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martes, 26 de noviembre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 4: La vieja Presolpina.

             



                 Presolpina era el nombre de mi bisabuela por el lado de los Barreto. Todavía hoy recuerdo con todo detalle las visitas a su casa en Melo como una instancia formal, aburrida y no exenta de cierto temor porque la vieja tenía muy mal carácter y su posición de Hembra Alfa de la manada la hacía de todo punto indesobedecible.
            Pero había que ir.
            La casa quedaba en las afueras de la ciudad y era relativamente modesta, aunque a mí me parecía enorme y misteriosa con sus estantes inalcanzables, su olor a encierro y esos silencios incómodos de las visitas por cortesía de los tiempos de antes en los que uno miraba al piso y tragaba saliva en silencio esperando que el grito lejano de un heladero o la irrupción intempestiva de un niño o un perro introdujeran una distracción por fin, por fin, por fin algo, dios mío. Por fin. Algo.
                En la época en que íbamos a visitarla ella vivía con la Santa y la Chiquita. Había tenido muchos hijos pero ya todos excepto la menor estaban casados y viviendo por su lado, incluyendo a mi abuelo, el único que había rumbeado para la capital. Una antigua tradición de Cerro Largo la había llevado a bautizarlos con nombres que comenzaran por la misma letra. Así fueron naciendo Albino, Adeal, Aldina, Adelina, Albina, Antenor y Alaídes, aunque hay que señalar que el nombre verdadero de mi abuelo según la cédula era Juan Elbio, porque al empleado del Registro Civil el nombre de Albino no le pareció lindo y se lo cambió al inscribirlo, sin decirle nada a la familia. La última hija del matrimonio de Presolpina y Policarpio desde un principio salió medio lenta para pensar, característica que la familia atribuyó al hecho de haber decidido sus progenitores a último momento interrumpir la seguidilla de nombres que empezaran por A y ponerle Santa. Nadie se cuestionó si no sería que los padres ya estaban más que maduritos para seguir procreando criaturas y tampoco _menos aún_ se les ocurrió consultar a un médico para ver si su problema tenía que ver con algo innato, con desnutrición o con vaya a saber uno qué motivos. La Santa tuvo un nombre que no empezaba por A y les salió lenta; más claro echale agua.
                Volviendo a la dueña de casa, era una mujer fuerte doña Presolpa. Como regalo de casamiento el viejo Orosmán, su padre, les había dado un lugar para hacerse un rancho en el fondo del campo lejos de todo, donde vivieron apartados del pueblo y de la familia por varios años. Pero Policarpio trabajaba en la esquila y había épocas en que pasaba diez o quince días sin aparecer. Una noche mi bisabuela se levantó porque escuchó a los teros y se puso a esperar. También ladraron los perros. De pronto sintió que golpeaban las manos y se quedó quieta. Era muy tarde y ella no estaba armada. Esperó en silencio, con el corazón en la boca, hasta que vio una mano aparecer por la rendija tratando de levantar la aldaba. La puerta no tenía cerradura, solo una maderita que la mantenía cerrada desde adentro por si el viento y los perros, obstáculo en todo caso fácil de sortear por cualquier caminante en busca de comida, mujer y techo ajenos. Cuando aquella mano de dedos grandes y curtidos tanteó la aldaba Presolpina no dudó y le dio flor de martillazo. Nunca se supo qué fue del intruso.
                Al poco tiempo las cosas mejoraron lo bastante para la pareja como para desembolsar novecientos pesos uno arriba del otro y comprarse una casa en Melo, donde vivieron hasta el final de sus días. El egoísmo de Presolpina fue proverbial en mi familia, al punto que se decía que tenía los dulces y otras cosas ricas bajo llave para disfrutarlos sin compartir ni siquiera con sus hijos y que a la hora del almuerzo ella se comía los churrascos y le daba los huesos al marido para que mordisqueara las sobras. Conociéndola, no lo dudo.
                Las tareas domésticas del hogar recaían siempre en los hombros de la Chiquita, la criada, una muchacha apocada y sometida al menor capricho de la patrona. En esa casa había mucho que limpiar, vaya si había. Esta no era como mi otra bisabuela, doña Eleodora, que no sabía nada del manejo de una casa de familia, que era torpe, poco habilidosa y perezosa a tal punto que a veces los chiquilines amanecían meados y así se quedaban hasta el mediodía por no molestarse en cambiarlos. Presolpina era muy activa; tomó las riendas del poder desde un principio y ya no las largó más ni hubo quién le disputara el derecho a hacerlo un día siquiera. La pobre Chiquita era la que llevaba la peor parte de las tareas y los rezongos de cada jornada.
                Hace muy poco tiempo vine a enterarme de dos cosas. Primero, que al parecer la Chiquita sí era parte de la familia, desde el momento en que era hija natural de uno de los hermanos de mi abuelo, quien la trajo para que su madre la criara porque vio que la gurisa estaba pasando hambre. Segundo, que la verdadera bruja de la vida de la Chiquita no era la vieja Presolpina sino la Santa, con su apariencia de pobrecita, quien la mandoneaba y le pegaba sin miramientos, desquitando en la muchachita el vacío de sus días iguales y sin para qué. De todos modos, que mi bisabuela no fuese mala con su nieta no reconocida no quiere decir que no lo fuese con otras, que el tener criadas era una costumbre muy arraigada en campaña y por ese hogar pasaron varias. A una, incluso, llamada Mabel, se la llevó la madre después de que una vecina denunció a Presolpina por maltratar a la criatura y no darle de comer.
                Volviendo a mi infancia, en esa cuadra siempre había algunos niños. Eran amigos de mis primos lejanos Randol y Raña, y por ese parentesco me aceptaban para jugar a la escondida o la mancha, aunque a veces cuando yo recién había llegado alguno se me quedaba mirando y me gritaba: “¡yo contigo no juego, Yanet!”, y cada vez había que explicarles que yo no era la nena mala de la calle, la tal Yanet a la cual nunca pude sacarme el gusto de conocer ni de lejos, que yo venía de Montevideo y solo quería jugar sin pelear con nadie.
                Las visitas duraban de dos a tres horas. Las señales de que se acercaban a su fin eran un licorcito con el que era invitado mi viejo y un concierto de acordeón conque éramos obsequiados todos, y que es lo único realmente bueno que recuerdo de la vieja Presolpina.
Tocaba como los dioses. Cuando se abrazaba al Paolo Soprani rojo el mapa de arrugas de su cara parecía alisarse como por arte de magia, lo endeble de sus huesos desaparecía, se apagaban todas las voces y escapaban todos los silencios y todas las incomodidades mientras sonaban sus notas exactas y conmovedoras y todos nos quedábamos mudos y con la boca abierta de la admiración. Eran siempre las mismas canciones, pero no importaba. Tocaba como los dioses.
Mi abuelo heredó su oído para la música.
Mi vieja tiene la misma fuerza de su carácter indomable.
Yo solo espero no haber ligado nada del infame egoísmo de la vieja Presolpina.

martes, 19 de noviembre de 2013

Viento helado






Lo primero que pensó Cecilia después de indagar cómo se presentaba el aspecto del mundo exterior por una rendija abierta de la cortina de su cuarto fue que no le gustaba el viento. No tenía demasiados problemas con el frío, la lluvia y hasta la nieve, que en cierto modo podría llegar a tolerar, pero los días de viento la invitaban siempre a rebelarse, a decir no, a meterse bajo las cobijas y no asomar la nariz hasta que todo hubiera terminado y la paz y el silencio reinaran nuevamente sobre el universo y afines.
No le gustaba el viento pero de todos modos esa mañana después del desayuno se puso sus mejores championes, un equipo deportivo, pescó los auriculares del celular de arriba de la mesita de luz y se fue a caminar por la rambla. Hacía dos horas que recorría una y otra vez el trayecto entre Malvín y Punta Gorda cuando algo la hizo detenerse de repente y quedarse un segundo inmóvil, como pensando.
“¿Qué estoy haciendo? A mí no me gusta caminar, y menos con este viento helado. Parezco Diana.”
Y lentamente emprendió el retorno a su hogar, extrañada.
Mientras volvía no pudo dejar de pensar que quién sabe cómo estarían los chiquilines en la escuela y el liceo con este día tan inhóspito, y que ojalá que a su ex marido no se le diera por utilizar la excusa del mal tiempo y las posibilidades de vendaval para cancelar el fin de semana con ellos, que tanta ilusión tenían, y que además con o sin viento iba a tener que encarar la ida a la terminal de Tres Cruces a sacar el boleto para ir a dar clases al interior, como todas las semanas, y que… 
Y que ella no era ni Valeria ni Nélida, por dios, ¿qué diablos le pasaba ese día?
Retomó la caminata hasta su casa; le quedaban ya unas pocas cuadras, pero el sonido del viento en sus oídos se hacía cada vez más apremiante, y apretó el paso, aunque no pudo evitar detenerse ante la vidriera de una mercería a contemplar las hermosas madejas de lana recién recibida de Colonia, con los nuevos colores del otoño. 
“¡Pero si yo no tejo! Gabriela se debe estar acordando de mí”. Y siguió caminando. 
“Capaz que a los trillizos les vendrían bien unas bufandas tejidas por mamá para días como el de hoy” llegó a cruzar por su cabeza mientras la sacudía violentamente, intentando desalojar de allí a Claudia y todas sus cuarentonas amigas de Montevideo. 
El pelo se le metía por los ojos y los rulos no la dejaban ver el camino; trató de desenredar uno de los auriculares y los dedos se le quedaron metidos en un mechón, atrapados. Siempre que soplaba fuerte le pasaba lo mismo; iba a tener que hacerse la planchita de modo definitivo un día de estos. “Mariela tiene rulos, vos no, vos tenés pelo lacio y dócil, que no te complica los días de viento” murmuró, mientras espiaba de reojo a una ardilla que trepaba al árbol más cercano, a unos cinco metros.
Miró a su alrededor como si estuviera despertando de un estado de adormecimiento. Los parques de su ciudad son hermosos en todas las estaciones, pensó. Y el aire es tan limpio que una siente que la sangre canta cuando se camina con ganas por un rato, incluso los días de viento. Es tan maravilloso ser joven y sentirse viva. Estar donde se quiere estar. Decidir.
Llegó hasta su hogar en Eden Pairie y se tiró en la cama por unos minutos. Afuera el viento seguía soplando pero ya no le importaba. Ya no podía helarle el alma ni quitarle las ganas de poner un disco, comer algo dulce, leer un libro y continuar siendo Cecilia por el resto del día.

viernes, 8 de noviembre de 2013

MUNDO BARRETO, capítulo 3: El vecino


         


   La vaca de Juan Rivero era un asunto serio para mi abuelo. Él ya le había avisado una vez, y otra, y otra, pero el hombre no tomaba cartas en el asunto y la cabeza del Albino empezaba a echar humito cada vez que la veía pastando como si nada en medio de sus plantíos.
            _ Vecino, a ver si asujeta ese animal antes que se lo limpie de un balazo… Yo sé por qué se lo digo. Si me entra de nuevo en la chacra rompemos relaciones y dispué no se me ande quejando, que alvertido está hace rato. Yo le aviso.
            Pero el tal Juan Rivero era hombre flojo para el trabajo y con tal no cansarse persiguiéndola dejaba que la vaca pastara a su antojo. El animal era en verdad de otro paisano. El compadre Saturno Sosa se la había prestado por un tiempito para que él pudiera darle de vez en cuando un poco de leche a sus dos criaturas, porque la cosa estaba muy difícil como para poder comprar en la estancia más cercana, que quedaba a dos kilómetros pasando la zanja.
            Una tarde Albino y Viterba se demoraron un rato en asomar la nariz fuera del rancho después de la siesta. Era pleno noviembre, las gurisas estaban hasta las cuatro en la escuela y no había por qué andar trabajando la tierra al rayo del sol, que siempre cansa más que a la sombra. Ya desde el patio, mientras se echaba un jarro de agua de la cachimba por la cara para refrescarse, mi abuelo vio la figura marrón y blanca de la vaca ramoneando de lo más contenta en el medio mismo del maizal. De lejos hasta parecía estar moviendo la cola a lo perro, pero esto debe ser un agregado posterior a la historia, que no se sabe de vaca que haga esas señales, y menos cuando ve una figura de camisa a cuadros, bombacha ancha y sombrero de paja que se monta en la tordilla y arranca a correr hacia ella como alma que lleva el diablo.
            Pobre vaca.
            Mi abuelo la sacó corriendo del maizal y la persiguió montado en la yegua hasta acorralarla al borde de la zanja y obligarla a cruzar a nado. La corriente estaba crecida ese día y el animal tuvo sus dificultades, pero al final logró hacer pie en la orilla opuesta, donde se quedó un rato mugiendo lastimeramente porque estaba bravo para emprender la vuelta, aun cuando el paisano de la camisa a cuadros se alejó enseguida, yendo hasta el rancho del vecino Juan Rivero a darle las quejas por el maizal pisoteado.
            La discusión entre los dos hombres tuvo lugar en la puerta misma del rancho del otro. Era terco el hombre, y solo dejó de insultar a mi abuelo cuando este, genioso y mal encarado como el que más cuando alguien se metía con lo suyo, sacó el 38 de la cintura y le tiró un balazo que impactó en la pared de barro, a unos centímetros de su cabeza. Los Barreto de esas épocas no conocían el significado de la palabra paciencia, parece, ni sabían gran cosa del poder del diálogo y la cuota necesaria de diplomacia entre vecinos.
Lo que sí tenían claro y mi abuelo más que nadie era la importancia de llevarse bien con la autoridad, como quedó demostrado esa noche que pasaron ambos detenidos en la comisaría a raíz de la denuncia de Rivero. Este adujo que su vecino Albino le había pegado un balazo pero no pudo mostrar ni un rasguño para avalar sus dichos. El denunciante tuvo que pasar las horas cocinando y lavando los platos para mi abuelo y los milicos de la comisaría mientras ellos jugaban al truco y se divertían de lo lindo entre risas y cañas. La autoridad y la plata siempre se han llevado bien en este bendito país y en el Poblado de las Ratas mi abuelo venía a ser, sino un millonario, al menos el vecino potentado con rancho, carro y campo propio. A la mañana siguiente los levantaron temprano y cada uno rumbeó para su casa sin mirarse ni murmurar ni un buen día.
Después parece que la denuncia llegó a Melo pero no pasó a mayores porque el que la recibió fue un pariente, el padre del Lele, quien en defensa de mi abuelo la rompió en ocho pedazos y dio por terminado el tema. Entre familia no nos íbamos a andar pisando el poncho, y este Juan Rivero que aprenda a controlar la vaca o que la devuelva, que esos animales son de lo más mañosos y una vez que dan con el maíz no hay quien les haga volver al pasto.