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lunes, 29 de abril de 2013

LA TIENDA







Tiene una vidriera sobre Camino Maldonado y otra que da a la calle del costado, ambas decoradas por la propia mano del dueño, el Gordo Giaccometti. A veces, si uno se fija con cuidado, puede llegar a ver en ellas huecos inexplicables, espacios vacíos en la constelación de calzoncillos, soutienes, remeras y pantalones deportivos que se dan cita tras los vidrios para mostrarse orgullosos a los caminantes del barrio. Es que el Gordo no siempre se acuerda de reponer lo que saca y vende.
_ Nuestro lema es servir al comprador. Eso en primer lugar. Nada de shoppings y tiendas enormes donde la persona llega y ni sabe quién es el dueño; acá le hacemos los gustos a la gente, el cliente siempre tiene la razón. ¿Quiere una prenda y no hay en stock? Pues se saca de la vidriera. ¿Quiere verde y solo tenemos en azul? Se le ofrece de nuevo el azul, que si lo mira bien es mucho mejor que el verde, ¿no le parece? ¿Si esa camisa amarilla de seda es de hombre o de mujer, dice? Depende… ¿Para quién la andaba precisando?
Giaccometti vende en la tienda desde que puede acordarse. Antes fueron su padre y antes aún, allá por los años cuarenta, su abuelo, quienes ocuparon el lugar principal detrás del mostrador.
El primero de los Giaccometti que vino a estas tierras lo hizo equivocado, pensando que no habría mucha diferencia entre el tórrido Brasil y ese húmedo y tranquilo Uruguay del que no tuvo noticias antes de embarcarse con su mejor amigo y abandonar Italia en busca de mejor fortuna y lindas mujeres.
Las cosas estaban mal en su tierra. La querra había terminado hacía poco tiempo y él no hubiera podido ni siquiera costearse el viaje si no fuera porque ante la negativa de su padre a pagárselo el tío Giusseppe, enemistado a muerte con el viejo Giaccometti y deseoso de llevarle la contra en lo que fuera, le prestó el dinero. Él cumplió con su palabra y se lo fue pagando, de todos modos, pero en cuotas tan microscópicas que la cosa amenazaba con tornarse infinita, si no fuera porque un buen día el Flaco Alberto, compinche de juergas y trasnoches desde el arribo al Puerto de Montevideo, se sacó la lotería y entre otras cosas le prestó el dinero para saldar la deuda transoceánica en una sola remesa. Grande fue el asombro del viejo Giusseppe al constatar semejante despropósito, y lo primero que pensó, no sin cierta lógica, fue que las cosas debían andar de maravillas en ese ignoto rincón de la América si su sobrino en unos meses ya había ahorrado lo suficiente como para pagarle. Es decir, que él también ni corto ni perezoso se compró su pasaje para el Nuevo Mundo. Y a él hubiera venido, si no fuera porque justo una semana antes le llegó la carta del sobrino explicándole que no, que en verdad aquí las cosas no estaban como para tirar manteca al techo, que el azar y la lotería y el amigo y la suerte y etc. Un entrevero de razones que terminaban por redondear la idea central de que no era buena idea que otro Giaccometti se apareciese por esta bendita América que apenas si alcanzaba para alimentar a uno. El tío cambió de idea y en su Venezia del alma se quedó para siempre.
El abuelo, por su parte, trabajó duro en una fábrica, dejando las horas, los días y la vida en una textil de poca monta. Un día se animó y empezó a vender de a poco: primero a los conocidos, después a los recomendados, y al final a quienes empezaron a caer por su casa en busca de una camisa, un sombrero o un juego de sábanas. Su proverbial simpatía y confiabilidad lo hicieron famoso en el barrio, aunque también es posible que al principio más de una de las clientas acudiera por el puro placer de perderse en sus ojos azules y sentirse halagada por su sonrisa de europeo de mundo, conquistador y galante.
El padre del Gordo ya encontró la vida más encaminada. Cuando tuvo que empezar a trabajar solo fue cuestión de aprender a manejar las redes y los resortes de un proyecto afianzado en el corazón del barrio. Lo llevó a cabo con tal éxito que en pocos años Giaccometti padre contaba no solo con la tiendita sino con dos apartamentos y una pequeña fábrica de prendas propias en el corazón de la Curva, controlados celosamente por él mismo porque ya se sabe lo que pasa si uno le deja el poder a terceros, explicaba el Gordo a quien quisiera oírlo.
La vida del nieto también fue muy fácil. Creció jugando entre los mostradores y haciendo artesanías con las madejas de lana y los botones de la tienda, que ya por los setenta había ampliado su rubro y era también mercería.
Hasta hacía unos años el negocio daba para tirar lindo, pero las cosas buenas nunca duran, reflexiona el Gordo cada vez que un cliente le da un real de charla. Poco a poco los pequeños comercios de este y de todos los barrios fueron cediendo paso a las grandes empresas, apareció la competencia con los chinos y se hizo cuestión de prestigio pertenecer a una franquicia y compartir el mismo cartel de la puerta con otros cincuenta o cien negocios de la ciudad. La tienda empezó a flaquear y al final solo se quedó con un puñadito de viejas fieles al buen trato y la confianza, de las que son capaces de pasarse una buena media hora eligiendo entre una bombacha blanca o una beige, porque total, qué importa la excusa cuando está claro que el motivo es el encuentro, la charla, el intercambio de chimentos y la nostalgia del pasado.
Giaccometti sigue al frente de la tienda, y lo estará por mucho tiempo más. El horario es cortado, porque el almuerzo es sagrado, pero abre de lunes a sábado todos los días hábiles y feriados laborables.
La tienda del barrio. Desde 1949, siempre a sus gratas órdenes. Por mayor y menor. Última moda. Lo que usted guste; pase y revuelva. Atendida por su propio dueño. Si no lo tenemos, se lo conseguimos. Si hay una falla se le devuelve el importe. A crédito y en efectivo. Descuentos al por mayor. Cambios de mañana. Lo esperamos.

lunes, 8 de abril de 2013

EL CELE CUMPLIÓ AÑOS





           
Llegué a Tres Cruces como siempre con tiempo más que suficiente para esperar el Núñez de la una de la mañana, y me zambullí en el primer asiento que vi desocupado, a encender mi Ceibalita y tratar de conectarme a internet a como diere lugar. Sabía que la terminal tiene wifi y mi adicción conectiva se encontraba en esos momentos en su punto álgido, mientras me preparaba para pasar un fin de semana sin conexión en Lago Merín. 
           
Veinte minutos más tarde seguía sin novedades.
Una señora rubia de unos sesenta años, muy prolija y educada, me pidió que le mirara sus cosas por un momento, mientras fue a hablar con una mujer pocos metros más allá. Al rato fue al baño, y le miré sus cosas otra vez. 
           
_ Cuidamelás, porque tengo hasta el celular ahí.
           
_ No hay problema.
             A los diez minutos
 otra veterana, esta vez una morena con pañuelo en la cabeza y bastón en la mano, empezó a emitir sonidos.
           
_ Joven. ¡Joven!
           
_ ¿Señora?
           
_ ¿No me acompaña al baño, que no veo?
           
Era ciega. La veterana prolija fue con ella, al tiempo que yo constataba que al fin tenía conexión y me sumergía en las redes, con una parte de mí pendiente de los petates ajenos, a cuatro asientos del mío. La rubia volvió al rato y se puso a hablarme, entorpeciendo mis únicos cuatro o cinco minutos de usufructo de wifi ajena.
           
_ Tuve que dejarla sola, y que alguien se ocupe de ella; yo no puedo. Hace días que duermo en la terminal porque no tengo casa. Estoy esperando a que mañana me salga una limpieza con cama, así puedo irme. Siete horas duermo en estos bancos cada noche, siete horas enteritas. Yo bajo la cabeza y ¡chan!, quedo chanta. A veces me despiertan porque van a limpiar y me tengo que ir para el otro sector, pero me adapto. El problema es que la cieguita vino con el marido y él se le borró, se le fue con bolso y todo y hace horas que no aparece y la pobre no sabe qué hacer, pero yo me lavo las manos, bastante tengo con mis problemas, ¿no?
             Miré el reloj; e
ra la una menos diez. Tiempo de ponerse en pie y enfilar hacia el andén 22 en busca del Núñez de turno.
           
El viaje fue eterno y jalonado de sueños y despertares, pero sin contratiempos. Al llegar esperé pacientemente el bus que me llevaría a la Laguna En el interín pasaron muchos liceales, todos de rigurosa camisa celeste y corbata bordó, como los de antes. Muchos iban en bicicletas pequeñas, como de niños, y se afanaban pedaleando parados sobre sus vehículos por el empedrado de la Avenida Virrey Arredondo. Al fin vino Pico y me subí a su desvencijado autobús, tan solo una hora y media después de comenzar a esperarlo.
           
Al principio no entendí por qué demoraba en arrancar. Siete u ocho minutos más tarde, cuando subió su mujer con la nietita en brazos, comprendí que habíamos estado esperando que la criatura se levantara, porque los abuelos (dueños del vehículo) la iban a llevar a pasar el día con ellos. A las dos cuadras hubo una nueva demora, esta vez de diez minutos, mientras la pareja bajaba en una panadería y cargaba bolsas y bolsas de pan y bizcochos para repartir en varios almacenes del pueblo. Finalmente a las ocho menos diez, bajo un sol cada vez más agradable, arrancamos, no sin antes cruzarnos con un desfile de autos clásicos consistente en dos cachilas, una cupé roja y un taxi redondo y simpático, que parecía sacado de una vieja película de los años cincuenta, acompañados por varios autos y camionetas modernos con banderas y distintivos varios.
           
_ Seguro que estos van a comer un asado por ahí, porque desfilar a esta hora no creo… _ fue la sentencia de Pico, que comía implacablemente un bizcocho tras otro. 
           
Frente al liceo dos adolescentes hicieron señas y subieron: habían madrugado en vano, porque no tuvieron clase, al menos en su grupo. En el camino, garzas de todo tipo, blancas y rosadas. Y al llegar, como siempre, mis viejos esperándome en la parada del Almacén El Vasquito (que como reza su cartel del frente “de todo tiene un poquito”).
           
Junto al portón de la casa nos esperaba una nueva amiga: Lucía, la perra cimarrona de los vecinos de la esquina, mimosa y plasta como la que más. La gata Guaytica se dignó hacerme algún mimo, desayunamos, mi viejo se probó el buzo que le llevé de cumpleaños y nos fuimos a caminar al ritmo cada vez más lento de mis progenitores. La primera parada, qué duda cabe, fue para alimentar al Gato Esqueleto. Aún se le palpa la columna vertebral, pero al menos ya tiene pelo y camina con paso más vivaz que hace unos meses, e incluso viene a nuestro encuentro desde media cuadra antes. Me lo llevaría para casa, si no fuera porque imagino vívidas escenas de pugilato entre las dos gordas de Arbolito y el nuevo, al que no quiero someter a tan dura prueba de sobrevivencia.
           
La playa estaba casi desierta, bajo un sol de verano digno de público más nutrido. Mucho pasto, eso sí, pero el agua estaba clara como siempre y las aves cruzaban todo el tiempo frente a nuestros ojos. Un barbilla nos siguió pacientemente por cuadras, hasta que entendió que no lo íbamos a adoptar y nos abandonó en alguna parte. Caminamos como veinte cuadras, nos cruzamos con una docena de personas, jugamos al 5 de Oro en el kiosco de Juanita (a la que esperamos un rato, porque estaba charlando a media cuadra con su amiga de la panadería) y volvimos. Mi viejo y yo pasamos un rato por lo del Carioca, le compré un kilo de Ambrosía y aproveché a sacarle unas fotos de su extraña casa, aunque otra vez me quedé con ganas de fotografiarlo a él con sus pelos blancos y lagos, sus lentes, su sonrisa franca y ese aire de personaje que comparte con más de uno por estas latitudes.
           
A eso de las once, confirmado ya que no me iba a conectar a ninguna Red Ceibal de la zona, me desplomé sobre la cama y quedé inconsciente por una hora por lo menos, mientras mis viejos tomaban mate bajo los árboles del fondo, donde mi hamaca estaba ya preparada. Al mediodía pasé un buen rato actualizando la fecha y hora y borrando mensajes viejos (a veces equivocados) de sus celulares, por ejemplo: “Acá con la Vale re turrit y el Brian re slow, tamos flayando”. Almorzamos canelones de pollo y dulce de zapallo, todo casero y más que sabroso, tras lo cual me preparé el clásico café con canela y me instalé en la hamaca, un poco culposa de haber dejado a mis gatas encerradas en este día de sol tan espectacular. Pero ya estaba hecho, y al rato de oír los millones de pájaros y el aleteo de los picaflores sobre mi cabeza todo sentimiento negativo se fue diluyendo dulcemente en la modorra de la hora de la siesta. 
           
La tarde se presentó increíblemente tranquila y soleada, ideal para ir a la lengua de arena y pasarme horas observando aves y proyectos de olas. Solo había otras tres personas: una pareja y un muchacho canoso haciendo deportes acuáticos, que me saludó al pasar, mientras un perro marca perro corría gaviotas y teros entre los charcos. Me quedé sentada en la arena seca, dejándome vaciar por el murmullo del agua que con el correr de la tarde se fue convirtiendo en un perfecto espejo matizado de gris y celeste. 
           
Y se vino la noche. La cuadra de casa se presenta casi del todo oscura y silenciosa. Hace un rato que armé el tul mosquitero, Guaytica aún no sabe si dormir o no conmigo, mi vieja ya empezó a hacerme cuentos de fantasmas y espíritus burlones (al mejor estilo de los Barreto de toda la vida) y yo acabo de decidir que no fue una buena idea abrir la Ambrosía, a la cual difícilmente puedo resistirme. Creo que si veo al Carioca voy de cabeza a comprar el segundo frasco. 
           
Y así pasó el cumpleaños número 73 del Cele, pese a que su documento de identidad dice que en verdad recién cumpliría 72 el próximo mes de junio. La gente de Cerro Largo nunca fue muy estricta con insignificancias como la fecha de nacimiento de los niños.

           
Hola, soy Mariela R. y hace un día entero que no me conecto a internet.

martes, 2 de abril de 2013

LAS PLANTERAS







La verdad es que no entendí cómo fue que esa extraña caja de cartón terminó entre mis cosas, aunque siempre supe que los peones de la compañía de mudanzas eran un poco desprolijos. A lo sumo me preocupó constatar, una vez instalada, que me faltaba esto o aquello, o que en medio de los paquetes con la loza se escuchara el sonido de algún plato hecho pedazos. Pero esto era diferente.
Recién me fijé en la caja durante la mañana del sábado siguiente, porque esa semana resultó tan demoledora que apenas desembalé lo esencial y acumulé el resto de los paquetes en el dormitorio pequeño, donde nadie dormiría por ahora. El sexto mes de mi embarazo ya se hacía notar y tanto Eduardo como yo preferimos no enloquecernos con los detalles y tomarnos todo con la mayor calma del mundo. Esa decisión, justo es señalarlo, no incluía al Oreja, nuestro gato de dos años, quien apenas salió del pánico inicial del traslado y el cambio de olores y formas se dedicó a explorar los nuevos ambientes con toda la meticulosidad que los felinos suelen invertir en estos menesteres.
Cuando lo vi dando vueltas y más vueltas alrededor de una vieja caja de cartón que no recordaba haber utilizado para la mudanza me acerqué intrigada. Era un objeto pequeño, del tamaño de una licuadora. Pensé llamar a Eduardo y preguntarle, pero el pobre había cargado sobre sus espaldas la mayor parte del trabajo y no estaría bien despertarlo solo para sacarme una duda. Levanté la caja y en ese momento el Oreja rezongó, asustado. Todos los pelos del lomo se le erizaron;  hasta amagó con arañarme.
_ No seas bobo, Orejita, ¿no ves que no es nada?_ le dije, mientras le acariciaba el lomo para calmarlo un poco, pero en vano. El Oreja siguió rezongando con esos sonidos gatunos que parecen sacados de una mala película de terror de los años sesenta. La caja estaba atada con una cuerda de color verdoso, bastante vieja, y me llevó un rato deshacer el nudo. Todo sea por no levantarme del sillón e ir a la cocina a buscarme un cuchillo para cortarla, pensé, mientras maniobraba con la atadura.
Para cuando terminé de abrirla ya era casi mediodía y el sol iluminaba el living con la tibieza de los meses de otoño. Dentro había una maceta pequeña con un cactus espinoso, de lo más decorativo. Bien, alguien por equivocación se quedó sin su planta, pensé. Menos mal que lo veo a tiempo de ponerle al sol y darle unas gotas de agua. Lo dejé sobre una silla mientras decidía postergar la definición de dónde ubicarlo para más tarde. El gato ya no estaba a mi alrededor; se había ido corriendo apenas comprendió que iba a abrir la caja a como diera lugar y no lo veía ni en el patio del frente ni en el muro del costado. Gato loco, ojalá que no se pierda. Este es un barrio nuevo y los felinos suelen enamorarse de las casas más que de sus dueños. 
Pronto me desentendí del asunto y me enfrasqué en el guardado de la ropa en los estantes del ropero, cuidando de no hacer ruido para no molestar al pobre de Eduardo, que roncaba a sus anchas.
En cierto momento me dirigí al living a buscar alguna cosa y fue entonces que algo me llamó la atención de inmediato: la planta se estaba moviendo. Juro que la vi moverse; era algo mínimo pero claramente perceptible. Me acerqué: algo vibraba entre las espinas. Tomé la maceta entre mis manos y ya la estaba llevando al dormitorio para contarle a mi marido que teníamos un cactus muy original cuando descubrí un mínimo agujero en una de las caras de la planta, entre las espinas. Un animalito pugnaba por asomarse el exterior a través del orificio. Era algo pequeño, con patas… Como una araña.
No pude evitarlo; tengo fobia a esos bichos desde que tengo memoria, así que no tuve que pensarlo mucho para tirar la maceta al diablo y salir corriendo de la casa.
Después me contó Eduardo que no era una araña, en realidad, sino decenas, cientos de ellas. Él despertó de inmediato ante el grito que pegué, y salió tras de mí como una exhalación, lo cual, sin que lo supiéramos por entonces, acabó por salvarle la vida. Un verdadero ejército de estos bichos salió a toda velocidad del cactus y comenzó a apropiarse de todos los espacios de la casa, dispersándose en un santiamén por los dormitorios, el living, la cocina y el baño. Se trataba de una variedad de arácnidos de veneno sumamente potente que hace sus nidos en el interior de estas plantas, de las cuales se alimentan las crías durante los primeros días de vida. Su origen es mexicano; las llaman “arañas planteras” y no existe antídoto contra su ponzoña.
Tuvimos que fumigar la casa antes de poder ingresar nuevamente en ella, pero aún así yo no estoy segura de querer que mi bebé nazca aquí. Con frecuencia percibo movimientos entre los muebles, pequeñas manchitas que deambulan a toda velocidad por el piso, aunque me cuestiono si no serán alucinaciones, fruto de la histeria del primer día y el terror que aún siento ante el solo recuerdo de esa mañana. Eduardo trata de calmarme pero yo ya me di cuenta de que, aunque disimule, él también mira continuamente el piso, las paredes y los rincones de cada ambiente. 
El Oreja, olvidaba decirlo, aún no ha vuelto.