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jueves, 11 de julio de 2013

EL PACTO







Al primer marronazo la baldosa se hizo añicos y una lasca que saltó hacia mi lado me dio en la frente. No llegó a lastimarme pero me impresionó lo suficiente como para no reprimir una exclamación que pronto encontró eco en otra voz, mucho más grave que la mía.
_ Señora, va a ser mejor que se aleje un poco. Esto puede ser peligroso, ¿sabe?
Miré al albañil con una mezcla de desprecio e incredulidad. ¿Señora? ¿Peligroso? Qué sabrás vos de peligros, pensé, y lo de señora se lo podés ir diciendo a tu abuela. En ese momento mi prima Nancy me tocó el brazo y con un gesto desarmó mi naciente belicosidad. Estamos grandes, lo sé, y la edad nos pone quisquillosas. Moví la cabeza y levanté los ojos como queriendo indicar mi resignación y ella y Marcela me sonrieron, mientras el reloj marcaba las nueve de la mañana y una tormenta de golpes iba desarmando poco a poco el piso de lo que había sido la cocina de nuestra abuela.


Estábamos todas las primas, una de las tías y un par de sobrinos nietos que correteaban por el patio como nosotras lo hiciéramos hace cincuenta años. Un azar del destino nos ponía frente a frente con la posibilidad de develar el misterio más grande de nuestra infancia. Apenas podíamos respirar.


El dueño de la casa, Gustavo, fue el que puso en marcha esta locura al llamar a Estrella hacía tres semanas y contarle que iba a demoler la vieja cocina y convertirla en un patio interior dado lo vetusto de su instalación. Era más barato edificar una nueva al fondo que refaccionar las paredes rajadas y cambiar las endebles ventanas que ni él ni mi abuelo lograron nunca impermeabilizar del todo. Escuchar eso y preguntar si nos dejaba participar de la empresa fue todo uno y así, con la velocidad de las comunicaciones propia de esta época, nos vimos de pronto envueltas en un laberinto de idas y venidas que desembocó en esta reunión matutina de ojos ansiosos y recuerdos agazapados. Solo faltaba Moisés, nuestro único primo varón, que estaba viviendo en Brasil con su familia desde hacía varias décadas.


Poco nos importaban, en verdad, paredes y ventanas. El piso era nuestro objetivo. El piso y lo que pudiera haber debajo, para ser más precisos. Las viejas historias del sótano clausurado antes de que los abuelos compraran la casa, del primer dueño obligado a casarse con una chica embarazada que desapareció misteriosamente, de mis tías matándose a golpes cada noche ante la aparición de una figura rubia y etérea que las miraba en silencio, todo eso y mucho más rondaba en el aire a nuestro alrededor. Yo me había tomado un cuarto más de esas pastillitas que desde mi jubilación uso (por prescripción médica) antes de acostarme, Lourdes confesó haberse preparado un té de tilo y Elizabeth retorcía entre sus manos un peluche de una de las nietas, juguete que, a juzgar por cómo estaba siendo tratado, corría serios riesgos de ser desmembrado en cualquier momento.
_ Esto tal vez lleve un rato, señoras. Si quieren, cuando terminemos de levantar las baldosas les avisamos.
No nos miramos siquiera. No hacía falta.
_ Nos quedamos acá, si no les molesta.
Si así fue no nos lo comunicaron, de modo que asistimos al lento proceso de romper, retirar, limpiar, hasta que bajo los escombros fue perfilándose algo así como un piso diferente, que a la postre terminó por ser el borde derecho de una vieja puerta de madera. Gritamos al unísono, haciendo saltar de la sorpresa a los dos muchachos, que nada sabían de nuestras intenciones, y corrimos a buscar al dueño de casa, quien precisamente por serlo tenía derecho a participar de cualquier descubrimiento que en su territorio pudiera tener lugar.
Gustavo vino todo lo rápido que pudo, lo que no es mucho decir. También él ha envejecido; es otro de los espejos en los que rehusamos mirarnos.
La puerta del sótano, si es que lo era, medía un poco más de sesenta por sesenta y pronto fue despejada, pero los obreros no lograron levantarla y tuvieron que hacerla pedazos, tal como hicieron con todo el costado derecho de la cocina, el que daba al corredor de la entrada cuando yo era niña.
Un agujero negro y con olor a humedad apareció ante nuestros ojos. Instintivamente nos habíamos tomado de las manos mientras nos acercábamos con actitud reverente.
_ ¿Qué hacemos? _preguntó alguien.
_ No sé_ respondimos las demás.
_ ¿Por qué no bajan? _terció uno de los obreros, el más rubión, con cierto tonito irónico en la pregunta.
_ Yo voy_ dijo Gustavo, manoteando una linterna que colgaba del rincón, ante lo cual Estrella dio casi un salto y lo tomó del brazo.
_ Gustavo, dejanos entrar primero. Llevamos una vida esperando.
Y bajamos.
Colocamos una escalerita de aluminio en el pozo y bajamos de a una por estricto orden de edades, de mayor a menor. Primero las mellizas, luego yo, las evangelistas después y por último Marcela, la más joven, que aún seguía trabajando pero se había pedido la mañana libre para asistir al descubrimiento (o no) del sótano perdido desde hacía setenta años.
La linterna de Gustavo y la luz de los celulares nos fueron mostrando los contornos de una habitación pequeña con piso de cemento. Dos paredes llenas de estantes donde se acumulaban rimeros de libros, diarios y papeles a punto de desintegrarse por el tiempo y la humedad. Un baúl en un extremo, que al abrirlo reveló prendas femeninas cubiertas de moho y un par de ropitas de bebé de un color que podría o no ser rosado. Una mesa rústica. Botellas vacías. Clavos oxidados. Pedazos de platos rotos contra un rincón. Un tenedor en el piso.
Una respiración entrecortada me sacó del estado de hipnótica contemplación en que había pasado no sé cuántos minutos. No entendí si era Marcela o Nancy la que lloraba, ni presté atención a las voces que susurraron las previsibles palabras de aliento y consuelo. Había tropezado con algo confuso y estaba maldiciendo la presbicia que me impedía enfocarme bien en lo que divisaba ahí, en el piso, a mi lado. Parecía un hueso. Me agaché a tomarlo y en ese instante mi vieja operación de rodilla me cobró boleta, perdí el equilibrio y caí encima de Lourdes, que dio un grito y trastabilló a su vez. Se nos fueron de las manos los teléfonos. Por un momento todo fue confusión y griterío, porque no hay nada más contagioso que el pánico, y el de seis mujeres de cierta edad no es precisamente el menos ruidoso.
_ ¿Están bien? ¡Señoras! ¿Están bien?_ asomó por la parte superior del pozo la cabeza con rulos del obrero más joven, que no llegaba a los treinta años.
_ Sí, sí, no te preocupes. Ya salimos.
Una a una fuimos asomando de nuevo por el agujero del piso de la otrora cocina de la vieja Barreto, nuestra abuela. Nos sacudimos el polvo y salimos al frente, donde los niños y la tía Esther, arrugadita y encorvada pero alegre como siempre, nos esperaban tomando un poco del tibio sol de setiembre.
Décadas de enigmas, hipótesis y leyendas habían sido de golpe suprimidas en apenas unos instantes de confrontación entre lo especulado y lo hallado. Como siempre, no hubo necesidad de muchas palabras entre nosotras. Los diez o quince minutos que nos llevó la caminata hasta Cuchilla Grande y 8 de Octubre bastaron para ponernos de acuerdo en unos pocos puntos fundamentales. Somos una familia pacífica y levemente egoísta: elegiríamos el silencio, más cómodo y menos riesgoso.
Han pasado cinco años de esa mañana y lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer. Ninguna quebró el pacto, hasta ahora, pero en mi fuero íntimo sé que si algún día me encuentro a un nieto o bisnieto de ese hijo de puta me va a oír. Vaya si me va a oír.