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martes, 23 de octubre de 2012

UNA HISTORIA QUE MARCÓ MI VIDA


 
          

DUDA



Enterarme de que los Reyes eran los padres no significó un trauma para mí, que ya me había dado cuenta.
El primer día de escuela, en vez de llorar como los otros niños, yo estaba chocho con liberarme de la soledad de hijo único y primer nieto.
Años después hubo un beso de debutante en cumpleaños de quince pero no fue como en las películas.
De cuando me recibí solo recuerdo que llovía y tenía hambre. Por ahí debe andar el diploma.
Mi casamiento fue tan feliz como mi divorcio. Quizá un poco más.
Y eso es todo.

A veces pienso si no andaré por la vida sin haberla empezado a estrenar.

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ANTES DEL ANOCHECER




Era la tarde gris de un sábado de mayo. La película llevaba ya hora y pico y todo hacía suponer que la parejita de jóvenes que se conoció esa noche en el tren europeo seguiría siempre unida contra viento y marea. Mi novio me apretaba la mano como asumiendo que tendríamos igual destino y yo asistía emocionada a la felicidad propia y ajena, cuando de repente ya no estaba en el cine sino en mi rancho de Valizas, presa de una tristeza negra que me empezó a gotear cataratas de lágrimas sobre la remera azul. Veía mis muebles, las ventanas, la mesada, oía el mar y lloraba, lloraba en silencio, mientras la pareja en la pantalla sonreía y se juraba amor eterno. Aquello era de locos. Menos mal que mi novio no se daba cuenta de nada, porque no quería asustarlo tan pronto.
Dos horas más tarde me enteraba del viaje irreversible de mi rancho mar adentro, ese sábado, a las seis y cuarto de la tarde.

No volví a desconfiar de mi llanto, y ese novio me duró dos semanas.

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GÉNESIS




No lo mires, me dijeron, no lo escuches ni te atrevas a tocarlo, que lleva el fuego en los dedos, en la voz y en la mirada.
Pero nunca fui buena obedeciendo y acá estoy, buscando un rincón en la tierra donde sentarme a llorar.



viernes, 19 de octubre de 2012

LOS VIEJOS






Debe haber sido una mujer hermosa, pienso, mientras miro su cara cubierta de arrugas y sus ojos opacos que no saben adónde encaminarse. Acababa de llegar penosamente desde el baño. Volver a sentarse a su mesa le costó sus buenos minutos, mientras se tomaba del borde de la silla e iba escogiendo minuciosamente cada movimiento para no perder el equilibrio. Flaca y alta, de unos setenta, cubierta la cabeza de unos mechones blancos que denunciaban su abandono, pálida y débil como la que más.
La voz de mi amiga cortó por un momento mi contemplación de la anciana de la mesa de enfrente. Se dirigía al mozo.
_ Ah… Me trajiste la grappamiel doble…
_ Sí. Como no me aclaraste pensé que la querías como la primera.
_ Bueno, es igual, no te preocupes. Se toma rápido.
Él ya se estaba yendo cuando pareció cambiar de idea y se acercó a nosotras con actitud de complicidad, para largarnos un discurso que tenía aspecto de muy enunciado y poco recibido:
_ Yo de alcohol no sé nada porque no bebo ni una gota. Y tampoco fumo. Soy una persona de vida absolutamente sana. Hago ejercicio todos los días y así me mantengo en forma. ¿Ustedes qué edad creen que tengo?
Nos miramos, descolocadas. Habíamos venido por una horita a este bar de estudiantes a charlar un poco de nuestras vidas y ahora este veterano nos enredaba en acertijos etáreos de difícil solución. Yo pensé que andaría por los sesenta y pico, pero juzgué prudente no decir nada. Seguro que él esperaba que arriesgáramos un “cincuenta”, pero no me iba a salir de modo creíble. Cuando se convenció de que no diríamos palabra continuó:
_Tengo sesenta y cinco años. Y parezco mucho menos. ¿Ven al mozo aquel, el que está atrás del mostrador, el canoso? Tiene cincuenta y uno, y todos le dan más que a mí.
Qué bonito, agrandarse quemando la edad ajena, pensamos. En verdad el otro parecía de sesenta y pico, pero no era para andar pregonándolo a las primeras clientas que se le cruzaran en esa noche de octubre.
_¡Y además me encantan las mujeres!_ agregó intempestivamente el hombre, antes de lanzarnos una mirada de inteligencia y retirarse a servir a otros parroquianos.
Mi amiga y yo largamos la risa y lo comentamos divertidas un buen rato, hasta que retomamos el hilo de la charla sobre el trabajo, los posibles estudios de posgrado, los kilos de más y las vacaciones que debíamos solucionar de una vez por todas en estos días.
En cierto momento de silencio, muzzarella de por medio, volví mis ojos a la anciana del pelo blanco. Estaba haciendo evidentes esfuerzos por fingir que leía un libro, mientras el bar se  iba llenando de voces de veinteañeros que llegaban de la Facultad de enfrente y de un par de chantas que se acodaban a la barra hablando a los gritos para marcar su presencia. No llegué a ver de qué obra se trataba pero sí me fijé en sus manos. Llevaba puestas dos alianzas en el mismo dedo.
En ese momento una tristeza honda como un mar de lágrimas me sacó por un rato de la charla, del bar y de la noche. Alguna vez tuvo ilusiones, pensé. Una marido, tal vez un par de niños. Capaz que fue o es una hija de puta de esas a las que odian con razón quienes las conocen bien, capaz que su soledad no es gratuita sino bien merecida, pero seguro que en alguna etapa de la vida tuvo un alma limpia, unos ojos francos y unos planes de futuro bien distintos de esta mesa solitaria y este libro que no se deja leer.
La vieja cerró el libro y comenzó su lenta salida del boliche, apoyada en un bastón oscuro. Yo no pude mirarla más, o me ponía a llorar y arruinaba el encuentro con mi amiga. Pasó a mi lado sin mirarme y de a poquito se fue perdiendo en la noche.
Qué será de mí a su edad. No podía evitar pensarlo.
Comparé mentalmente a los dos viejos del bar con mis padres septuagenarios, con los que el domingo pasado hicimos una excursión por las barrancas de la Laguna Merín buscando restos indígenas.
Tal vez cada uno tiene la vida que se merece.
Pero tal vez no.
Volví a casa con un nudo en el alma y me pasé como dos horas oyendo canciones tristes, hasta que el sueño se apiadó de mí y logré cerrar los ojos.

sábado, 13 de octubre de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 12)




La semana de Turismo de 1995 constó sobre todo de días pasados por agua, con el rancho inundado e incluso con el camino al pueblo por la playa cortado en algunos sitios. Había ido a Valizas con Miguel y hubo un mediodía que de tanta lluvia no nos animamos a volver al rancho después del almuerzo en Doña Bella y nos quedamos como una hora en su patio techado jugando a la conga por plata, juego en el que ambos éramos tan obsesivos como malos perdedores. En esos días comprobamos lo que ya me había dicho alguien: el mar cada año crece un poco más, y la barranca frente al rancho, que no existía cuando lo conocí, tenía ahora como un metro de altura. 


A mitad de semana fuimos al Cabo, a ver si la cosa estaba un poco mejor. En el camino, al cruzar el arroyo en el bote de Rochita, Miguel se quiso hacer el vivo e ir parado oteando el horizonte cual intrépido navegante de procelosos mares. Conclusión: perdió el equilibrio, se me cayó encima y me dejó un diente medio hundido, que me valió un posterior tratamiento de conductos. Sin comentarios.

Excepto por ese detalle, la salida estuvo impecable. La playa estaba llena de estrellas de mar y junté unas cuantas, que olían horrible. De noche pintó un festival de teatro y capoeira en la playa Sur, escuchamos la lectura de varios cuentos en “Duendes” y terminé durmiendo con los championes puestos en la primera cama del rancho de la hermana de Miguel que encontré libre. 


Nuestros perros del verano no nos acompañaron esta vez. Barbi pasó por la playa, ya adoptado por otro grupo humano y tuvo la delicadeza de subir corriendo hasta el rancho a saludarnos, pero no se quedó. A Roberto no lo vimos más.

Volvimos a Montevideo el último domingo, jugando a las cartas todo el camino. Era mi cumpleaños, pero ni eso me salvó de la terrible humillación de perder por conga un partido en el que yo iba menos uno y él cien. Creo que eso determinó más que nada el final de la historia.
Cuando llegamos a casa mis padres se habían ido a Ñangapiré, así que la heladera estaba vacía. Ya era muy tarde para ir al Disco; me entró una especie de depresión de cumpleaños sin amigas y sin comida, hasta que al rato tocaron el timbre Laura, Analía y la Pacha, que cayeron de sorpresa con comestibles y Coca Cola.
Y así empecé los 28.




Con mi madre y mi amiga Anita hicimos una fugaz incursión en Valizas en las siguientes vacaciones de julio por dos días, en los cuales (para variar) el tiempo estuvo nublado y lluvioso.
Una de esas tardes venía de vuelta del Súper Barrios cuando vi a alguien que venía corriendo hacia mí. Era alguien a quien había buscado por cada calle y cada esquina del pueblo desde que llegáramos: era Barbi. De atropellados nos fuimos a saludar a toda velocidad y nos dimos terrible cabezazo. Nos hicimos muchas fiestas y mimos, hasta que vino la nueva dueña, una porteña que se había quedado a vivir en Valizas, pensando mudarse pronto al Cabo. Creyó que era mío y vino contenta a devolvérmelo, pero pronto la desilusioné: yo no podía llevármelo, no solo porque andaba en ómnibus sino porque ya había en casa dos perros vagabundos, que bastantes líos nos causaban. De todos modos, la muchacha parecía buena gente y supongo que se quedaría con él, pero nunca más volví a encontrarlo.


Ahí supimos que el Poseidón había sido arrastrado por el mar igual que el Buteco, el boliche de Mandrake Wolf donde se vendían bebidas y choclos y estaba abierto solo las noches lindas, como rezaba su cartel. Hay en la playa nuevas barrancas por todos lados, tiemblo con cada tormenta y (por si fuera poco estrés) también paso pendiente de los diarios por si la Intendencia de Rocha decide hacer algo con todas las construcciones levantadas (como la mía) en terrenos fiscales. Son muchos miedos para manejar, y lo peor es cuando en Montevideo le cuento a alguien del rancho y me pregunta con cara de desconcierto: “¿y para qué te gastaste la plata en algo que te lo tiran en cualquier momento?”.


Hace como un mes estaba en lo de mi dentista con la boca abierta y la orden estricta de no cerrarla cuando él se pone a hablar con la esposa y su asistente, mampara de por medio, acerca de un temporal horrible que hubo por las costas de Rocha en el que el mar se llevó muchos ranchos, una cosa espantosa. Casi muero intentando que me miraran para preguntar con los ojos más detalles, pero ellos dale que dale con la tragedia y qué horrible, pobre la gente que tenía ranchos por ahí, te das cuenta, pierden todo, todo, todo. Hasta que empezaron a reírse: era una broma.


El siguiente fin de semana largo en que aparecí por Valizas fue el del doce de octubre, con dos compañeras de Bellas Artes. Íbamos a llegar de noche, lo cual no es una experiencia recomendable ya que uno no sabe si no va a encontrar un intruso, una ventana rota o una puerta abierta, pero esta vez estaba todo en orden.


A la mañana se impuso una caminata hasta la gran duna blanca, sitio de descubrimiento ritual al que llevo a cada nuevo invitado. El aire estaba más puro que nunca, no había viento y el ambiente parecía cargado de la paz, la energía y el silencio del invierno. Mónica se puso a hacer ejercicios de yoga al borde del barranco, mientras ambas Marielas nos dedicábamos a un trabajo de relajación, cada una en lo suyo. Yo andaba metida en la lectura de un libro de Castaneda y tal vez por eso me concentré en “ver” como dice él, en percibir lo que no vemos, acceder a otro nivel de conciencia a la vez que se detiene el fluir de los pensamientos y se trata de dejar la mente en blanco. Desenfoqué los ojos y traté de no pensar, mientras aguardaba a que cualquier poder que hubiese en la zona se contactase conmigo o se manifestara de alguna manera. Sentí todo el tiempo que algo estaba a punto de pasar, a la vez que ante mis ojos el entorno se teñía de un uniforme color rojizo. De pronto, escuché un horrible grito de mujer en el monte, como de película de terror. No sé por qué pero no me preocupó y seguí con lo mío, como sabiendo que el grito no respondía a una situación del aquí y ahora. Más tarde, al comentarlo con mis amigas, resultó que Mariela también vio cómo el paisaje se enrojecía y escuchó el grito pero no así Mónica, que estaba a dos metros de distancia. Por otro lado, durante el tiempo de su concentración, Mariela había tenido fija en la mente la cara de una mujer joven y desconocida. Ahí, medio impresionada con lo ocurrido, nos contó una experiencia suya de tiempo atrás en que junto a unas amigas estaban jugando al juego de la copa cuando a ella se le apareció mentalmente la imagen de un hombre, lo comentó a sus amigas describiéndolo y la dueña de casa creyó saber de quién se trataba. Trajo un álbum de fotos y, sí, ahí estaba el hombre. Era el abuelo de esa chica, muerto allí mismo hacía poco tiempo.
La historia terminó por ponernos los pelos de punta.


Un poco después, tras caminar y sacar algunas fotos, pegamos la vuelta. Nos obsesionaba la idea de que habíamos tenido “contacto” con el espíritu de una mujer asesinada y enterrada en la duna, cosa nada improbable, especialmente si recordábamos que esa era una zona cargada de misterio para la gente del pueblo. Claro que éramos conscientes de estar haciendo un pastiche de viejas historias de fantasmas, incluyendo la leyenda de la playita de “La Encantada”, que dice que una mujer joven suele cruzarse con los caminantes y pedirles venganza por su muerte. Una de mis amigas (ya en el delirio más absoluto) dijo "saber" que el nombre de la mujer cuyo grito escuchamos empezaba con R, ante lo cual yo empecé a tantear: Rita, Rosita, Rosario. ¡Rosario! Las dos sintieron algo especial al oír ese nombre, así que decidimos que habíamos acertado. El grito había venido de Rosario, la mujer de la duna blanca.


El mismo día por la tarde llegó el elemento masculino al rancho: Horacio, Gabriel y el Negro Alejandro. Nosotras habíamos decidido no contarles nada de Rosario para no transformar la cosa en objeto de bromas, y preferimos no acompañarlos cuando hicieron su caminata hacia la duna, pero no pudimos menos de sorprendernos y revelarles todo cuando al llegar nos contaron que se pasaron hablando de lo fácil que sería matar a una mujer y enterrarla en ese lugar, donde nadie jamás va a hacer una excavación, donde el viento borra las huellas antes aún de que uno termine de irse.


Último dato: en una de las fotos de la duna que sacamos el día de Rosario mi imagen aparece claramente acompañada por una silueta humana, un contorno que marca un cambio en la coloración de la foto y que no coincide con mi propia forma. Hay quienes la ven y también hay quienes dicen que es un problema del rollo, o una entrada de luz. Pero ahí está.





El sábado de mañana hubo caminata hasta el Cabo. Gabriel quiso quedarse en el rancho y se aburrió toda la tarde, pero los demás nos abrigamos como para el polo y allá fuimos. 
Todo anduvo bien al principio. Encontramos una especie de marco de puerta parado en la arena que transformamos en un portal mágico, poco antes de que Horacio se convirtiera en gaviota y nos diera mil vueltas gritando y moviendo las alas. Sacamos fotos, escalamos la duna, jugamos. Lo que no fue en absoluto  habitual fue la tormenta de arena que nos agarró en plena playa del barco. Tuvimos que vestirnos hasta no dejar ni un resquicio de piel al descubierto, porque la arena nos golpeaba furiosamente, al extremo de dolernos. Así, con pareos en la cabeza, medias, lentes, seguimos camino con el viento en contra, cual grupo de beduinos de una mala película buscando afanosamente la Gran Caravana que nos protegiera. Yo sentía que el viento me había desgastado los dientes, que estaban raros al tacto con la lengua, pero era solo que tenía la boca llena de arena, como comprobaría más tarde frente a un espejo. Como compensación encontré unos enormes caracoles y muchos huesos de lobo desparramados, blanquísimos. O sea que yo no iba a volar con el viento, porque llevaba una buena carga de lastre adicional.
Por fin llegamos al Cabo. Hasta mis rulos habían desaparecido con el viento; juro que cuando me miré en el espejo tenía el pelo lacio. Hicimos un excelente almuerzo, tomamos sol en el patio de una de las posadas, protegido y con vista al mar, y pegamos la vuelta, pero esta vez en jeep, porque el viento era cada vez más fuerte.


Al otro día el viaje fue menos aventurero y menos interesante.
Estábamos volviendo a Montevideo.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL ARQUITECTO




Un día pensó que si otros han construido sus castillos con piedras, tierras y montañas él bien podría hacer el suyo con palabras.
 Unas cuantas esdrújulas de fuerte sonoridad oficiaron de cimientos, y cuando la estructura demostró su firmeza escogió cuidadosamente las que irían en la fachada delantera. Después de encajarlas como mejor pudo estuvo un buen rato lustrándolas y realizando pequeños cambios de último momento para que los colores y las texturas no resultaran discordantes. Puso las más duras como puerta y dejó las sutiles para ventanas y claraboyas. Un ajedrez de monosílabos ofició de piso, al tiempo que para el techo prefirió un buen cuerpo de arcaísmos curtidos y de resistencia probada a lo largo de los siglos. En las paredes colgó términos extranjeros, como detalle curioso para que se entretuvieran las visitas mientras hacían su recorrida inicial por la residencia. Como rasgo de cortesía hubo palabras románticas en una bandeja apoyada en la mesita ratona junto a la entrada y también vocablos de otros, colgando plácidamente del perchero por si acaso eran necesarios en alguna fría noche sin luna.
Terminada su tarea desplegó frente a sí un papel en blanco, y se dispuso a esperar.