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sábado, 24 de noviembre de 2012

PALABRA





El verano comienza con el primer cascarudo que patalea de espaldas en la vereda y termina con ofertas de cuadernos y lapiceras. En el medio, luz, arena, bronceador, pies descalzos y mosquitos descontrolados. Un tiempo tan fugaz y cambiante como los amores que engendra, me digo, mientras miro de reojo el almanaque y comienzo a armar mi coraza.
Confiá en mí, corazón.
Este verano prometo defenderte.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Percepción





Helena abre los ojos y mira el celular junto a su almohada. Es el tercer mensaje del día que se niega a leer. No, no quiere ir a la playa. No quiere un heladito en la rambla. No quiere merendar en el Shopping. Si solo la dejaran en paz. Si sus padres y el profe de Biología y la nutricionista y todos entendieran... 
Cada año es lo mismo: en invierno, con un buzo grande de lana y un jogging abrigado nadie lo nota, pero ahora… No puede salir así a la calle, ni soñarlo, imposible. Una bola de grasa, eso es lo que es. Cierto que la balanza marca cuarenta kilos, pero qué importan los números. Si come un bocado más saldrá rodando por el pasillo y eso ella no va a permitirlo.
Helena toma un sorbo de agua de la botella en la mesa de luz, silencia el teléfono y vuelve a cerrar los ojos.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 13)




Una de mis amigas más cercanas, que se moría por pasar unos días en el rancho y no encontraba con quién ir, era Anita, ya que por su trabajo en Punta del Este no podía nunca viajar en verano. De todos modos siempre tenía mucho tiempo libre entre semana de abril a noviembre, así que un buen día se armó de valor y se fue sola a Valizas. 


Pensó tomar el Rutas del Sol de las diez de la mañana pero entre una cosa y otra terminó saliendo de Tres Cruces a las tres de la tarde. Este no es un dato menor: si uno se va en ese ómnibus llega a las ocho, lo cual en primavera significa que está oscuro, no hay un alma en el pueblo y el camino se hace en medio de la soledad y el silencio. Nadie recorre las calles, no hay una luz en los ranchitos de la playa, ni siquiera se ven las luces de Aguas Dulces a lo lejos. Hay que caminar y caminar, sin pensarlo mucho, hasta que uno ve la familiar silueta del 832 recortada contra el cielo.
Y eso hizo.


Antes de entrar al rancho ya vio Anita algo que la dejó preocupada: había luz en el palafito del costado, en La Pajarera. Tal vez acostumbrada a mis paranoias habituales, de inmediato concluyó que los habitantes del rancho de al lado serían ladrones, así que lo mejor para ella iba a ser hacerse invisible. Entró al rancho, cerró despacio la puerta y se dispuso a dormir sin encender siquiera una vela. Debió ser un cuadro memorable, con ruido de viento y de mar, crujidos indeterminables, sombras confusas que se deslizan por las paredes y todo quieto, al acecho. Aunque en verdad la situación fue aún peor. Anita encontró los colchones que dejábamos apilados en el entrepiso bastante humedecidos y medio olorosos, necesitados de un rato de sol, por lo que los descartó. Intentó hacerse una colchoneta con las frazadas pero al abrir el baúl de madera se topó con un ratón muerto en su interior y ya no quiso indagar más: se tiró directamente sobre la madera de la cama y tapada con su campera de jean aguardó pacientemente a que llegara el alba. Eso demoraría un buen rato, porque cuando después de una eternidad miró el reloj recién eran las nueve de la noche.


El día siguiente amaneció radiante, pero para entonces Anita no quería saber más nada de Valizas. Hizo un poco de playa hasta el mediodía, regresó a Montevideo en el primer ómnibus de la tarde y nunca me volvió a pedir el rancho prestado.


Apenas pasada Navidad aparecimos por el 832 Paola, la Pacha y yo. Para variar alguien había entrado, teníamos dos vidrios y un postigón roto, pero no faltaba gran cosa. Lo más importante de lo robado era el acolchado verde que yo usaba siempre porque era el más prolijo. Igual el robo no nos afectó gran cosa porque el día era radiante, el mar estaba absolutamente verde y al atardecer pasó el Nórdico por la orilla del agua cabalgando en un caballo blanco cual spot publicitario de Visite Valizas, con una bermuda de jean desflecada, rulos al viento y problema odontológico invisible por la distancia. Qué imagen. Con sombrero de paja y todo. 


Gabriel, Horacio y Mónica se nos agregaron al día siguiente. Formamos un grupo muy afín, que dedicó la mayor parte del tiempo a decorar el rancho con cuadros y caracoles. Las paredes quedaron tapadas de obras de arte. También le pusimos al rancho su bandera, que había llevado la Pacha: amarilla y con una gran “S” roja por el nombre que le habíamos puesto: Subliminal. Como corresponde fue izada en medio de una ceremonia, sobre un improvisado mástil de tacuara que encontramos y aseguramos contra el viento lo mejor que pudimos.


Ya sobre los últimos días del año se nos unió un nuevo invitado, que se quedó solo una noche. Llegó en su ruidosa moto el viernes 29, y el chiste fácil a partir de ahí fue afirmar que yo estaba posando desde que apareció, lo cual no era cierto. Bueno, casi. 

Esa noche no quisimos salir; a cambio Gabriel y Horacio nos brindaron una improvisada función de radioteatro de sombras a la luz de las velas desde el entrepiso, que fue muy aplaudida, pese a que todos los capítulos empezaban y terminaban igual.


Al día siguiente fuimos al Cabo, que estaba lleno de caracoles, lobos y escombros. El Intendente se había mandado una acción medio sorpresiva semanas atrás y las topadoras habían tirado como quince ranchos, pero nadie recogió sus restos por unos cuantos meses. Volvimos al 832 esa misma tarde, después de buscar inútilmente quien nos alquilara casa por un día, visto que el Cali no captaba nuestras indirectas de que nos invitara a quedarnos en la suya.


Pasé fin de año en Valizas con Horacio y Gabriel. Cenamos opíparamente en La Proa, vimos un espectáculo tremendo de fuegos artificiales pagado por el Francés y terminamos la noche hablando como una hora de dormitorio a dormitorio, en plena oscuridad. Por primera vez tenía cada uno de ellos su habitación en el entrepiso, y mi lugar fijo desde mucho tiempo atrás era la cama de la planta baja, junto a la ventana que daba para el pueblo.


Y así arrancó 1996.