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viernes, 30 de diciembre de 2011

Y vimos el video...

LA FAMIGLIA


La casa de mi prima Lourdes resultó ser mucho más grande de lo que yo pensaba. Había ido a la reunión familiar un poco preocupada porque íbamos a ser como treinta personas durante unas horas potenciando hasta lo indecible el calor de esa noche de finales de diciembre, pero mis temores fueron injustificados. Llegar hasta ahí fue como recorrer a ciegas varios sectores de un laberinto; el Casabó a esa altura es un entramado de pasajes por los que dudosamente me habría orientado sola. Ya abandonadas las típicas calles con nombres de países, tuvimos aún que caminar cuatro o cinco cuadras mis dos jóvenes guías y yo, hasta arribar a la tercera casita del Pasaje Chicharrón, en el corazón de una de las zonas más complicadas de Montevideo.
_ Y… sí. Acá ves cosas.
_ Con nosotras no se meten porque somos del barrio.
_ ¡Tenías que ver a la abuela cuando se mudó para acá! ¡Ja ja! ¡Se le cayó el pelo, de los nervios que pasaba!
Naara y Jael, hijas de dos de mis primas, no parecían darse cuenta de las pintas y los gestos que nos cruzaban en el camino. Era su territorio. No saludaron a ninguno, pero parecían conocer a todos. Sus amigos estaban en un partido al otro lado del Cerro, me explicaron, pero los que veíamos también eran del Casabó. Esos de la esquina, por ejemplo, son los dealers del barrio: a ellos les conviene que no haya nada de lío en la zona, así los dejan en paz. Allá, justo al lado de la casita de la abuela, la semana pasada encañonaron a un hombre que venía en su camioneta y lo robaron. Con esos sí que no hay que meterse. Mi prima Nancy venía con los dos niños de la mano y por suerte una mujer en moto le gritó “¡Cuidado!”, porque si seguía tan campante se hubiera dado de boca con el tipo que estaba robando. Con los de la droga no pasa nada, seguían contándome, el problema es con los chorros.
Yo las miraba. Aún no tienen catorce años; nacieron casi el mismo día y ahora vivían a dos casas de distancia, siguiendo la tradición de sus madres, nacidas ambas el 5 de febrero y unidas como nunca vi a otras hermanas. Las dos chiquilinas son igualmente hermosas, aunque diferentes, con ese aire de paz que tiene la gente que se ha dedicado a la religión, que parece caminar por los peores lugares como si flotara en la espuma. Pero ellas sabían muy bien por dónde pisaban.
_ ¿Viste un muchacho que mataron acá a la vuelta hace como tres días? Salió en el informativo…
_ No… no vi nada…
Cómo decirles que no miro tele, que me paso enchufada a una computadora y que pese a vivir en otra zona roja (al lado de esta, de un rosadito pálido) estoy en babia en lo que a la realidad de Montevideo respecta, porque hace rato que decidí que no iba a dejar que me asustaran ni que me enojaran más... Ya ni la radio escuchaba; había encontrado un sitio para bajar los viejos programas de Dolina y eso me llevó a abandonar el presente y deslizarme hacia un mundo donde mi soledad se disipaba sin amenazas y donde la única propaganda (constante, eso sí) eran los maullidos de mi gata Roldana reclamando por el atún barato del Disco.
_ ¿Qué le pasó?_ pregunté, sabiendo que querían dar detalles. La adolescencia es a veces una etapa morbosa y la muerte suele ser uno de sus temas recurrentes.
_ Nada, que lo ejecutaron de un balazo, mientras iba en la moto. La tele dijo que fue por una pelea del momento, pero no es verdad.
_ No. Lo que pasa que el otro día el  chorro venía corriendo de la policía y pasó por el almacén del padre de este muchacho, y le quiso dejar la pistola, pero él se negó.
_ Le habló bien, le dijo “no, loco, disculpá, yo no me meto en esa…”
_ Y a los días lo mataron. Veinte años tenía.
El tema quedó interrumpido porque estábamos llegando a la casa, y yo me quedé un rato pensando en cómo diablos me iba a ir del encuentro familiar. No tendría que haberme preocupado. Conocí la casa de tres parientes esa noche, y al final ya me caminaba el Pasaje Chicharrón como si fuera 18 de Julio.
La reunión duró seis horas y estuvimos casi todos. Las horas dieron para mucho, desde recuerdos a chismes familiares. Que mi abuela se había casado embarazada. Que a mí siempre me había gustado la torta de fiambre. Que a Nancy le decíamos “La Bola”. Que Lourdes era novia del vecinito de al lado y se daban besos por el alambre del fondo. Que el ex marido de mi tía Cathy se creía súper héroe y salía al patio ataviado con un calzoncillo rojo, a perseguir ladrones en la madrugada. Que mi madre y Esther, un año menor, fueron inscriptas como mellizas, por aquello de no complicarse con los trámites cada vez que nacía un nuevo niño en la familia. Que mi tía mayor se iba a llamar de otra manera pero el viejo a última hora le puso Santa Petronila, en honor a una novia de su adolescencia, lo que hizo que mi abuela armara un escándalo de padre y señor mío. Que hubo una fiesta de disfraces una Nochebuena de la cual no guardo el menor recuerdo, pese a que parece ser que fui vestida de Bandera de España con peluca y todo.
Nunca fuimos de hablar bajo, y esta vez la ocasión justificaba que no dejáramos dormir a nadie en el pasaje. Cuando logramos ver al fin el disco que yo había llevado con el 65º aniversario de bodas de los abuelos aquello fue un carnaval de gritos y aplausos que duró todo lo que llevó la filmación, poco menos de media hora. Solo se hizo silencio para escuchar los brindis de los dos viejitos, a los que se aplaudió y festejó como si los tuviéramos al lado, como siempre. Estrella, tan previsora, había traído del almacén del barrio, además de servilletas de cocina y papel higiénico, porque éramos muchos y pensó que podían escasear, algunos pañuelos descartables por si la cosa derivaba en lágrimas, pero no fue necesario. El clima de fiesta dominó en todo momento, y solo de vez en cuando se veía algún par de ojos brillando más que de costumbre.
            Cuando me estaba yendo, luego de las fotos y los saludos de rigor, me miré de pasada en el espejo y por un momento creí que yo era una de mis primas. Volví a mirar a las cinco amigas inseparables de mi infancia: más allá del actual tono claro del cabello, producto de peluquerías y tratamientos más o menos parecido, más allá de las facciones, de los gestos, de las voces, aquí había algo en común que circulaba a un nivel más profundo. Ellas son creyentes y militantes de su religión. Viven en casas cuyo único libro (bien visible, sobre una mesita a la entrada) es la Biblia. Tienen varios hijos y un marido que sostiene el hogar. Vienen de padres separados. Somos muy diferentes, y sin embargo, hay algo que nos hermana. Cada una somos versiones de lo que hubieran podido ser las otras si su camino se hubiese torcido por este o aquel costado. Lo bueno es que creo que, en cierto modo todas estamos razonablemente felices con estos proyectos inacabados  y en movimiento en que nos hemos convertido. O conformes. No sé.
            Cuando abrí la puerta en mi casa de la Curva de Maroñas, ya avanzada la madrugada, reinaba el silencio. Por las dudas no quise mirarme al espejo. Le di un poco de atún a Roldana y prendí la computadora.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

CAMBIA, TODO CAMBIA...




Esa noche intentó, por cuarta vez, ver el mundo con claridad.
Todo estaba muy bien si se miraba de frente. Nítido, definido, firme. Pero hacia los costados se perfilaban sectores oscilantes, de difusa apariencia, que la enemistaban con los detalles y las intrascendencias.
           
Una vez había ido con su amiga y los dos niños de esta a explorar unas cuevas en la base del Cerro Pan de Ázucar. La salida había sido decidida a último momento, y por eso iniciaron el recorrido ataviados como para la playa, que habían pensado encarar esa tarde: ojotas, remeras, shorts… No era lo más indicado para enfrentar el mundo de las piedras, los matorrales, los senderos que no eran tales, pero estaban dispuestos a hacer el intento.
            Su guía resultó ser una niñita del lugar, que no pasaba de los siete años, acompañada por un par de perros de raza indeterminada, todos los cuales se movían con paso de conocedores por caminos apenas trazados entre la espesa vegetación del cerro. Tres cuartos de hora más tarde aún avanzaban, ya con poco resuello, mientras notaban que estaban cada vez más altos y el camino se hacía complejo y cansador. La playa a lo lejos parecía reclamar por sus presencias acaloradas. No habían llevado bebidas. El sol los iba cocinando a fuego lento.
            En cierto momento Mariela plantó bandera y dijo “hasta aquí llegué yo”. El motivo de tal decisión: una roca enorme, que había que escalar a pura maña y esfuerzo. Los demás continuaron la subida, y a los cinco minutos le estaban gritando que lo volviera a intentar, que ya habían llegado a la primera cueva y aquello valía la pena. Pero era mirar la mole de piedra y sentir náuseas ante la sola idea de levantar un pie para entregarse a ella.
            El problema es que tampoco la soledad resultaba gratificante. Intentó llamar a Montevideo para sentir que el mundo seguía teniendo sentido, pero no había línea. Se sentó en una piedra por un momento, pero luego se paró de un salto, al pensar que podría haber allí víboras, arañas, alacranes o, peor aún, fantasmas, monstruos verdes, alienígenas, jíbaros, espíritus del mal, viejos indios brujos reclamando por sus tierras, en fin…
La cabeza de Maxi asomando desde lo alto de la roca fue como un rayo de sol en la oscuridad del monte.
            _ Dale, no seas boba, probá.
            _ No, no puedo.
            _ Probá. Yo te ayudo.
            Si dos niños y su amiga (que por entonces no era muy atlética que digamos) habían subido aquella piedra, es que en verdad la cosa no sería tan imposible, pensó. Y, con ayuda, lo hizo. Encontró a Diana y Romina junto a la nena, admirando un lugar fresco, enorme, sombrío. La caverna era grande como la sala principal de un teatro, y se bifurcaba en otros pasajes, más angostos, por los que solo el perro se aventuró un poquito. En las paredes había restos de inscripciones, pero quién sabe si eran auténticas o un simple cuentito para turistas, porque no parecían muy antiguas.
            Ese día vieron otras cuevas, y quedaron con la boca abierta de admiración muchas veces, porque el cerro tiene una vista increíble, pese a que solo habían subido la tercera parte de su altura, o poco más.
La bajada fue, como siempre, más sencilla.
            Ya cercanos a la casa de donde habían partido, a unas dos o tres cuadras, iban por un territorio casi llano, bordeado de matas de flores y pastos inofensivos, cuando Mariela pegó un grito y salió corriendo. Era la última de la fila, y acababa de ver una serpiente al costado del camino, algo gris, enorme, que hasta el día de hoy jura que era ni más ni menos que una cascabel, solo que de una variedad taimada y silenciosa. Todos corrieron un buen trecho, y se aflojaron. Aquí no ha pasado nada. Nada, salvo el susto.
            El resto del camino lo hizo ella en un estado muy particular de conciencia. Estaba y no estaba. Fue incapaz de fijar la vista por media hora: si intentaba mirar, digamos, el suelo, aquello se convertía en gelatina, y temblaba y bailaba ante sus ojos. Todas las plantas y los pastos eran una ensalada de lechuga y espinacas revuelta y homogénea.  Trató de alternar entre el control de lo que pisaba y la contemplación del cielo, que la serenaba, en parte. Pero el mundo se siguió moviendo por un buen rato más.
           
Y eso es exactamente lo que estaba sintiendo ahora. La visión periférica ya no se mantenía un segundo quieta. Los cambios de mirada no encontraban el mundo tal como lo había dejado un momento antes. Todo se concertaba para bailar y temblequear, ante su desesperación.
            Dadme un punto de apoyo y contemplaré el mundo, pensó.
            Con un suspiro se sacó los nuevos lentes multifocales y los guardó en el estuche.
            Cosa brava llegar a los cuarenta, reflexionó mientras ponía el programa de Dolina en la radio, justo antes de acostarse y apagar la luz.

martes, 20 de diciembre de 2011

Hoy me he pasado media hora riendo y llorando sola.

Había dejado un viejo cassette de la filmadora que tenía hace años en un local del Cordón para que lo pasaran a CD, y al volver a casa, cansada de trámites en BPS, DGI, COSEM y cuanta sigla ande en la vuelta, me lo olvidé por completo. Hace un rato abrí la mochila buscando mi agenda y lo vi.
Y chau intentos de retomar la tesis.

Por el título sabía que la filmación era de fines del siglo pasado. (¿No da un aire como de antigüedad, obsoletez y decrepitud extrema eso de nombrar cosas que uno tenía en el siglo pasado? Como si no bastara con andar renqueando por las calles sobre plantillas de silicona y encima tener que hacerse lentes nuevos porque resulta que al astigmatismo ahora se le suma la presbicia... ¡Presbicia! Cada día me acerco más a la vieja de los gatos que seré en breve, que se va prefigurando con una fuerza bárbara.)

            No fue fácil decidirme… me daba como miedito tocar ciertas fibras… Hasta que ahí estaban. Mi prima Lourdes, con el pelo como el mío, los chistes de Fernando, las niñas pequeñas haciendo caritas, mis tías sirviendo la comida, hermanos de mi abuela que, honestamente, yo no sé si aún viven: la familia, en suma. Una torta casera rezaba con letras desparejas “Felices 65 años”, y los números no me cerraron por un buen rato, hasta que comprendí (o recordé) que era el aniversario número 65 de mis abuelos. 65 años de casados. No hay ni nombre para semejante despropósito…
            Yo no soy familiera, ni nunca lo he sido. Me importa muy poco con quién paso las fiestas, ni quién lleva mi sangre por el mundo. Los quiero o no, como al resto de las personas que conozco, y que lleven mi apellido no pasa de ser una contingencia (me refiero, claro está, a los Barreto… lejos de mí ha quedado aquella niña que cada vez que veía un Rodríguez en la tele se imaginaba que sería un pariente y enloquecía a su padre pidiéndole que averiguara si no lo era…). Pero ver a mi abuela peinándose los pocos pelos que le quedaban para salir en la filmación, escuchar al viejo recitándole versitos de amor a los noventa y pico de años, y tocando el acordeón como en sus tiempos de amenizador de bailes de campaña, fue casi demasiado.

            Y pensar que me lo había olvidado por completo.

Ahí me di cuenta de que mi emoción solo sería comprensible por la gente de mi edad, o mayor que yo. Los más chicos viven sumergidos en el registro de la vida propia y ajena. Si en mi niñez las fotos se sacaban de a 12 por verano (o 24, si había plata para el revelado), ya los hijos de mis amigas contaron con centenares de imágenes, que se hicieron miles en la era digital. Los niños de hoy han naturalizado la permanencia de las voces, los rostros, las historias, a un grado que nosotros apenas podíamos intuir hace unas décadas. No hay pensamiento que no se plasme para una dudosa eternidad ni amistad que no se proclame al éter ni gesto que no forme parte de un álbum.
Pero para mí (todavía) esto tiene algo de magia.

Volé sobre el teclado para contarle del hallazgo a cuanto pariente encontrara en Facebook, y todos estamos igualmente emocionados. Algo ha perdurado. Ya no nos quedan los abuelos ni la casa, no nos juntamos en cumpleaños ni en las fiestas, pero las imágenes sobrevivieron, y comienzan funcionar como un puente entre nosotros, como si los viejos todavía nos siguieran acercando. Surgen planes de encuentros, solicitudes de amistad, noticias, afectos.

            Y el viejo sigue por siempre copa en mano, declarándole su amor a la mujer amada:

_ A ti te brindo este brindis recogido del rocío,
a ver si puedo juntar tu corazón con el mío.

_En la mano tengo el vaso y en el vaso este licor.
Para quitarle en honor le digo a mi…  (¡toy olvidado…!)

_ Atención pido señores y al silencio la atención,
para darles relación de lo que por mí ha pasado.
Me encuentro algo doblado, sin poderme enderezar;
cada vez me encorvo más y vivo en esta tortura…
Por causa de esta hermosura cada vez me dueblo más...







sábado, 17 de diciembre de 2011

EL BENDITO 405 NUESTRO DE CADA DÍA

         La cosa ya arrancó mal en mi parada, cuando demoramos unos minutos tratando de entrar seis personas en el espacio de una, que era lo que nos quedaba. La señora guarda ya se estaba poniendo histérica y estaba empezando la consabida máxima de “no van a subir todos, señores…” cuando los de abajo nos apretujamos hasta la promiscuidad, se cerró la puerta y partimos desde la Curva de Maroñas rumbo al lejano Pocitos.
         Pero el 405 es un ómnibus muy dinámico, es lo que tiene. En cuestión de cuatro paradas ya había llegado yo al fondo, e incluso conseguido un asiento, cercano a la puerta trasera. Ello no significa que la densidad poblacional del vehículo hubiese disminuido un ápice; antes bien, parecía ir in crescendo, en paralelo con la mala onda de la guarda, que destrataba a todos y pretendía terminar cualquier discusión con “siempre se viajó así en este país… yo no me quiero amargar el día… ¡es lo que me faltaba!”. Su silencio duraba dos o tres paradas, hasta que alguien le contestaba algo por algún mal tono, y ahí recomenzaba la historia.
         En cierto momento me di cuenta de que las dos mujeres que tenía más cerca, una sentada junto a mí y la otra parada enfrente (su sobrina, según descubriría al rato), estaban hablando de una chica que le mentía a la madre, que era flor de naba, parece.
         _...Y le dijo que ayer llegó a las cinco de la tarde porque no había ómnibus, ¿vos podés creer?
         _ ¿Y la madre le creyó semejante pavada? ¡Si se veían los ómnibus!
         _ ¡Por eso! ¡Es una tarada! Le haría falta darse una vueltita por el barrio y seguro que encuentra a la nena rápido…
         _ ¡Ja, eso… seguro! Che, y el baño, ¿ya lo arreglaste?
         _ Estoy en eso… Ya compré las baldosas. 18 metros cuadrados, tuve que comprar.
         _ ¿Qué? ¿Estaba todo roto?
         _ Y… no… pero ya que lo hago, voy a hacer todo…
         _ Decile a aquel que trate de sacar algunas baldosas enteras. Capaz que para alguna mesada las podés usar.
         _ Sí… Aquel va a tratar…
         Ahí me desentendí, en parte porque la tía se estaba por bajar y en parte porque las dos mujeres que estaban paradas a mi costado, además de meterme sus mochilas por la cara todo el tiempo, también me hacían, sin querer, escucha atenta de su charla, de muy diferente tenor que la anterior…
         _Y se compró un vaquero y dos camperitas, de esas que salen dos palos cada una, la Carolina.
         _ ¡Ta loca!
         _ Sí. Y un conjunto deportivo, dos buzos, un par de championes, una remerita... Ah,  y unos ojos verdes de contacto. ¡Todo, se gastó, todo!
         _ ¿Y él, qué dijo?
         _ Al principio no sabía que ella le sacó todita la plata. Ella había dicho que si él se iba al baile ella se iba a vengar. Después él la buscó pero no la encontró.
         _ ¿No?
         _ No, porque la Carolina estaba escondida en lo de la madre.
         _ ¿Y no es enfrente?
         _ Sí, pero la Carolina no se dejó ver. Él anduvo ahí, fue lo primero que hizo, pero la hermana de ella le hizo flor de teatro, que “qué le hiciste a mi hermana que no aparece, desgraciado”, y le lloró y todo. Y la madre de ella, que le dijo “mi hija es menor y si no aparece yo te voy a denunciar al INAU, vas a ver. Más vale que aparezca y esté bien, porque la quedás.” Y la Carolina oyendo todo pared por medio…
         _ ¿Y él no hizo nada?
         _ Él estaba furioso. La madre de él le dijo a la novia del hermano de ella que si la agarraba la iba a matar.
         _ ¿La iba a picar?
         _Sí. Pero no la encontró, porque la Carolina no se movía de ahí (solo cuando él se iba en el auto, que ella veía que no estaba), y al final, a los días, cuando él se enteró, dijo que estaba bien, que la plata va y viene y él podía hacer ese dinero de vuelta, pero lo importante era que ella estaba bien.
         Tuve que abandonar la historia de la Carolina y sus “ojos verdes de contacto”, porque las mujeres se movieron, y me perdí el final. A todo esto el ómnibus iba aún repleto y la guarda seguía dale que dale con las peleas, quejándose de que entre tanta gente no podía saber quién le había pagado el boleto y quién no. Las señoras a mi alrededor (solo había mujeres en el fondo, en un momento conté 18 mujeres y cero hombres) le hacían burla, bajito, y se reían todo el tiempo.
         Para entonces la que iba a reformar el baño, a mi lado, se dio vuelta y comenzó a charlar con una que estaba a mi espalda. Hablaban de alguien que estaba internado, de los posibles días de visita y de si los padres lo dejarían ver.
         _ Lo que pasa que está en estado delicado.
         _ Y, sí, porque una bala la sacaron pero la otra no...
         _ Parece que le rozó el bazo y no sé cuántos órganos más. El médico le contó a la madre no sé cuántos órganos que pasó apenitas, apenitas…
         _ Y cómo quedará, ¿no?…
         _ Y… bien de la cabeza ya no estaba, y ahora, con esto, el cuerpo tampoco va a quedar bien…
         _ Y todo por la Yamila.
         Parece que la Yamila no lo quería al Braian, y él entonces se pegó dos balazos. En el medio andaban la Yenifer y la Flavia, pero no capté quiénes eran. El Braian era un muchacho joven, y ya tenía un hijo.
         Y ahí me paré para bajarme. Mi cabeza oscilaba entre las imágenes de la Carolina yendo como loca a gastarse un montón de guita por despecho, el Braian pegándose dos tiros por la Yamila, la otra loca suelta diciéndole a la madre que no había omnibuses el 25 porque era feriado y el pobre marido de mi compañera de asiento tratando de sacar las baldosas del baño sin romperlas.
         Ya estaba parada junto a la puerta cuando una frenada memorable nos hizo tambalear a todas las que no estábamos sentadas. Yo incluso le rocé la cara a una veterana, a la que no cacheteé por un milímetro, porque casi me caigo.
         _Decime, animal, ¿vos viste lo que hiciste?_ comenzó a gritar el chofer a uno de un auto gris que se había tirado a cruzar a lo loco_ ¿Qué te pensás que llevamos acá, ganado? Son personas, y casi las lastimás por tirarte como un idiota delante del ómnibus… ¡imbécil!
         El del auto no dijo ni mu. El chofer se calentó y nos abrió la puerta como media cuadra antes, ante lo cual todas nos bajamos, porque el horno no estaba para bollos y no era cosa de quejarse…
         Bendito 405.
Pensar que tengo que seguir tomándote al menos ocho veces por semana.
Y me fui a dar clases, preguntándome, en el trayecto, cómo me quedarían unos lindos “ojos verdes” de contacto.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Para arrancar, cualquier semejanza con la realidad...

DE LA CRÓNICA DIARIA
En el corazón tenía
La espina de una pasión.
Logré arrancármela un día.
Ya no siento el corazón.

Antonio Machado
            _… Aguarde en línea, por favor…
_… Aguarde en línea, por favor…
_… Aguarde en línea, por favor…
Tal vez fue a la tercera o cuarta vez que la voz  inexpresiva del teléfono le rogaba que no se retirara cuando ella comprendió que debía cortar, so pena de quedar para siempre comprometida con ese reclamo que nunca daría respuesta.
Bien. La Policlínica COSEM de Parque Batlle no daba señales de vida. Tal vez el SEMM…
_ SEMM buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
_ Eh… sí, hola. ¿Podría hablar con un médico?
_Aguarde en línea, por favor…
Uy. Sonamos.
Pero no. Una doctora apareció a los dos o tres minutos. Ella resumió en pocas palabras su situación: un dolor muy intenso en el talón izquierdo, desde el día anterior. No, no hubo lastimaduras, ni torceduras, ni ejercicio de alto impacto (salvo que a los 44 ya se considerara de alto impacto el caminar unas cuadritas por el centro, pensó por un instante).
_Debería ir a Policlínica a consultar con un médico, para que le mande radiografía del pie.
_ Mhh… ¿Y en cualquier Policlínica atienden?
_ Sí.
_Muchas gracias.
Mientras se vestía _con cierta dificultad_ no pudo evitar sentir un poquitín de aprehensión al oír que justo ese jueves de diciembre había paro médico en Montevideo. Decidió intentarlo, de todos modos. Peor era sufrir otro día sin hacer algo.
Un paso. Ay. Otro. Ay ay. Tratar de no apoyar el talón. Ay (de la otra pierna, que se acalambra). Ay ay ay puta madre ay ay.
Llueve.
El 103 le vino repleto, y además justo en su parada se trancó la máquina expendedora de boletos y hubo un buen rato de incertidumbre y ómnibus detenido. Ella aguardaba, pacientemente sostenida por la fiel pierna derecha. Cambiaron el guarda y el chofer, y al fin arrancó. A las dos paradas ella se sentó en uno de los primeros asientos. Y a las cuatro se lo cedió a una chica con niño en brazos. Otro asiento libre. Fugaz descanso. Dos paradas sentada. Una vieja que al subir suspira y dice en voz apenas audible “cómo me gustaría sentarme…” No da para explicar que el pie duele, que cada movimiento del ómnibus la desestabiliza, que la otra pierna se queja.
_ Siéntese, señora.
Maldito 103 lleno de ancianas y madres. Ya iba a bajarse cuando tuvo que esperar que subiera una fila interminable de personas, que enlentecieron el viaje. Se había roto el ómnibus de adelante. Y seguía lloviendo cuado descendió del vehículo y empezó a tambalear a paso de tortuga las tres cuadras hasta la Policlínica COSEM de Parque Batlle.
_ Hola, ¿podría ver a un médico?
_ No. Aquí no atendemos. Puedo darte número para consultorio para mañana.
_ ¿No atienden? Pero el SEMM dijo… Bueno…
_ Tendrías que ir al SEMM frente a Mdeo. Shopping.
_ Gracias.
De Avenida Italia y Albo a Montevideo Shopping… ¿qué bus la dejaría bien? Andaba haciendo usufructo de un boleto de dos horas, por lo cual combinar dos coches no sería problema…Una cuadra (y 43 ayes) después, ella estaba en la parada, tomándose el primer ómnibus que pasó. Era un 174. El Plan A era bajarse en Av. Italia y Luis A. de Herrera, y combinar allí con un 405. El Plan B, que se puso en práctica apenas el 174 dobló por el costado del Estadio, fue hacer un lindo recorrido en sentido inverso por la ciudad, bajarse en 8 de Octubre y Comercio y tomar allí el mentado 405. Claro que eso convertía un viaje de tres o cuatro paradas en una media horita extra, pero una vez que se había metido en el baile no era cuestión de andar eligiendo partenaire… Todo por no dar un paso de más.
Esta ciudad se está poniendo bizarra, reflexionó. Una señora, de entre 50 y 60 años, estaba en la vereda de 8 de Octubre  casi Comercio subiéndose una bombacha roja y ajustándola sobre sus blancas carnes, con el pantalón por la rodilla. Pero el dolor del pie seguía, y no podía distraerse trazando hipótesis que explicaran tan insólito cuadro ciudadano.
El chofer del 405 era obeso y con un tatuaje heavy que le ocupaba todo el brazo derecho.
La recepcionista del SEMM era joven y con aspecto de serenidad absoluta.
_ Tome asiento, que la llaman en seguida.
Extraño ese concepto de “en seguida”, pensaba ella veinte minutos después, mientras trataba de concentrarse en un documental de Discovery Channel sobre los tiburones y sus hábitos de ataque a la hora de elegir presas humanas. ¿No era ese un tema muy macabro para una sala de espera? ¿Por qué tenía que soportar esa horrible visión del tiburón Tigre destrozando un muñeco de plástico que pataleaba como si fuera un nadador, pobre hombre biónico?
Al fin alguien la invitó a pasar a un consultorio. El médico del SEMM fue muy simpático, le revisó el pie y concluyó que probablemente sería una espina calcánea.
_ Hay que hacer una radiografía para confirmar, y de ahí pedir pase al traumatólogo. De todos modos muchos de ellos no creen en las espinas calcáneas.
_ Perdón… ¿cómo se puede no creer en algo que aparece en una placa?
_ Ah… es que no creen que eso sea lo que produce el dolor…
Ta, ahora le quedaba mucho más claro.
_ La placa la saca en la clínica de 21 de setiembre. La enfermera le dará un calmante, por el momento.
Pero no era a 21 de setiembre que tenía que ir, sino al Sanatorio Americano. Por lo visto los médicos del SEMM no están muy comunicados entre ellos…
Como la enfermera le recomendó tomar el Diclofenac luego de almorzar, ella lo guardó en la mochila para más adelante. Aunque, viendo que ya eran las dos y pico, podría comprarse algo, porque hambre, lo que se dice hambre, ya tenía. De todas maneras algunas dudas empezaron a circular por su cansado cerebro. ¿Estaría bien tomar el calmante y después ver al traumatólogo? ¿Podría responder a las preguntas de si le duele aquí o allá tras consumirlo? ¿Y qué iba a almorzar, sola, en el Shopping?
Seguía lloviendo, ahora con una tormenta de viento que la congeló al salir de la Policlínica y cruzar hasta un cajero. Esa fue la excusa perfecta para comprarse una camperita de jean en Lolita, una parecida a las clásicas, de las que se dio cuenta sorprendida que hacía años no tenía ninguna.
Estaba en Los Domínguez comprando una caja de té Twinings (para las visitas, porque ella del La Virginia de Limón no se baja hace años) cuando una voz masculina la saludó. Era un empleado:
_ ¡Profe!
López, ex dealer del liceo, ahora con pinta de reformado y serio.
_ ¡Hola! Qué gusto verte acá…_ Él sonrió, cómplice. Y ella siguió con sus mandados, sintiéndose una outsider del mundo de hormiguitas laboriosas que corrían por los pasillos y tiendas, mientras avanzaba a pasos cortos y lentos. Sin contar con que el viento le había hecho un bonito peinado a lo Mafalda y con que hoy no había dado ni para maquillarse, porque el dolor le inhibió la coquetería.
Escogió un banco junto a una salida lateral del Shopping para llevar a cabo su opíparo almuerzo de sandwich vegetariano y waffles Lulú de chocolate. Linda dieta. Un viejito estuvo todo el tiempo sentado también allí, quieto, silencioso. ¿Lo habría abandonado su familia mientras hacían las compras? ¿Iría allí solo todos los días, para ver gente pasar? ¿Pensaría algo? Preguntas que no hallarían respuesta, porque ya eran las tres y media, y había que ir a sacarse la placa.
Un bus y varias cuadras de ayes y lloviznas después ingresó al Sanatorio Americano, donde tras una espera de media hora amenizada por un televisor con Intrusos una doctora muy joven y amable le revisó el pie, otra igualmente joven y amable le tomó una placa y luego la primera joven y amable le explicó (placa en mano) qué era eso de la espina calcánea y qué podría hacer al respecto.
_ Usar plantales…
_ Un Diclofenac cada 12 horas…
_ Traumatólogo…
_ Eventualmente se puede limar el hueso, pero no se recomienda en un primer momento…
_ A veces se cura por sí mismo…
O sea, nada.
Considerando que ya podía prescindir del dolor por el resto del día, se tomó el calmante que le habían dado en el SEMM y salió. Quedaban aún tres etapas del periplo de la tarde: conseguir el remedio, los plantales y algo de comer, porque su heladera estaba vacía.
Los dos primeros ítems estaban relativamente cerca. Solo hubo que esperar un 192 (ya en uso del segundo o tercer boleto de dos horas del día, cuenta perdida hacía rato…), caminar entre quejidos una cuadra más y llegar al hall del Hospital de Clínicas, a una tiendita que vendía cuestiones relacionadas con la medicina.
_ Hola… ¿Vendés plantales?
_ Sí… Pero te van a demorar dos semanas, ¿sabés?
Por suerte no fue tanto, porque al final ella no necesitaba plantales precisamente sino plantillas de silicona, según parece. 600 pesos mediante, todo solucionado. Si le sumamos los 284 de la orden del Americano y los 131 del Diclofenac, esa había resultado ser una tarde muy productiva para las recaudaciones de dinero a su costa.
Salió del Hospital.
Seguía doliendo.
Y seguía lloviendo.
Un 21 la llevó hasta el Disco Natural de Avenida Italia, lo que no resultó ser una muy buena idea, considerando que ella hubiera deseado limitar el número de sus pasos y el supermercado era enorme, pero se consoló pensando que peor era el de su barrio, con los yogures a punto de vencerse y esas cosas que el señor Disco considera normal hacer en los barrios suburbanos pero ni lo piensa en su local estrella del Buceo.
Debía dejar en el locker la placa y la plantilla, que no entraban en su mochila, pero lo pensó dos veces, sintiéndose una inútil, cuando vio que estaban equipados con un sistema de los más nuevo y sofisticado. Apretar botón de Depositar. Retirar papelito con código de barras. La puerta de tu locker se abre sola. Dejar allí las cosas. Corroborar que el papelito tenga el número correcto de locker. Cerrar puerta. Para salir mostrar ante el Lector el código. La puerta se abre sola. Retirar pertenencias. Cerrar puerta… ¿No era más fácil cerrarlo con llave, pensó por un momento retrógrado?
En la Fiambrería, un televisor sin sonido puesto en el canal Gourmet, donde Maru Botana hacía algo con unas paltas. Era el tercer televisor inútil que había visto en la tarde. ¿Sería necesario tener una niñera electrónica para cada segundo de espera en esta vida, aunque ni siquiera se oyera qué decía la muchacha de la pantalla? Misterio.
Andaba buscando manzanas en la otra punta del Disco cuando una empleada de seguridad, muy amorosa, le dijo que no podía haber entrado con mochila, que tenía que dejarla en un locker…
_ Pero ya dejé mis cosas en el otro sector…
_ Tú disculpa, pero yo tengo que hacer esto… Si tuvieras una cartera, por grande que fuera, no habría problema, pero aquí no permiten mochilas…
Ambas concordaron en que era mucho más fácil robar algo echándolo en una cartera que en una mochila que se llevaba cerrada a la espalda, pero parece que los prejuicios son algo instalado en todos los órdenes, así que dejó la mochila en la otra punta del local, y al salir tuvo que caminar el doble, para recoger el contenido de ambos lockers.
El chofer del 405 que se tomó por último era el mismo gordo del tatuaje de hacía unas horas. Por suerte un muchacho se apiadó de sus múltiples bolsas de mandados y le cedió el asiento. Un viejo se durmió a su costado, pero a las pocas paradas fue despertado por los gritos de dos niños que venían de la fiestita de fin de año de la escuela.
El dolor comenzaba a remitir, pensó.
Y retornó a su casa.
Eran las seis de la tarde.
Seguía lloviendo.