 405 tomé un 103, desde el cual vi cómo el susodicho bus nos pasaba alegremente en un par de paradas, justo cuando me estaba levantando para dejarle el asiento a la nena gorda con el brazo enyesado. Cosas que pasan. 
Una vez en Comercio y 8 de octubre esperé largo rato por algo que me sirviera, hasta que vino un 144; pero ya estaba casi con un pie adentro cuando asomó su nariz colorada el siguiente 405, y dejé que el Cutcsa siguiera. Mal hecho, porque el 405 no abrió sus puertas y siguió de largo: venía lleno hasta el tope. En ese momento hubo una apertura de las puertas del cielo y un par de ángeles tocaron las trompetas para anunciar un momento de epifanía: un tercer 405, esta vez vacío y con conductor sonriente, hizo su aparición y al abordaje fuimos varios fieles cultores del SMT y yo, que casi subí por último, de la emoción recibida.
Ya en el shopping, capuccino de por medio, tuvimos con mi amiga unos 25 minutos para ponernos al día, de los cuales creo que yo hablé 23 y medio, porque ella es una persona de pocas palabras y yo no. Mi amiga es alguien particular: no quiso pedir nada para comer porque no había probado bocado en todo el día y no estaría bueno ingerir justo algo harinoso, del estilo de cosas que había en el café del Moviecenter, mientras que yo en su lugar hubiese arrasado con todo lo dulce y lo salado sin meditar en sus componentes grasos, tóxicos, pesados o hasta radiactivos, si se cruzan.
La película que íbamos a ver empezaba a las diez y media y duraba una eternidad. Prometí que no iba a hacer comentarios molestos o a resoplar con manifiesta indignación y debo reconocer que me porté como una lady: no insulté a Peter Jackson cuando Galadriel, Elrond y Saruman se enfrentaron a los Nueve Señores Oscuros y a Sauron himself, ni cuando Radagast salvó a Gandalf conduciendo un trineo tirado por conejos, ni cuando el padre de Legolas (¿??) quiso atacar a los enanos de Erebor por un puñado de joyas. No lo insulté en voz alta, pero en mi fuero interno estuve todo el tiempo invocando al espíritu de Tolkien para que volviera de la tumba y le diera una buena revolcada por el fango al responsable de semejante bazofia, a la vez que me insultaba a mí misma por esa manía de no dejar sin completar una trilogía por muy bobas que se hubiesen puesto las dos películas anteriores.
Salimos cinco antes de la una, y demoré unos minutos en convencer a mi amiga de que no me llevara a casa, que por la puerta del shopping pasan buses toda la noche, hacía calor y había gente por todos lados y comercios abiertos las 24 horas. De hecho, mis previsiones resultaron ser un poco ilusorias, porque salvo un 405 que hizo su aparición a los diez minutos y no se dignó a parar pese a que tenía lugar de sobra, después, nada. Me senté en un murito a esperar que el destino decidiera. No tenía miedo; había gente como si fuera de día, pero a los pocos minutos una molesta puntada hizo su aparición, o su reaparición, mejor dicho. Hace un par de meses que de vez en cuando me pasa eso: siento como si tuviera un puñal clavado en el medio de la espalda, me duele un rato y se me pasa. El problema es que hoy no solo lo sentía en la espalda sino en el pecho, y hasta me empezó en el acto mismo de respirar. Hice un intento de relajación muscular, y nada. Me paré, y nada. Aquello empeoraba. Me entré a asustar pero vi algo que me podía tranquilizar, y allá fui.
Caminé media cuadra y entré al local del SEMM que hay frente al shopping. Estaba medio a oscuras pero abierto. Me tomaron la presión, me revisaron, me formularon preguntas, me hicieron subir a la camilla (donde debieron darse cuenta de mi estado lamentable, porque casi me caigo). Por último, me untaron gel por tobillos, muñecas y pecho, y terminé con un electro, que dijo que yo no tenía nada coronario. Ah, qué bueno. ¿Y la puntada? “Tenés que consultar a tu médico”. Bárbaro. Y me fui. 
Crucé de nuevo a la parada: nada había cambiado. La misma gente seguía esperando el mismo regreso a los hogares lejanos, mientras a mí me seguía doliendo la misma puta puntada entre pecho y espalda. Por fin pasó un 182 y me lo tomé. Iba repleto y fui parada en el medio. Me costaba concentrarme en el recorrido porque el dolor seguía allí, estable, inamovible. Solo sabía que aún no habíamos cruzado Avenida Italia. Había muchas personas, que de a ratos se asemejaban a los orcos de Peter Jackson, aunque no gruñían demasiado. Por un rato me concentré en mirarle los zapatos al tipo que iba parado frente a mí, hasta que me di cuenta de que estaba siendo un tanto desequilibrada, y traté de identificar por qué calle íbamos. A medio metro una mujer gorda y con aspecto de hipilla seducía y se dejaba seducir por un plancha más joven que llevaba el mate en la mano y no dejaba de hablar de murgas. A ella le entendí solo tres frases, en medio de mi dolor y de la creciente sensación de mareo que se iba apoderando de mi persona: primero dijo algo así como que no era una mujer como todas, segundo le preguntó si él le iba a pegar un tiro y tercero afirmó que ella era una persona que estaba en contra del sistema. Ahí me desentendí, no porque no me interesara, sino porque el mareo se agudizó a tal punto que pensé que me iba a caer redonda en el piso. Como pude le pedí el asiento a un hombre y me desplomé. Corría algo de aire, no lo suficiente. Me desparramé en el asiento. El hombre me preguntó si quería pedir la coronaria, que en el ómnibus hay cobertura, pero dije que no. Ya me iba a bajar, y si la pedía seguro que el bus tenía que parar hasta que llegara y hasta puede ser que se esperara al próximo; ya me ha pasado, y no quise ser el motivo de una complicación como esa solo porque me estaba por desmayar y la espalda me dolía como si me hubiera enfrentado al mismísimo jefe de los orcos de la película, o a los gusanos cometierra que hacían túneles para que los orcos pasaran sin ser vistos…
Qué bazofia, repito. Maldito Peter Jackson.
Mis delirios quedaron cortados por una voz de mujer desde el asiento de atrás que me alcanzó un perfume y me hizo ponérmelo en las muñecas, para hacerme reaccionar. Me ofreció una pastilla pero le dije que no, solo necesitaba que me avisara en 8 de Octubre. “Yo bajo ahí, te aviso”, me llegó la voz, y en dos minutos: “Vamos! Agarrate de mí, dale, que ya bajamos”. “No te preocupes, bajo bien”. Y salimos. 
Me senté en el escalón de entrada del bar que está en Luis A. de Herrera, a media cuadra de 8 de Octubre, y ahí vi que la mujer que me había ayudado era una gurisa de unos veinte años, de musculosa y short negros. Me dio un trago de Coca y se ofreció a pararme un taxi, pero como demoraba un poco caminamos hasta 8 de Octubre, mientras ella me contaba que ayer mismo le pasó algo parecido en el trabajo y tuvieron que llamarle al médico y darle unos calmantes. “¿Y qué era lo tuyo” le pregunté, y ella: “Nada. Un ataque de pánico. ¿Vos estás angustiada por algo?” “No, para nada. Bah, creo que no, no sé. Creo que no”, repetí, mientras paraba un taxi que se dignó a cruzarse en nuestro camino. “Voy para Camino Maldonado, ¿te sirve si te acerco?” “No, no te preocupes, que quedé de encontrarme acá con mi novio”. “Ah, dale. ¿Cómo te llamás?” “Soledad”: “Gracias, Soledad, gracias, sos un ángel”. Y tomé el taxi, y volví a casa, donde no hice nada, aparte de correr a un gato intruso del techo de la cocina, de tomarme un analgésico y de ponerme a escribir como forma de exorcizar los demonios, las puntadas, los años, los miedos, los puñales en la espalda. 
Sobreviviré.
Sobreviviré porque tengo que llegar en mayo al cumpleaños de mi amiga para regalarle El Hobbit, así entiende por qué creo que Peter Jackson debió leerlo antes de embarcarse en sus dos trilogías hollywoodescas y antitolkeanas. 
Y ahora voy a ver si me duermo, que para crónica esto ya se va haciendo demasiado largo. 
Mañana será otro día.

lunes, 2 de febrero de 2015

Fiebre de sábado por la noche



Llegamos al bar un rato antes de que comenzara la música en vivo y de inmediato vimos una mesa con mi nombre. Solo había unas cuatro personas instaladas en el local, de modo que me pareció lo más lógico, en cuanto vimos que “nuestra” mesa estaba pegada a los músicos, mudar la reserva por otra unos metros más atrás. Era sencillo: solo había que cambiar los servilleteros, porque ambos tenían el nombre de quien reservaba el lugar. O parecía sencillo, al menos. Las dos mozas pelirrojas se hicieron un lío terrible, despegando el papel con el nombre de cada uno, pidiendo cinta adhesiva para recauchutar el cartel que se rompió al sacarlo de su sitio original, compleja maniobra que les demandó sus buenos cinco minutos, mientras nosotros obviábamos cualquier comentario o cruce de miradas al estilo de “te juro que no entiendo…”
La grappamiel llegó antes que la pizza. Al menos llegó lo que ellas creyeron que era grappamiel, aunque apenas la probé sentí el gusto más horroroso que se pueda pensar. Fuego líquido. Tortura. Asquete. Puaj. Fui hasta la barra y encaré a la más joven. 
_ Disculpá, te había pedido grappamiel.
_ Sí, es grappamiel.
_ No, no es. 
La chica (que parecía estar en su primer día de trabajo, no tenía idea de cómo eran las pizzas ni de mucho más y escribía cada pedido con una lentitud exasperante) le preguntó a otra, un par de años mayor y con aire de experta en el metier, quien me contestó con amabilidad y firmeza:
_ Claro que es grappamiel. Mirá, acá está._ dijo, mientras señalaba una fila de botellas de Flor de Amarga Vesubio. 
¡Con razón el gusto, dios mío, quién puede pedir a conciencia una Flor de Amarga!
Solucionado el inconveniente (porque el dueño se lo hizo entender, ya que a mí la moza pelirroja experta nunca pareció escucharme), estuvimos esperando un rato por la pizza, que se demoró más de lo previsto. En eso pasó Miss Eficiencia y amenazó con retirarnos los platos.
_Eeeh… La pizza aún no llegó.
_ ¿No llegó? Aaaah.
Creo que recién ahí fue a pedirla. 
De todos modos no fuimos los únicos perjudicados: al propio dueño del boliche le sirvieron un plato sin cubiertos y tuvo que andar gesticulando por debajo de los blues del espectáculo para que se los alcanzaran. 
La música por suerte (y pese a todo) valió la pena.