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sábado, 24 de marzo de 2012

PERIPLO




              Ya hacía como un mes que mi amiga Laura y yo habíamos comenzado a cursar el primer año de Bellas Artes pero ambas sabíamos que no podíamos pertenecer a la Escuela hasta tanto no nos integráramos a su anexo de Benito Blanco y José Martí, donde tenía lugar toda la parte no curricular de la carrera de artista. El viejo y querido Periplo. 
Con su media docena de mesas adentro y algunas más bajo el toldo del exterior, los baños pequeños y la barra eternamente acompañada por los mismos parroquianos envueltos en espesas máscaras de humo -porque en esa época se podía fumar en los espacios cerrados tanto como en la vereda (mal que nos pesara a los que quedábamos por fuera de ese ritual colectivo)-, el Periplo era un lugar con historia y vida propia.
      La fauna autóctona se podía dividir en tres categorías, según recuerdo. Por un lado los veteranos del barrio, dos o tres viejos inmutables acodados al mostrador desde tempranas horas de la tarde, cuando se hablaba despacio y en voz baja, mientras la rambla se iba tiñendo de brillos y a un par de cuadras algunos de nosotros jugábamos a hacernos los creadores. Esos parroquianos solían irse para sus casas a eso de las diez, sea para dejarnos el lugar libre o para verse liberados de nuestras voces, por lo que pocas veces coincidimos con ellos. Por otro lado estaban las habituales aves de paso, como la señora que cantaba noche tras noche los mismos  boleros con voz aguda e insoportable, mientras pedía un dinero que muchos le daban más para apurar su partida que para apoyar su carrera musical. O como la nena de aspecto angelical que dejaba en cada mesa sus dibujitos hechos a lápiz  para vender “a voluntá” y nos tenía a todos embobados, hasta que un día se le mojó el dibujo que había dejado sobre la huella de una botella y se convirtió en un monstruo violento y peligroso: "Me lo tienen que pagar; yo le dejé seco, ustedes no saben con quién se están metiendo..." Una fauna variada, la del boliche. 
      Y  también estábamos nosotros.
      Recién cuando Eduardo y sus amigos nos invitaron a sumarnos a la barra que iba al Periplo después de clases mi amiga Laura y yo sentimos que definitivamente habíamos comenzado a integrarnos a la Escuela. Hasta ahí los mirábamos desde la vereda de enfrente mientras esperábamos el 405 en la parada, y solo percibíamos una confusa masa humana indiferenciada en el espacio reducido del interior del boliche. A partir de esa noche esa fue nuestra oficina, donde todos marcábamos tarjeta de diez de la noche hasta variadas horas, dependiendo de las posibilidades de transporte de cada contertulio.
      Nuestra entrada iba indefectiblemente acompañada de una mirada de Julio, el mozo, y una exclamación resoplada:
      _ ¿Ya vienen por acá? ¿No tienen nada mejor que hacer? ¡Qué cruz, dijo Fierro!
      Yo confieso que al principio no entendía la relación de Julio con nuestro grupo. Eternamente de camisa blanca, pantalón y moñito azul, aquel veterano de bigote y pelo negro no pasaba más de cinco minutos sin destratar a alguno de los supuestos artistas pidiéndonos que arrancáramos para otros lados y que lo dejáramos tranquilo. Por un lado creo que no le faltaba razón, ya que éramos de poco consumo y mucha estadía, pero por otro hay que reconocer que no debía haber un grupo más fiel a un boliche que nosotros al Periplo. Con lluvia torrencial, con cansancios acumulados, con gripe, con lo que fuera, allá íbamos de lunes a viernes y de marzo a noviembre. Tomábamos una grappamiel, comíamos alguna pizzeta, mangueábamos manicitos todo el tiempo, y así transcurrían un par de horas hasta que el horario del último bus nos hacía salir disparados para la parada de enfrente.  
      No éramos los únicos habitués al boliche, desde el momento en que había otras figuras que también parecían unidas a sus sillas noche tras noche, en un romance eterno con el barrio, con el mozo y con los sonidos y colores de ese mundo abigarrado y bizarro. El Pepe Rambao, por ejemplo, nunca faltaba en la barra o alguna mesa del interior del Periplo, aunque su universo y el nuestro no pasaban de alguna circunstancial tangencia. Algún viernes que otro aparecía Gabriel Peluffo, y entonces circulaba un murmullo femenino por unos minutos, pero se apagaba pronto, porque la atención de todos se dispersaba en demasiados frentes como para durar demasiado.
      Ya llevábamos mucho tiempo de marcar tarjeta en la oficina cuando nos dimos cuenta de que Julio utilizaba la mesa de Bellas Artes para fines non sanctos. Dejaba disimuladamente un vaso vacío junto a los nuestros y cada vez que iba a servir un whisky a algún cliente aprovechaba y volcaba un poquito del líquido elemento en su propio recipiente, de modo que al rato tenía lo suficiente como para decir que alguien lo había invitado. Si Artigas, detrás de la caja, se daba o no cuenta, no podemos afirmarlo, pero que eso a Julio le daba una alegría traviesa de niño haciendo pequeñas trampas era seguro. Un día sin querer hice un movimiento brusco con la mano y le volqué el vaso. Temblé de pies a cabeza. Me miró con tal cara de asesino que en un segundo le estaba comprando otro. Temí que no me dejara entrar más, lo que habría significado el ostracismo público e irrevocable más terrible.
      El Periplo era el sitio indicado para todos los planes de verano, para las obras de arte plasmadas en efímeras servilletas de papel, para los romances de corta duración y las amistades eternas que duraban un par de años. Para los que tratábamos de adivinar la edad de Adelaida, que nunca confesó ni siquiera de qué signo del horóscopo chino era. Para los que le seguíamos el tren a Alejandra, creadora de la Fiesta de la Botella al Mar de Atlántida. Para los docentes de la Escuela, que solo faltaron al boliche el día en que para dar dadaísmo nos abandonaron a todos en el salón copiando cada cuarta palabra de un libro, frente a una mesa servida como para una cena, y se fueron subrepticiamente, dejándonos sin comida, sin conclusión, sin teoría expuesta, pero con la idea clave del absurdo de Dadá grabada a fuego. Era el sitio ideal para ir después de la Fiesta de la Seducción, donde todos habíamos hecho gala de nuestros recursos más sofisticados de erotismo y sex appeal exacerbado, de manera que pululamos toda una noche entre las mesas con medias de red, escotes, maquillajes provocativos y tacones. El sitio para exponer nuestras conquistas a los ojos de los amigos… o los propios. Nunca olvidaré el día en que me pasó a buscar Leo, un chico muy simpático que había conocido en la barra de otro boliche, pero que al verlo avanzar hacia mí resultó ser infinitamente petiso, para delicia de mis amigos que no podían contener la risa ante mi desazón y deseo de esconderme bajo la mesa a como diera lugar. O peor aún, cuando fui a un casamiento con otro, un estudiante de la Escuela Naval que había conocido en Piriápolis y pasó a buscarme por el Periplo con su impecable uniforme blanco. También fue el lugar donde dejé mi cartera en una silla de afuera, junto a la vereda, para recuperarla al darme cuenta una hora más tarde, sin que nadie la hubiese siquiera mirado.
      La escuela de Bellas Artes duró para mí mucho más de lo previsto. Había empezado solo por acompañar a Laura y al final me quedé siete años. No recuerdo cuánto tiempo después cerró el Periplo, tal vez por quejas de los vecinos a causa de los ruidos molestos o simplemente cayó por su propio peso, nunca lo supe. De pronto me fui acostumbrando a ver su persiana de metal baja, como abandonada. Solo volví a mirarla cuando tras la muerte de Julio vi un grafiti que alguna mano anónima dejó en la puerta: “Julio, la última va por vos”, y me puse a llorar en pleno 405, porque realmente había llegado a querer a ese viejo loco, falso cascarrabias y borrachito alegre, con su camisa blanca y su moño azul.
      Hoy en el local del Periplo funciona un prolijo y aséptico local de cambio de moneda. Me pregunto si por las noches cuando se retiran los empleados y se apagan las luces no andarán por ahí todavía nuestras voces, el ruido de los vasos sobre las mesas de mármol y el correrse de  una silla para dejar lugar a alguien más en la ronda.
      _ ¡Otra vez ustedes! ¿Pero cuándo me van a dejar en paz y se mandan mudar  de una vez para otro lado?
      _ ¡Dale, Julio! Dos grappamieles sin hielo, y unos manicitos, si podés…

sábado, 3 de marzo de 2012

MI MEJOR AMIGA

Honestamente, nunca pensé que ella fuese capaz de hacerme aquello. Yo la quería; la quería como se quiere a los que nos acompañan desde hace años, a los que han sido y son fieles depositarios de todos nuestros pensamientos, de todos nuestros sueños.
Pero lo hizo.
La primera pista debió dármela Raúl cuando me recriminó que hubiera dejado de responder sus mails. Raúl, mi compañero de Facultad, aquel flaco morocho de ojos verdes con el que durante años habíamos mantenido una relación que bordeaba los límites del coqueteo pero que no se había atrevido a ir más allá de las bromas o alguna que otra mirada más expresiva de lo estrictamente amistoso. Fue un poco extraño que justo en el momento en que las cosas entre nosotros parecían irse (por fin) encaminando a una concreción él de pronto se hubiera borrado así de mi vida. Ni un mail, ni un comentario en el Facebook, ni siquiera un impersonal “Me gusta” de cortesía cuando colgué mis fotos del verano pasado, en las que se advertían los resultados del tiempo invertido en el gimnasio nuevo del barrio.
Raúl desapareció de la noche a la mañana y nada supe de él hasta que me lo crucé hace un mes, en el supermercado.
_ ¡Hola, perdida!_ me increpó con una sonrisa que tenía algo de forzada e insegura.
_ ¿Cómo que perdida? El que se ha perdido es otro, que yo sepa…_ respondí, sin poder evitar defenderme a la primera oportunidad, como siempre.
_ ¡Si te escribí como mil mails! Y vos no solo no me contestás sino que me borraste de la lista de amigos. ¿Qué pasó, Laurita? Si hubiera tenido tu cel te llamaba, pero ahí me di cuenta de que nunca te lo había pedido.
_ Pero… pará, pará, que hay algo que no entiendo. ¿Vos decís que me has estado mandando mails? ¿A mí?_ pregunté tontamente, ya de lo más confundida.
_ Sí, a la dirección que tenías. La cambiaste, supongo.
_ No, es la de siempre. Qué raro… No me llegó ni uno.
Llegamos a una conclusión, si no lógica, al menos posible: algún cataclismo cibernético nos había jugado una mala pasada. Y nos despreocupamos del tema para dedicarnos a asuntos más placenteros, que no era cosa de seguir perdiendo el tiempo, que bastante valioso y escaso nos resultaba.
A partir de ese día nos acostumbramos a intercambiar mensajes por teléfono. La comunicación se hizo fluida e interesante, de modo que prescindimos de la Internet y fuimos descubriendo entre charlas y mensajes lo maravilloso que es asomarse al interior de un nuevo alguien. Un otro.
Dos semanas más tarde se produjo otra situación inexplicable. Raúl había resultado ganador de un concurso de fotografías urbanas organizado por la Intendencia Municipal de Montevideo y me llamó para avisar que varias de sus fotos y una entrevista que le hicieron esa mañana en la radio estaban ya colgadas en la página de nuestra radio preferida. Pero yo no pude hallarlas. Recorrí de arriba a abajo toda la página y nada, ni rastro de Raúl ni de las fotos, y ni siquiera una mención al famoso concurso. Es verdad que entre la noticia del triunfo de Peñarol y el estado del tiempo se veía un recuadrito en blanco vacío, pero supuse que sería alguna clase de publicidad novedosa o un error de la página al que no di importancia.
Esa misma tarde había quedado en reunirme a estudiar con mi amiga Leonor, quien apenas llegué a su casa me recibió alborozada:
_ ¡Felicitaciones a la novia del fotógrafo! Te lo tenías calladito, ¿eh, Laura?
_ Eh… No, calladito, no. Se me habrá olvidado decirte. ¿Vos cómo te enteraste? _ le pregunté mientras subíamos rápidamente a su habitación, pues no queríamos que nos encontrara la mamá, que es de las que te dan charla y no te dejan ir.
_Lo vi recién, en la página de la radio._ me contestó.
_ ¿En serio?
_ Sí, claro. ¿Por?
_ No sé… A ver, mostrame.
Y allí estaban. Seis preciosas fotos y una página y media de entrevista con el galardonado fotógrafo Raúl Iturria, “una joven promesa en el registro casual de los fenómenos ciudadanos”, al decir del periodista. El recuadro en blanco no existía en la pantalla de mi amiga.
Quedé un poco amoscada. ¿Por qué no podía visualizar el artículo y las fotos en mi computadora? Tal vez existían problemas de configuración, me dije, como si supiera lo que eso significaba.
No lo eran. Hoy lo vi todo claro. 
Hace media hora estaba intercambiando mails con Bermúdez, mi profesor favorito de Derecho Penal, tratando de convencerlo para que extendiera por una semana el plazo de entrega de un trabajo. Cuando llegó Raúl, que venía a hacerme una corta visita en el tiempo que le dejó una clase cancelada a último momento, le conté en qué estaba. Él, cuyo padre había sido toda la vida amigo del catedrático, quiso sumarse a la cruzada y unirse al diálogo con Bermúdez. No llegó a escribir mucho: a la segunda palabra se incorporó de un salto con un grito:
_ ¡Me dio un choque! ¡Tu laptop me dio una descarga! _exclamó con cara de loco.
_ No seas absurdo Raúl, ¿no ves que está a batería?_ le pregunté con una sonrisa, al tiempo que pensaba que los hombres de mi generación estaban viniendo tan mantequitas como irracionales. Él se pasó un rato repitiendo que había sido un choque hasta que logré calmarlo y hacerlo volver al mail, donde Bermúdez seguramente empezaba a impacientarse. No podíamos aburrirlo o el plazo posible para el trabajo se esfumaría de un momento a otro. Convencí a Raúl de intentar escribirle nuevamente, pero no llegó a completar una palabra cuando se repitió punto por punto la escena anterior, solo que ahora los gritos iban in crescendo, así como su expresión de susto, cercana al terror.
_ Me odia… ¡Tu laptop me odia!_ repetía como en estado de trance, mientras un correo de Bermúdez nos confirmaba que se iba a desconectar y que el plazo del trabajo no se modificaba_ ¡Te quiere para ella sola, por eso trata de echarme!
_ Pero Raúl, ¿qué decís?
_ ¡Te digo que me odia! ¡Quiere borrarme de tu vida pero no entiende: yo no soy un archivo que se puede mandar a la papelera! ¡No, no y no! ¿Me oís? ¿Me oís? _ gesticulaba y gritaba interpelando a la pobre laptop, que se mantenía ahí, tranquilita arriba de la mesa del living, como todos los días.
_ Me estás preocupando, mi amor. ¿Cómo te va a odiar si es un montón de plástico y metal, un simple aparato, como todas las computadoras del mundo?
Fue ahí, juro que fue en ese mismo momento, en que la computadora, la fiel depositaria de todas mis ideas y todos mis sueños, se apagó. No sé qué fue lo que sucedió; solo vi que las luces parpadearon al instante y la pantalla se puso oscura y no volvió a encenderse.  
Los técnicos no dan con la tecla; ya es el quinto sitio al que la llevo y todos coinciden en que no entienden qué sucede, que el problema debe ser muy complejo, que tal vez si la llevo a la fábrica de origen...
A veces estoy tentada de hablarle. De decirle que la extraño, que no es para tanto, que su reacción fue desmedida, que podríamos intentar llevarnos bien los tres, que después de todo Raúl trabaja y estudia todo el día y yo estaría con ella muchas de mis horas de descanso y creación… Pero no me animo. Hoy no, por lo menos. Tal vez mañana. Eso, mañana. Mañana voy a ver si le conecto la cámara de fotos, esa que aún conserva las imágenes del verano y en una de esas, quién te dice, a lo mejor las luces vuelven a encenderse. Si eso pasa voy a prometerle al menos un par de horas por día de mi atención exclusiva, que bien se lo merece. Y si a Raúl le molesta… Bueno, después de todo, tal vez Raúl no sea el único hombre del mundo. Además ronca. Hace chistes malos. Se come las uñas. No, decididamente, Raúl no es el que yo creía. 
Mañana mismo se lo digo.


LAS SEMILLAS

Camina, camina, camina que te camina durante las peores horas de invierno y verano. Nadie sabe a ciencia cierta si en verdad aún la está buscando o si es cosa del aire caliente que borronea las ideas, del sol que quema huesos y piel reseca, de pura amistad que ha hecho con la tierra. Huellas de hoy  recorriendo huellas de ayer paso a paso, incansable.
_ ¿Cuándo vas a parar al fin, abuelita?
_Yo no tengo nietos. Te has confundido. Yo no tengo nietos.
_ Te equivocas. Yo te conozco bien, mira: eres la madre del capitán Benítez. Pedro y Lucas son tus nietos. ¿Te acuerdas, eh, te acuerdas?
_ Yo no tengo nietos. Te has confundido.

         No mira para atrás ni cambia el rumbo, pero cada día el recorrido es más lento. Va levantando nubecitas de tierra con sus zapatos gastados. Ya no hay más mundo que este, no hay mañana ni ayer. Da lo mismo un lunes que un martes, un marzo que un setiembre. Solo el cielo arriba y el polvo abajo.

         _ Una vez tuve un puñado de semillas. Las esparcí en la tierra de mi quinta para que me llenara de alegría descubrir sus tallos tanteando la vida. Para darles el agua que su sed pidiera. Para espantar las hormigas y los caracoles. Tuve un ejército de flores avanzando por los canteros y un despliegue de hojas, de ramas y de zarcillos pintando de verde mis ojos y mis manos. Pero vino el frío y  solo quedaron las malezas.
         _ ¿De qué jardín hablas, abuelita? Tú nunca tuviste jardines.
         _ Ella era hermosa, hermosa como yo a sus años, y valiente como nunca fui. No soportaba que se maltratara a un débil ni que se callara a un hombre bueno. Ella hablaba, y sus palabras tenían la fuerza de la verdad, no importa a quién le gustara o no. Siempre luchó por la gente. La gente. No decía “el pueblo”, fíjate, sino “la gente”. Quizá porque tantos hablaron antes del pueblo sin amarlo.
         _ A tus nietos no les gustaba que la tía fuera una revolucionaria.
         _ Te equivocas. Yo no tengo nietos.
       _ Sí que los tienes. Dos hombres fuertes, orgullo de su padre. También tenían ideas, que defendieron como mejor pudieron. Tú sabes que eran tiempos de guerra. La heridas que deja la guerra deben cerrarse algún día, aunque sean hondas. Olvida.

         _ Una vez tuve un puñado de semillas.

         Nadie sabe cuánto lleva ese peregrinar. Su cabello en otro tiempo no era blanco, y los ojos de vez en cuando sabían seguir el vuelo de un pájaro o el desperezarse lánguido de un gato junto al portón, pero los años pesan, y el alma comienza a hundirse. Algunos dicen que empezó cuando se convenció o se dejó convencer de que la justicia no estaba en las manos de los justos. Hubo mentiras, promesas, dilaciones.:nunca una certeza. 
Nadie vio nada aquella noche. El partido en la tele estaba por terminar y estábamos ganando; un grito más o menos, quién iba a escuchar. Si se tiene familia para defenderte quién va a sospechar. Y si al otro día nadie recuerda haberla llevado quién va a contestar.

         _ Tú lo que tienes que hacer es parar esa zoncera de dale y dale que
te camina todo el día, ¿me oyes? Que ya estás vieja y tienes que descansar. Y si te pesa el alma, para eso está la iglesia, el último refugio de los pobres.

         Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, aunque ya no hay mejilla que ofrecer, ni pájaros que seguir, ni heridas que se puedan cerrar. Solo han quedado las malezas.