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sábado, 30 de junio de 2012

EL MUCHACHO DEL ESTÓMAGO VACÍO




EL MUCHACHO DEL ESTÓMAGO VACÍO


Nuestra relación tuvo, como todas, coincidencias y discrepancias. Concordamos en pequeñas cosas (el amor por los gatos, la obsesión recicladora, las etapas vegetarianas, las películas, las plantas en el living, las teles arrumbadas en un rincón, muriendo de aburrimiento, los viajes sin equipaje y decididos en cinco minutos) y en alguna de las grandes (la piel, poderosa y con voz propia).
Pero hubo tres cosas que nos diferenciaron notablemente desde un principio: su capacidad para encarar historias amorosas múltiples, mi fanatismo por un grupo de rock que él detestaba y el tema de la comida. Fue una historia efímera (en base a la primera de esas facetas) pero de haber durado más habría sido un desastre (en relación a las otras dos). 
“Mirá que Daniel come como una bestia”, había sido la advertencia de la amiga que nos presentó en un verano de Rocha, hace mucho tiempo. Y no se había equivocado. La criatura era capaz de cenar dos platos de lo que fuera como si nada. Una no entendía cómo con su metro ochenta y pico podía andar por el mundo pesando solo 63 kilos cuando arrasaba con los bizcochos, la miel, el queso casero y lo que fuera que hubiese en el rancho cual demonio de Tasmania con cara de ángel y grandes ojos claros.
Después entendí. La primera pista la tuve el día en que me quedé en su casa y encontré más imanes de rotiserías del barrio que alimentos en la heladera. Pensé que sería el típico hombre vago que vive solo y por no hacer mandados o limpiar la cocina prefiere comprar comida hecha, pero ese no era el caso, porque a Daniel las tareas de la casa le encantaban y muchas veces se jactaba de sus cualidades gastronómicas. Tampoco era falta de dinero. Lo suyo era más bien un síndrome Mario Levrero: un desorden tan absoluto en los horarios que cuando se acordaba de comer (por lo regular a eso de las tres de la mañana) ya no había almacén abierto ni delivery que lo atendiera. 
Varias mujeres se encargaban habitualmente (con mayor o menor instinto maternal de por medio) de paliar su hambre eterna e insaciable. Una de ellas era capaz de mandarle milanesas y torta de manzana a través de los no menos famélicos de sus amigos valiéndose de estratagemas casi infantiles, como esconder los recipientes disimulados en cajas no tentadoras o en los restos de una mudanza que se arrastró durante meses en el tiempo. Otra caía siempre a su casa con un buen plato de algo aunque fuera a la tardecita, sabedora de que él jamás habría almorzado a una hora tan temprana. Yo también debo haber aparecido a veces ante sus ojos convertida en la posibilidad de un chop suey de pollo o una bandeja de ñoquis de Tienda Inglesa, supongo.
En cuestión de comer, este hombre no le hacía asco a nada. Una madrugada lo vi prepararse rebanadas de pan con banana mientras mirábamos una película, porque no había más nada en su despensa. Otra vez, en mi casa, no pude dar crédito a mis ojos cuando se llevó a la boca un limón entero. Por no hablar del helado con varios meses de vencido. Del boliche de Piriápolis que ya estaba cerrado hacía horas cuando llegamos pero cuyo dueño accedió a prepararle una picada que se negó a cobrar, seducido también él por la limpieza y el hambre de esos ojos. O del tiramisú que hacía las veces de torta de cumpleaños de su mejor amiga y que Daniel fue saqueando pedazo a pedazo, diciendo como excusa cada vez que visitaba la heladera que la homenajeada quería una porción más, cuando ella no llegó ni a verlo siquiera.
Ahora lo recuerdo y me río, pero no puedo evitar pensar que desde el principio nuestra historias iban por caminos paralelos. Yo eternamente preferiré caminar dos horas diarias por la rambla para bajar mi incipiente pancita y él privilegiará el acostarse a mediodía y acordarse de comer cuando ya no hay dónde. Cada uno hace sus opciones de vida como mejor puede y sabe, y lo bueno es que son decisiones personales, que no se contagian a las personas de su entorno.

Seguiría contándoles más de él, pero los tengo que abandonar; me voy a visitar a la heladera, donde tengo cita  pendiente con un provolone. 
Buenos días. 

viernes, 29 de junio de 2012

CONCIERTO


[¿Cuántas voces resuenan en nuestras cabezas todos los días? ¿A cuántos universos nos asomamos?
En este caso armé un coro polifónico con solo una parte de ellas. Tomémoslo como un material en bruto... ¿No sería fascinante una novela donde uno no sepa qué piensa, habla o escribe el protagonista excepto a través de las respuestas y requerimientos de sus amigos? Mmhh...]


Mari el martes tengo hora en el británico a las 8 30 desde hace tiempo porque era el único día casi que había hora, supuestamente a las 9 ya estoy en el liceo. Por las dudas si me llego a demorar estoy ahí!! Te aviso ahora porque si no me olvido. Beso

Ah, tengo una buena noticia para darte: las horas de los talleres se las van a pagar retroactivas al 28 de abril.

Ja q bueno en mi próxima vida quiero ser como vos.

Las enfermedades súper contagiosas permiten caminar por la rambla?

Recién tomé bus.

Sábado de noche
Te preparás un tecito
Y llamás al gordo Parodi para hablar de la vida
Pensalo

¡Mirá mi hermosa foto de perfil!

Mari, soy uriel de 4º3, te quería preguntar cómo puede ser en el parcial lo de las de barranco, qué tipo de preguntas acerca de los personajes?
Saludos

Conocen la canción de “rapa nui”?

Jajaja qué guaranga!

Todo dependerá de precios, me gusta Salta! Tb Mendoza, aguas termales!

Recuerdo tambièn el relajo de ropa, toallas en el baño despuès de gimnasia, llegaba a casa casi a las 5 de la tarde!

Guauuuu! GRACIAS!!! ES MARAVILLOSO

Socorro! Muchos padres alumnos profes! Avisame cuando puedas hablar.

Ok, nos vemos en almuerzo compartido a las 13 porque tenemos 2 libres, uno plan 76! Hay un menú vegetariano, algún otorgo pedido? Postre no corre. Salute, G

Que interesantísimo viajeeee me hiciste hacer!!...

...Qué me habré perdido /nos?...

sábado, 23 de junio de 2012

Avenida Océano Atlántico, 832 (capítulo 2)




“Es el rancho más lindo de Valizas”. Esa fue la definición que nos había movido a conocerlo, tres años atrás. El definidor era el esposo de Laura (la hermana del dueño), y los convencidos fuimos seis de sus amigos en la semana de Turismo de 1991. Como suele pasar, la primera impresión distó mucho de concordar con nuestras perspectivas. Habíamos llegado a una cabaña colorida pero pequeña, con baño afuera y sin demasiadas comodidades. Sólo había tres camas, una endeble mesa en el centro, alrededor del pilar que sostenía toda la estructura, cuatro banquitos y una hamaca paraguaya colgada a un costado. Nos miramos. ¿Eso era todo?


No lo era. También estaba el mar enfrente, el monte al fondo, las dunas, los pájaros, la isla, los caracoles, las luces de Aguas Dulces en la lejanía de la noche. Un enamoramiento me (nos) fue ganando rápidamente, y a los cinco minutos ya habíamos caído en sus redes. Por supuesto que estábamos en el mejor rancho de Valizas, ¿quién podría dudarlo?


Alfredo, de paseo en su país después de largos inviernos suecos, se paró un día frente al mar y dijo “acá voy a construir mi rancho”. Mariela, después de una mañana juntando caracoles, se sentó ante la puerta del frente y dijo “este es mi sitio de poder en el mundo”. Y de acá no me mueve nadie, faltó agregar.


Me imagino a Alfredo mientras levantaba su vivienda. Tuvo que acampar durante unos meses antes de tenerlo terminado y habitable. La gente del lugar lo observaba trabajar sin opinar mucho, pero con la mirada le decía todo. ¿Dónde se ha visto rancho hexagonal? ¿Cómo va a hacer un techo con tanto lado? Y la verdad es que tal vez no hubiera llegado a terminarlo si no fuera por la ayuda del Correcaminos, Señor de los pozos de agua y de las construcciones precarias. El Correcaminos, alias Marcelo, aportó sus sólidos conocimientos en la materia para dar forma a los sueños del sueco loco ese, hasta que el 832 fue una realidad.


Un par de años después caí yo. Iba con mi novio Antonio, una pareja y dos muchachos, todos cansados, porque viajamos sin asiento. Ya habíamos subido al Rutas del Sol en Avenida Italia cuando nos dimos cuenta de que uno de los muchachos, Fernando alias el Plomo, los había pedido para el domingo en vez de para el sábado, y nuestra ansiedad no dio para postergar el viaje a pesar de las horas que duraría. Al llegar a Valizas el chofer tuvo que avisarnos que era el destino, porque todos éramos primerizos en el pueblo. En la agencia de ómnibus nos esperaban, sonrientes y descansados, Laura y Marcos. Éramos ocho personas: capacidad colmada. Hubiera sido perfecto si eliminábamos a la otra pareja y a los dos muchachos, pero así es la vida.


Fue una linda semana. Mis compañeros debieron acostumbrarse a mis larguísimas ausencias cada vez que arrancaba a caminar hacia Aguas Dulces, y lo hicieron bastante bien. El primer día encontré un escudo de mar intacto en la arena y ya no me paró nadie: la obsesión recolectora afloró con más fuerza que nunca. Pasé la semana entera a la orilla del mar. De vez en cuando me juntaba con mis amigos humanos a jugar a la paleta, hacer mandados, ir al pueblo a comer pizza baratísima, cantar al son de la guitarra de Marcos o criticar a la macheta del grupo, que cuestionaba para qué gastar en Jugolín si podíamos tomar el agua sola.


Un mediodía intentamos asar una corvina en el fondo haciendo un pozo en la arena para proteger a la parrilla del viento, pero hubo que doblegarse ante las evidencias de imposibilidad, aceptando el hornito de primus como sustituto viable. Ese fue el único día en que intenté explorar el monte de acacias del fondo, a media cuadra del rancho. Nos metimos Laura y yo muy decididas, a buscar leña para el asado. Yo me sentía poco menos que un Jacques Cousteau de las orillas, con todo el bagaje de experiencia acumulada en muchas acampadas con mis viejos por montes varios, pero la valentía me duró exactamente tres minutos, hasta que vi una víbora verde junto a la rama que iba a levantar y salí a los gritos pelados con las manos vacías. Fin de la exploración.



La excursión estrella de las vacaciones fue la caminata por la playa hasta Cabo Polonio. Íbamos todos excepto Antonio (siempre con problemas de columna) y Marcos (que se ofreció a acompañarlo en el jeep de El Francés). A mí no me convencían de ir en jeep y perderme la playa de ninguna manera. La caminata fue preciosa; los paisajes del otro lado del arroyo son increíbles, con enormes rocas junto al mar, islas que parecen estar a un par de metros de la costa, caracoles, aves, impresionante.


En cierto momento, mientras rastreaba a toda velocidad el paisaje en busca de tesoros, vi una cosa verdosa junto a la duna: era un escudo de mar. ¡Un escudo verde! Se lo di al Plomo para que lo pusiera en el bolsillo de su mochila y seguí buscando, pero fue una mala idea: no sólo no encontré ningún otro sino que ese se fragmentó en mil pedazos, desintegrado cual espejismo del desierto. Desde ahí supe que a los escudos hay que protegerlos al máximo y llevarlos en un recipiente adecuado, pero nunca más encontré uno verde. Lo del recipiente no es difícil: en la playa  hay latas, botellas, hasta lamparitas de luz tiradas contra las dunas. Preocupación ambiental, limpieza de playas: cero. Qué se podía esperar en esa época de un Intendente como Adauto Puñales, con aquello de que la Intendencia es un pulpo con la cabeza en Rocha y los testículos por todo el departamento, en fin.


Ya en el Cabo, reunidos con Marcos y Antonio, fuimos a comer milanesas a un bar rural y poco turístico: lo del Zorro. Más tarde nos acercamos al faro, entre cuyas rocas pasé horas recogiendo caracoles y cucharetas. Algunos de los otros se contagiaron de mi obsesión por un rato, con una motivación práctica, ya que pensaban hacerse pulseras y tobilleras. Había montañas de conchilla; allí se podría encontrar casi cualquier tesoro. Fui la última en abandonar la playa, después de varias intentonas infructuosas de Antonio por moverme del lugar. Cuando al fin condescendí en ir al sitio en donde paraban los jeeps de El Francés el último de la jornada ya se había ido. En esa época la frecuencia de viajes era muy escasa y a las cinco se terminaban.


La cara de Antonio fue un poema; estaba harto de que durante todos esos días yo le diera más corte a la playa que a él y encima lo hacía perderse el transporte cómodo, que ya había pagado. ¿Qué íbamos a hacer? Para los otros no era ningún drama; de todos modos habían pensado volverse caminando, así que emprendieron la vuelta a pie por la playa, y en unos minutos se hicieron diminutos en la lejanía. Nosotros tuvimos que apelar a un sistema de transporte largo y zarandeado: el carro. Era la variante arenosa del popular sulky, con un par de caballos que sufrían la gota gorda para arrastrarnos por las huellas de los jeeps entre la arena suelta y pesada. Demoramos casi una hora de bandazos por el medio de las dunas, matizados con quejas y resoplidos antoniescos, con furibundas miradas dirigidas a mi inocente persona. Parecía que ese era el golpe definitivo del destino a su endeble estructura ósea, y cualquiera pensaría que después de esto no podría caminar bien en toda la semana, pero al final sobrevivió sin mayores secuelas. Poco tiempo después se prohibió el transporte con carros por las dunas, por suerte para los pobres caballos y también para el Francés, que quién sabe si no tuvo que ver con eso.


Ese Turismo pasó volando. Meses después yo rompía con Antonio y como daño colateral (diría Bush) terminé a la vez con sus amigos, Laura y Marcos entre ellos. Los dejé de ver hasta enero del siguiente año, 1992, cuando recibí en mi casa una llamada de Marcos invitándome a ir al rancho con Laura. Sorpresa, sorpresa. Ella iba sola y su maridito (agréguese cierta ironía a lo de “maridito”) estaba tan preocupado que se ocupó personalmente de buscarle una compañía y como sabía que nos llevábamos bien se le ocurrió llamarme. Debo haber demorado unos cinco millonésimos de segundo en aceptar, si bien por delicadeza esperé a colgar para empezar saltar a los gritos en mi casa. ¡Valizas, Valiiiiizas!!

lunes, 18 de junio de 2012

AVENIDA OCÉANO ATLÁNTICO 832 (capítulo 1)







Habitualmente sólo tenía un par de mesas ocupadas con los incondicionales veteranos de siempre, pero a eso de las diez de la noche el Periplo cobraba vida y cambiaba de colores. Nosotros llegábamos en manadas ni bien salíamos de Bellas Artes, sedientos de grapamiel, historias y chimentos. La Escuela seguía abierta un rato más, en el que solo se quedaban los vocacionales discutiendo sobre un volumen o una tonalidad, y las señoras de los talleres que trataban de postergar por un rato la vuelta a sus hogares. Nosotros teníamos que marcar tarjeta en la oficina, de lunes a jueves y de abril a diciembre.
Julio apareció al fin por nuestra mesa para dejarnos las bebidas con el habitual gesto de mal humor, que ya hacía meses que había dejado de impresionarnos. Todo era parte de la mística del boliche: los rezongos del mozo, el aire irrespirable de humo y frituras, el gusto a crudo de las pizzetas, la veterana cantante de voz cascada que se instalaba en la vereda a entonar indefectible y espantosamente los mismos tangos y boleros. Por suerte esa noche la función había sido breve: al primer tema ya le dimos algo de plata y la encaminamos sutilmente hacia otra mesa, viendo que eran casi las once y nosotros seguíamos en veremos.
_ A mí algo no me queda claro: ¿vos ya hablaste con la dueña o estamos planeando todo en el aire?
Respiro hondo. Hace rato que entramos en un diálogo de sordos con Horacio. 
_ Ya te dije: había averiguado para una amiga, que al final no va. El rancho está libre. La hermana del dueño (que es la que lo usa) no piensa ir y lo alquila a veinte dólares por día. Si somos varios eso no es nada. Allá la comida es barata, no gastás en ómnibus, no pagás entrada al baile y además está lejos del pueblo, o sea que nadie te molesta para nada y tenés toda la playa para vos.
_ Medio embole, ¿no?
La cara de Mónica reveló cómo de pronto se iba desmoronando su fantasía de un verano agitado con cientos de admiradores pululando a su alrededor. Mala idea la mía. Tendría que enmendar la cosa, o no salía.
_ Yo qué sé, depende... El rancho está más o menos a un kilómetro del centro. Si querés ver gente están a un rato de caminata por la orilla. Si no, no están.
_ A ver, hacenos un dibujo del rancho. -dijo Gabriel, alcanzándome servilleta y lapicera- Si no nos gusta lo que hacés no vamos.
_ No, no. Yo no soy buena con las imágenes, mejor te lo explico con palabras. -me defendí, pronta a continuar con mi discurso.
_ ¿Por qué no lo explicás mientras vas dibujando?- me coaccionó  mi compañero, elementos de dibujo en mano. 
Claro, él como estudia arquitectura tiene facilidad para estas cosas, pero yo hago Bellas Artes, y a mí me dijeron que para ser artista plástica no hace falta saber dibujar. Aunque a veces no hay más remedio.
_ Bueno, ahí va. Acá está el mar. Si venís desde Valizas caminás, caminás hasta que llegás a una cabaña de madera con puerta roja, con postigones, y vidrios chiquitos. El rancho es hexagonal. Desde la playa ves el lado del frente, otro con una ventana celeste y otro con dos ventanas amarillas. Ah, y hay pinocha alrededor de todo.
_ ¿Para...?
_ Cosa del dueño, que dice que con eso frena la erosión, porque las dunas son muy movedizas. El techo es de paja y tiene otras ventanitas, acá, arriba. El pozo de agua está en el fondo. Es un precioso. Hay colchones y frazadas para todos. Bah, al menos para nosotros cuatro. ¿Le vamos a decir a alguien más?
_ ¿Alguien más? ¿A quién, por ejemplo? – la cara de Gabriel por un momento fue casi transparente. La cosa venía por el lado de Laura, mi amiga, compañera de la Escuela y reciente ex novia del futuro arquitecto. Ni loca me meto en ese baile. Zafemos.
_ Después vemos si pinta alguien más. Pero en principio, ¿vamos?
_ En principio vamos a la rambla a hablar tranquilos, que acá hay demasiado bochinche y no escucho ni la mitad de lo que se habla. -decidió Horacio.
-Vamos. ¡Julio! ¿Nos traés la cuenta?
-¡La cuenta, dice! Cómo si no tomaran todos los días lo mismo. -apareció el mozo por un costado, detrás del bigote con canas y la moñita negra del uniforme. -Menos mal que hoy, por lo menos, se van temprano. ¡Qué cruz dijo Fierro! 



Al final, poco fue lo que aportó la ida a la rambla porque era tarde y él último ómnibus ya salía, así que dejamos los planes para el fin de semana. Ahí sí, con un poco más de calma y de tiempo, nos juntamos en lo de Gabriel para planearlo todo. El "todo" sobra un poco: en realidad sólo decidimos la fecha del viaje y nos pusimos de acuerdo en la Regla Básica de No Molestabilidad Mutua. Libertad absoluta. Confieso que la más preocupada de que esto último se cumpliese era yo, no precisamente por Horacio o Gabriel sino por Mónica. Si bien los cuatro nos conocíamos superficialmente desde hacía un par de años, mi amistad con Mónica tenía solamente dos o tres meses e iba avanzando a pasos agigantados... Demasiado rápidos para mi gusto, al punto de provocarme nítidas proyecciones de días y días con charlas interminables y unidad indisoluble, y a mí nunca me han gustado las amistades instantáneas ni los eternos pegotes. Necesito aire, sobre todo en vacaciones y más aún en Valizas, con esa playa espectacular llena de caracoles y de barcos hundidos. De todos modos, mis amigas Laura y Analía (las de toda la vida, nótese el matiz) también iban a ir, aunque en la segunda quincena, cuando Gabriel y Horacio se volvieran. Así evitábamos roces entre los dos ex y de paso cambiábamos un poco de ambiente y de onda, lo que no nos vendría mal.



Como buenas niñas modositas, tanto Mónica como yo estuvimos de acuerdo en partir el dos de enero, para así pasar el Año Nuevo con nuestros padres, en tanto los hombres del grupo decidieron salir ya el primero, exprimiendo al máximo sus respectivas licencias. Todo estaba en orden, o eso parecía. Lo único  inesperado sucedió empezada la mañana de Año Nuevo, cuando recibí un llamado de la hermana del dueño del rancho para comunicarme un detalle, una pavadita, algo que tal vez nos vendría bien saber, de lo que ella se había enterado minutos antes por teléfono. Pensé que sería una recomendación de último momento, pero no. Era que una fuerte tormenta había tirado parte de la quincha y el techo estaba medio deshecho, con una bonita vista del cielo desde adentro. Oh, oh. ¿Cómo se había enterado ella de eso? Pues por una muchacha que había pasado el invierno en el rancho, que se suponía que a fin de año lo dejaba libre pero aún no se había mudado. Doble oh, oh. 
En realidad la tormenta había tenido lugar meses antes, pero se ve que la ocupante no había tenido tiempo de llamar a Montevideo para comunicar las novedades, lo cual es muy comprensible, si se piensa en el altísimo nivel de estrés de la vida en Valizas. No es broma: eso es exactamente lo que me dijo en una charla valicera días después, como justificación de su omisión y de un viaje a Florianópolis que iba a hacer para despejarse un poco. Evidentemente el nivel de estrés o descanso de cada vida no está directamente relacionado con el lugar en qué se vive. Yo también llegué, en cierto momento, a extrañar Montevideo estando en Valizas, así que puedo intentar entenderlo.



Como siempre pasa la primera vez en el verano la caminata hasta el rancho fue interminable. Y como sucedía en cada viaje íbamos con carga extra. Yo había llevado incluso una garrafa porque la hermana del dueño, harta de los robos, había dejado en el rancho menos que lo mínimo: camas, frazadas, ollas, los bancos, algunos platos y cubiertos. De manera que allá íbamos Mónica y yo cargadas hasta los ojos, con ropa de ciudad, totalmente fuera de entrenamiento para caminar por la arena, transpirando y resoplando furiosamente bajo el sol del mediodía. Hasta que lo vimos.

miércoles, 6 de junio de 2012

MARTES DE MIÉRCOLES




Primero fue el despertar quince minutos más tarde de lo debido, lo que implicó café en vez del té, cero maquillaje, peinado somero y la misma ropa de ayer de noche, para no andar pensando en qué ponerme, aunque de todos modos di tantas vueltas que terminé saliendo diez minutos más tarde de la hora apropiada. Era aún de noche cuando dejé mi casa, noche oscura y helada, porque el frío del invierno finalmente ha llegado a Montevideo.
En segundo lugar fue el bendito 316, que nos dejó de a pie a la tercera parada, según explicó el chofer a su celular porque “no me cierra la puerta de atrás, jefe, y no se puede seguir así”. Ahí bajamos todos los muchos pasajeros del ómnibus, que iba casi completo, y esperamos tiritando de frío y puteando bajito durante diez minutos hasta que llegó el siguiente, donde nuestras humanidades y las de los que también venían al tope nos amalgamamos en confusa y promiscua masa de carne y sobretodos, hasta cerrar las puertas y partir cual lata gigante de corned beef rumbo al trabajo.
Comenzaba a clarear el día cuando arribé sorprendentemente con solo un minuto de atraso al colegio. Llevaba el escrito de "Las de Barranco" para cuarto año en un pendrive que le di a la adscripta Marilina pidiéndole que por favor me lo imprimiera y fotocopiara para los cuarenta gurises de los dos grupos que tengo. En verdad ya lo había impreso en casa y si hubiera sido para el 30 lo habría llevado pronto, pero me molesta gastar en fotocopias para un colegio de ricos, por una cuestión de principios. El tema es que la computadora no pudo leer el archivo, porque según mi adscripto Servando “lo copié en un acceso directo”, sea lo que sea que eso signifique. Busqué entonces en mi carpeta las hojas impresas: me las había olvidado en casa, con el apuro de salir tarde. Resultado: tuve que escribirlo a mano y fotocopiarlo después. Eran doce preguntas de múltiple opción, porque era un escrito de control de lectura. Doce para cada grupo, en fin…
A la salida del Integral se me ocurrió preguntarle por mensaje de texto a mi adscripta Sandra (del 30, esta vez) si quería que adelantara la clase de 3º4, que tenía hora libre antes de la mía porque se jubiló una de sus docentes y aún no tienen suplente. Como la pronta respuesta fue afirmativa salí casi corriendo del colegio, tomé un 183, luego un 142, y llegué al 30 con unos minutos de atraso. Un día de locos. Lo bueno fue que ellos me lo agradecieron (“ay, profe, andás corriendo solo para que nosotros salgamos más temprano… te merecés un premio…”). Y sí, me lo merezco. ¿Un mes de licencia paga para ir a un congreso en Bahía, tal vez? Pero no sé si plantearlo...
Clase con 3º5. Recreo. Sandra me avisa que se cambió la fecha de unas reuniones de profesores, que ahora pasan para mi tarde supuestamente libre del miércoles que viene. Iupi. Segunda clase con el 5. Hora puente con almuerzo (de la cantina) incluido. Descubro que el Pío Nono que me recomendó una muy gorda y muy rubia funcionaria del liceo no es gran cosa (léase: pura harina). Clase con 3º6, ya en el turno vespertino. Mi adscripta Lucía entra para comunicar que en 3º6 tenemos un nuevo alumno, Lucas, a quien ya conozco de 2010 y es la tercera vez que hace el mismo curso. Iupi iupi. Clase con 3º7. Recreo. Segunda hora con el 7 (clase de la practicante, esta vez). ¡Basta! Me voy, rumbo a la puerta, y después a un boliche a la esquina, a tomar una ginebra con … ah, no, es verdad que esa no era yo (sobre todo porque el boliche de esta esquina no pinta en absoluto interesante, y de "gente despierta" ni hablemos...).
Nuevo viaje en bus, esta vez en un 60 hasta el centro, donde recorrí seis agencias de viaje preguntando por salidas y precios a Machu Picchu. Esto quiere decir seis instancias de alternar el frío polar del mundo exterior con el calor tropical del aire acondicionado, y seis instancias de saludar personas que me atienden con extrema amabilidad, todas en el mismo tono y ofreciendo exctamente los mismos servicios y precios, tanto que en cierto momento dudé si no serían robots muy perfeccionados puestos ante un escritorio para evitar pagarle el sueldo  a verdaderos seres humanos.
Vuelta al hogar dulce hogar, no sin antes pasar por los nervios de un nuevo e inminente trasbordo del 103 en el que viajaba, cuya máquina expendedora de boletos se trancaba cada cinco paradas. Por suerte resistió, al menos hasta mi barrio.
Cuando bajé en mi parada llovía y yo no había llevado paraguas. Para completar, digo.
Hace dos días que se me rompió el calentador del baño.
Y el invierno aún está por empezar.
Socorro.

domingo, 3 de junio de 2012

Con mi amiga Diana tenemos, desde el año pasado, un espacio en las mañanas de los sábados dedicado a un taller literario, donde asisten estudiantes actuales, ex alumnos y ocasionalmente padres y hasta algún escritor. Los textos creados se publican por lo general (bah, en realidad, a veces, cuando a alguno le da por pasarlos a la computadora...) en un grupo facebook que por el momento es abierto: La lechuza de los sábados, aunque hay opiniones en el sentido de hacerlo cerrado, y aún no definimos qué haremos al respecto.
Ayer la premisa fue hacer (en 15 minutos) un texto breve que partiera de la frase "Cuando despertó se dio cuenta de que...". Este fue el mío (sí, las profes también cumplimos las consignas). No tiene título...





Cuando despertó ya eran las once de la mañana del sábado. Los ladridos de Ruffus lo habían arrancado del sueño demasiado tarde; el avión habría llegado al aeropuerto seguramente hacía media hora. ¡Qué horror! Su hermano, su mujer y los tres nenes regresaban tras cinco años de vivir en España y nadie estaba ahí para recibirlos. ¿Cómo había podido dormirse? 
_ ¡Ruffus, no me avisaste! ¡Esta semana te quedás sin ir a la placita!
Buscó a toda velocidad su ropa, los zapatos... ¿Dónde estaban los condenados zapatos? Bueno, igual se pondría unos championes. El derecho... ya está. El izquierdo... Pero... ¿Dónde está el izquierdo, por dios? Miró al lado de la cama. Nada. Al costado del ropero. Nada. Abajo de Ruffus. Tampoco. Al final tiró lejos el champión y se puso un par de ojotas, pese a que ya estaban en junio y el termómetro marcaba dos grados. Todo por llegar antes. Las llaves del auto... Listo. A ver... Encender el motor... No prende. ¡Y ya son las once y veinte! Otra vez... Silencio. Uy... ¡si no tiene nafta!
Paró un taxi en la vereda; por suerte no había demorado mucho en pasar. Ya estaba indicándole al chofer que fuera a toda velocidad hasta el aeropuerto cuando vio a su madre doblar la esquina, cargada con cinco bolsas de Tienda Inglesa.
_ ¡Jorge!_ gritó ella_ ¿Estás llegando? Vení, ayudame con los mandados, que compré de todo para recibir a tu hermano. Acordate que vos sos el que lo va a ir a buscar, ¿eh? Mañana a las diez te quiero en el aeropuerto.
Miró hacia la ventana de su casa. Ruffus, subido al sillón, ladraba y movía la cola como diciendo "¿Me llevás a la placita?"

viernes, 1 de junio de 2012

_HOLA... ¿SEÑOR FREUD?


Yo me había muerto.
Desperté en la cama de un sitio que no parecía la morgue porque tenía sábanas, frazadas y almohadas. Todo era normal, salvo que yo estaba muerta. Mantenía algo que aparentemente era el cuerpo y por la cabeza me pasaban pensamientos pero la verdad implacable no admitía dudas. Me había muerto. Sorpresivamente, como le pasa a tanta gente en los cuarenta. En ningún momento me ponía a pensar en la causa del suceso, solo sabía que había ocurrido hacía un par de días y que esto de la eternidad ya estaba empezando a aburrirme.
¿Y no era que uno sentía una inmensa paz, que veía la luz blanca y se encontraba con sus seres queridos aguardándolo? Yo no tuve el despliegue prometido. En esa casa sin ventanas solo estaban mis padres, que no estaban muertos. El argumento del sueño ahí flojeaba un poco, pero en el momento no me di cuenta. Me sentí estafada. Qué muerte más sin gracia. Y para peor yo sabía que esa situación de inmovilidad metafísica iba a prolongarse mientras no aprendiera, en ese limbo infame, aquello que en vida no pude desarrollar. Solo de pensar que iba a estar ahí muriéndome de ganas de salir y hacer algo hasta que al fin algún día tal vez controlara mi nivel de ansiedad (que amenazaba con dispararse a límites galácticos) me ponía frenética. Nunca iba a lograrlo.
En eso viene mi madre. Yo tenía una limitada capacidad de comunicación con los vivos, e invertí buena parte de ella en escribirle en un papelito todas las claves de acceso a mi mundo en Internet a fin de que se las pasara a mi amiga Diana, que debía tener la difícil tarea de decidir qué hacer con mis múltiples personalidades. Lo hice con lapicera en una vieja hoja de escrito, en medio de notas de mis alumnos y nombres de gurises a los que ponerle un uno por no traer el texto a la clase. Me extrañó que pudiera maniobrar con los implementos de escritura, porque siempre había pensado que los muertos no tenían un grado de materialidad tal que les permitiera interactuar con los objetos. Cada día se aprende algo nuevo. Escribí como pude las claves de entrada a mi sesión, de los cuatro blogs, los tres facebooks y los dos correos electrónicos. Pobre Diana, debe estar muy mal. Y mis alumnos, supongo. La familia, un poco. Mi ex marido. Las literatas. Los compañeros del 30. El vecino que me gusta y se iba a dar cuenta fuera de tiempo de que las cosas hay que hacerlas mientras se puede. Demasiado tarde ahora. Yo no estaba triste por haber muerto; estaba triste por ellos. Respecto a mí lo que predominaba era el embole del aprendizaje infinito que me esperaba y en el que no quería pensar demasiado.
Ya había pasado varios días de muerta cuando de pronto volví a la vida. Estaba ahí, simplemente, igual que antes, pero viva. Nada de despertarme en un cajón, por suerte; andaba caminando por un barrio cercano a la rambla, a punto de desayunar con un grupo de gente, en un día de sol. Gente a la que en todo momento les recordaba mi reciente peripecia: si (como sucedió al minuto) yo rompía una copa, enseguida comentaba “Bueno, peor era estar muerta”. Si decidíamos ir corriendo a la playa y me quedaba atrás les gritaba “¡Espérenme, que la muerte me dejó lenta!”. En ese grupo había un par de conocidos pero no eran mis amigos de la vida real, si bien en el contexto del sueño funcionábamos como compinches desde siempre.
Y ahí me desperté, contenta, liberada, comprobando con regocijo que había dormido diez horas seguidas. Diez horas.
Así sí vale la pena morirse.